martes, 24 de febrero de 2009

Atrapados

Valdo se sentía atrapado. Él se veía como un niño normal, con un montón de ganas de aprender cosas, jugar y divertirse. Pero nada le salía como quería: a su alrededor todos parecían no entender lo que decía, por muy alto que gritase o por muchos gestos o aspavientos que intentase. Y para colmo, ni siquiera su propio cuerpo le obedecía: a veces trataba de hablar y sólo producía ruidos, o quería coger algo y sus manos lo tiraban al suelo, o incluso al abrazar a su madre terminaba dándole un empujón. A veces, incluso, ni siquiera podía pensar con claridad.

Aquello le hacía sentir mucha rabia e impotencia, y muchos en su entorno, pensando que era un chico peligroso y agresivo, le dejaban de lado o le miraban con indiferencia. Y cuando esto pasaba, y Valdo se sentía triste, pensaba para sí mismo: "habría que verles a ellos en mi lugar...".

Pero un día, Valdo conoció a Alicia, una persona especial y maravillosa. Parecía ser la única que entendía su sufrimiento, y con muchísima paciencia dedicó horas y horas a ensañar a Valdo a manejar sus descontroladas manos, a fabricar sus propias palabras, e incluso a domar sus salvajes pensamientos. Y cuando, tras mucho tiempo y cariño, Valdo estuvo preparado, Alicia le hizo ver el gran misterio.

Sólo necesitó un par de fotografías, de sobra conocidas por el propio Valdo; pero entonces, mucho mejor preparado para entender, se dio cuenta: Valdo y Alicia eran un niño y una joven como todos los demás, atrapados por las deficiencias de sus cuerpos imperfectos.
Y ahora, gracias a ella, las puertas de la cárcel se estaban abriendo.

(De la web: Cuentos para dormir)

La Silla Invisible


Había una vez un chico llamado Mario a quien le encantaba tener miles de amigos. Presumía muchísimo de todos los amigos que tenía en el colegio, y de que era muy amigo de todos. Su abuelo se le acercó un día y le dijo:
- Te apuesto un bolsón de palomitas a que no tienes tantos amigos como crees, Mario. Seguro que muchos no son más que compañeros o cómplices de vuestras fechorías.
Mario aceptó la apuesta sin dudarlo, pero como no sabía muy bien cómo probar que todos eran sus amigos, le preguntó a su abuela. Ésta respondió:
- Tengo justo lo que necesitas en el desván. Espera un momento.
La abuela salió y al poco volvió como si llevara algo en la mano, pero Mario no vio nada.
- Cógela. Es una silla muy especial. Como es invisible, es difícil sentarse, pero si la llevas al cole y consigues sentarte en ella, activarás su magia y podrás distingir a tus amigos del resto de compañeros.
Mario, valiente y decidido, tomó aquella extraña silla invisible y se fue con ella al colegio. Al llegar la hora del recreo, pidió a todos que hicieran un círculo y se puso en medio, con su silla.
- No os mováis, vais a ver algo alucinante.
Entonces se fue a sentar en la silla, pero como no la veía, falló y se calló de culo. Todos se echaron unas buenas risas.
- Esperad, esperad, que no me ha salido bien - dijo mientras volvía a intentarlo.
Pero volvió a fallar, provocando algunas caras de extrañeza, y las primeras burlas. Marió no se rindió, y siguió tratando de sentarse en la mágica silla de su abuela, pero no dejaba de caer al suelo... hasta que de pronto, una de las veces que fue a sentarse, no calló y se quedó en el aire...

Y entonces, comprobó la magia de la que habló su abuela. Al mirar alrededor pudo ver a Jorge, Lucas y Diana, tres de sus mejores amigos, sujetándole para que no cayera, mientras muchos otros de quienes había pensado que eran sus amigos no hacían sino burlarse de él y disfrutar con cada una de sus caídas. Y ahí paró el numerito, y retirándose con sus tres verdaderos amigos, les explicó cómo sus ingeniosos abuelos se las habían apañado para enseñarle que los buenos amigos son aquellos que nos quieren y se preocupan por nosotros, y no cualquiera que pasa a nuestro lado, y menos aún quienes disfrutan con las cosas malas que nos pasan.

Aquella tarde, los cuatro fueron a ver al abuelo para pagar la apuesta, y lo pasaron genial escuchando sus historias y tomando palomitas hasta reventar. Y desde entonces, muchas veces usaron la prueba de la silla, y cuantos la superaban resultaron ser amigos para toda la vida.

(De la web: Cuentos para dormir)

domingo, 22 de febrero de 2009

Lara y el pez


Incapaz de sentirse pez en el agua quiso ser hombre de piernas largas, nariz aguileña y heridas profundas. Movió sus aletas con todas sus fuerzas y así, sin más, logró salir del estanque.

Fue a dar contra el piso de mármol que rodeaba todo lo alguna vez conocido y tirado comprendió que sus branquias no funcionaban en la tierra.

Sus gritos llegaron a los oídos atentos de una niña caritriste que paseaba por el jardín. Lara, como siempre, se había soltado de la mano de su madre en el intento por descubrir aquello que sus ojos no le mostraban. Quiso ver sin ser vista pero, a cambio, oyó el pedido de auxilio. Lara dio vueltas sobre si misma intentando encontrar de donde venía el sonido, pero no halló a nadie cerca.

- ¡Estoy en el suelo!

Lara bajó la vista y se encontró con un pequeño pez dorado retorciéndose.

- Tirame al agua.

Lara dudó un segundo pero cumplió la orden: lo devolvió al agua y vio las pequeñas burbujas formarse mientras su nuevo amigo respiraba de nuevo. Antes de poder preguntarle si estaba bien, Lara escuchó a su mamá que la llamaba y miró alrededor. El jardín era en sus ojos una jungla: el piso de piedra fría se mezclaba con los árboles y de vez en cuando una estatua le hacía una mueca.

-¿Estás ahí? Me tengo que ir- la voz de Lara llegó al estanque distorsionada.

Del agua emergió solamente la boca de Pez. Lara lo escuchaba atenta, sus palabras sonaban cristalinas. Le contó que a pesar de que podía respirar perfectamente en el agua era incapaz de entenderle una sola palabra a los demás peces: nunca sabía adónde tenía que ir, como encontrar comida o hacerse amigo de alguna pececita. Sentía que allá arriba con esos seres capaces de moverse sin nadar podría ser feliz. Después de pensarlo mucho, muchísimo tiempo decidió saltar. El relato se estaba haciendo largo y la mamá de Lara se acercaba. Jamás pensó que lo lograría en el primer intento. El pececito aún hablaba, pero la mamá de Lara la había agarrado de la mano y se la llevaba rápido. La niña hizo un gesto que Pez no comprendió.

Rodeado otra vez de la misma agua sus aletas tristes se sintieron aún más tristes. Siempre había creído que el idioma que él hablaba y que los demás peces no podían entender era el de esos animales longilineos que los visitaban días tras día; ahora estaba seguro. Esos animales se acercaban (unos más, otros un poco menos) los miraban maravillados, les arrojaban algo que parecía comida y unos segundos más tarde se iban para no volver jamás. Ahora ella también se había ido.

Pensando en saltar, nunca imaginó que el aire allá arriba sería distinto. Se quedó esperando en un costado oscuro del estanque. Supuso que algún día aprendería a hablar el lenguaje de sus compañeros o que, quizás, un día el aire de allí abajo se volvería tan espeso como el de arriba y el ya no sería capaz de respirarlo.

Pasaron los minutos y el recuerdo de la niña de ojos triste y cabello alegre se le fue distorsionando, como si en verdad nunca hubiera saltado fuera del estanque. Decidió dormir.

Vio a esa misma niña ya mayor. La sintió a su lado, supuso que ella había sido capaz de encontrar una manera de hacerlo respirar fuera del agua. Quizás lo llevara en una bolsa. Al bajar la vista vio un par de piernas larguisimas y entendió que eran suyas. Caminaban de la mano por un lugar desconocido. El piso que pisaban sus pies recién adquiridos no era frío como el que conoció al salir del estanque. En cambio, su calor se deslizaba entre los dedos, algo rugoso, capaz hasta de lastimar la piel de sus talones. La punta de su nariz se despabiló de golpe, sintió la frescura que lo inundaba y olió por primera vez. Pero el olor a sal que lo rodeaba era distinto que el olor en las manos de ella y se sintió desconcertado.

- Es que estamos en la playa- dijo ella y nada más.

La luz de la Luna empezaba a iluminar la noche y dos jóvenes de piernas largas y hermosas caminaban de la mano. Pez la miró a los ojos y Lara le devolvió una mirada pícara. A lo lejos, el ruido de unos grillos, el croar de unos sapos y la risa de Lara mientras él le acariciaba el pelo y se dirigían al mar.

(Nadina Tahuil, Desde mí)

sábado, 21 de febrero de 2009

Lío en la clase de ciencias

El profesor de ciencias, Don Estudiete, había pedido a sus alumnos que estudiaran algún animal, hicieran una pequeña redacción, y contaran sus conclusiones al resto de la clase. Unos hablaron de los perros, otros de los caballos o los peces, pero el descubrimiento más interesante fue el de la pequeña Sofía:

- He descubierto que las moscas son unas gruñonas histéricas - dijo segurísima

Todos sonrieron, esperando que continuara. Entonces Sofía siguió contando:
- Estuve observado una mosca en mi casa durante dos horas. Cuando volaba tranquilamente, todo iba bien, pero en cuanto encontraba algún cristal, la mosca empezaba a zumbar. Siempre había creido que ese ruido lo hacían con las alas, pero no. Con los prismáticos de mi papá miré de cerca y vi que lo que hacía era gruñir y protestar: se ponía tan histérica, que era incapaz de cruzar una ventana, y se daba de golpes una y otra vez; pom!, pom!, pom!. Si sólo hubiera mirado a la mariposa que pasaba a su lado, habría visto que había un hueco en la ventana... la mariposa incluso trató de hablarle y ayudarle, pero nada, allí seguía protestando y gruñendo.
Don Estudiete les explicó divertido que aquella forma de actuar no tenía tanto que ver con los enfados, sino que era un ejemplo de los distintos niveles de inteligencia y reflexión que tenían los animales, y acordaron llevar al día siguiente una lista con los animales ordenados por su nivel de inteligencia...

Y así fue como se armó el gran lío de la clase de ciencias, cuando un montón de papás protestaron porque sus hijos.. ¡¡les habían puesto entre los menos inteligentes de los animales!! según los niños, porque no hacían más que protestar, y no escuchaban a nadie.

Y aunque Don Estudiete tuvo que hacer muchas aclaraciones y calmar unos cuantos padres, aquello sirvió para que algunos se dieran cuenta de que por muy listos que fueran, muchas veces se comportaban de forma bastante poco inteligente.

(De la web: Cuentos para dormir)

Los Experimentos de la Srta. Elisa

La señorita Elisa aquel fin de semana les propuso uno de sus famosos trabajos sobre experimentos. A sus alumnos les encantaba aquella forma de enseñar, en la que ellos mismos tenían que pensar experimentos que ayudaran a comprender las cosas. Muchos tenían que ver con las ciencias o la química, pero otros, los que más famosa la habían hecho, tenían que ver con las personas y sus comportamientos. Y aquella vez el tema era realmente difícil: la libertad. ¿Cómo puede hacerse un experimiento sobre la libertad? ¿Qué se podría enseñar sobre la libertad a través de experimentos?
Estas y otras preguntas parecidas se hacían los alumnos camino de sus casas. Pero ya se habían lucido con otros experimentos difíciles, y aquella vez no fue una excepción. El lunes llegaron con sus experimentos listos, y fueron mostrándolos uno a uno. Fueron muy interesantes, pero para no hacer muy larga la historia, la señorita Elisa me ha pedido que sólo cuente los experimentos de Amaya, Carlos y Andrea, que le gustaron mucho.

Amaya llevó 5 cajas de colores y le dio a elegir a la profesora. La maestra, agradecida, escogió la caja rosa con una sonrisa. Luego Amaya sacó 5 cajas amarillas, se acercó a Carlos y le dio a elegir. Carlos contrariado, tomó una cualquiera. La señorita Elisa, divertida, preguntó a Amaya cómo se llamaba el experimento.
- Lo he titulado "Opciones". Para que exista libertad hay que elegir entre distintas opciones. Por eso Carlos se ha enfadado un poco, porque al ser las cajas iguales realmente no le he dejado elegir. Sin embargo la señorita Elisa estaba muy contenta porque pudo elegir la caja que más le gustó.

Carlos había preparado otro tipo de ejercicio más movido: hizo subir a la pizarra a la maestra, a Lucas, un chico listo pero vaguete, y a Pablo, uno de los peores de la clase. Entonces, dividió la clase en tres grupos y dijo dirigiéndose al primer grupo:
- Voy a haceros una pregunta dificilísima; podéis elegir a cualquiera de los tres de la pizarra para que os ayude a contestarla. Quien acierte se llevará una gran bolsa de golosinas.
Todos eligieron a la maestra. Entonces Carlos dijo a los del segundo grupo:
- La misma pregunta va a ser para vosotros, pero tenéis que saber que a Pablo, antes de empezar, le he dado un papel con la pregunta y la respuesta.
Entre las quejas de los del primer grupo, los del segundo eligieron sonrientes a Pablo. Luego Carlos siguió con los últimos:
- Os toca a vosotros. Lo que les he contado a los del segundo grupo era mentira. El papel se lo había dado a Lucas.
Y entre abucheos de unos y risas de otros, Pablo mostró las manos vacías y Lucas enseñó el papel con la pregunta y la respuesta. Po supuesto, fue el único que acertó la difícil pregunta que ni la maestra ni Pablo supieron responder. Mientras los ganadores repartían las golosinas entre todos, Carlos explicó:
- Este experimento se llama "Sin verdad no hay libertad". Demuestra que sólo podemos elegir libremente si conocemos toda la verdad y tenemos toda la información. Los grupos 1 y 2 parecía que eran libres para elegir a quien quisieran, pero al no saber la verdad, realmente no eran libres, aun sin saberlo, cuando eligieron. Si lo hubieran sabido su elección habría sido otra

El experimento de Andrea fue muy diferente. Apareció en la clase con Lalo, su hámster, y unos trozos de queso y pan, y preparó distintas pruebas.
En la primera puso un trozo de queso, cubierto con un vaso de cristal, y al lado un pedazo de pan al aire libre. Cuando soltó a Lalo, este fue directo al queso, golpeándose contra el vaso. Trató de llegar al queso durante un buen rato, pero al no conseguirlo, terminó comiendo el pan. Andrea siguió haciendo pruebas parecidas durante un rato, un pelín crueles, pero muy divertidas, en las que que el pobre Lalo no podía alcanzar el queso y terminaba comiendo su pan. Finalmente, colocó un trozo de queso y otro pan, ambos sueltos, y Lalo, aburrido, ignoró el queso y fue directamente a comer el pan. El experimento gustó mucho a todos, y mientras la señorita Elisa premiaba a Lalo con el queso que tanto se había merecido, Andrea explicó:
- El experimento se llama "Límites". Demuestra que lo, lo sepamos o no, nuestra libertad siempre tiene límites, y que no sólo pueden estar fuera, sino dentro de nosotros, como con mi querido Lalo, que pensaba que no sería capaz de coger el queso aunque estuviera suelto.

Muchos más experimentos interesantes se vieron ese día, y puede que alguna vez los contemos, pero lo que está claro es que los niños de la clase de la señorita Elisa terminaron sabiendo de la libertad más que muchos mayores.

(De la Web: Cuentos para dormir)

El Saco Mascota

Desde que era muy niño, Mateo dedicó todas sus energías a encontrar el Saco Mascota, el más famoso objeto que había creado el mago Cachuflo. Nadie sabía qué tenía dentro para hacerlo tan especial, pero según decían, era capaz de hacer todo lo que su amo le ordenara. Mateo, convertido en un poderoso caballero, fue implacable en su búsqueda, superando todo aquello que se interponía en su camino, y cuando sus esfuerzos tuvieron recompensa y encontró el saco viviendo escondido en una cueva, se sintió el hombre más feliz del mundo.

Pero resultó que el saco estaba lejos de ser una buena mascota: gruñía cada vez que le pedían hacer algo, incluso aunque el caballero le amenazaba con sus armas; si algo se le metía en la cabez no había forma de sacárselo, y no dejaba de morder, por más golpes que le daba Carlo para que no lo hiciera. Decepcionado tras meses de aguantar tan insufrible mascota, Mateo decidió venderla en el mercadillo, pero era tan molesta e insolente, que apenas nadie se acercaba a preguntar por su precio. Entonces se le acercó Diana, una anciana mujer ciega, conocida de todos en aquella ciudad por su amabilidad y optimismo.

- Yo me quedaré con tu mascota, aunque no tengo mucho para pagarte.

Mateo se sintió aliviado al deshacerse del molesto saco, pero al momento vio cómo el saco hacía todo tipo de juegos y cariñosas piruetas con la anciana. Lleno de sorpresa, lo arrancó de sus manos, pero nuevamente el saco se tornó agresivo e insufrible. Entonces, rojo de ira, y tras arrojarlo al suelo, tomó su espada y lo rajó de arriba a abajo.

Y al hacerlo, quedó petrificado. Por el roto comenzaron a salir cientos de pequeños Mateos, todos furiosos y gritones, que lanzaron toda su furia contra el caballero. Y posiblemente hubieran acabado con él, si no fuera porque Diana se agachó a tomar el saco, y al hacerlo, todos los Mateos se transformaron en amables Dianas, volvieron al saco, cerraron la abertura, y comenzaron a jugar con su nueva dueña...

Así comprendió Mateo que nada había malo en aquel saco que no estuviera previamente en él mismo, y con el mismo empeño con que persiguió el saco, se propuso mejorarse a sí mismo. Y lo consiguió de tal forma, que cuando la adorable Diana le dejó el saco poco antes de morir, realizaron juntos tantas proezas y tan maravillosas, que darían para escribir cien libros.

(De la web: Cuentos para dormir)

viernes, 20 de febrero de 2009

El Niño Avispa


Titín volvía otra vez a casa sin merienda. Como casi siempre, uno de los chicos mayores se la había quitado, amenazándole con pegarle una buena zurra. De camino, Titín paró en el parque y se sentó en un banco tratando de controlar su enfado y su rabia. Como era un chico sensible e inteligente, al poco rato lo había olvidado y estaba disfrutando de las plantas y las flores. Entonces, revoloteando por los rosales, vio una avispa y se asustó.

Al quitarse de allí, un pensamiento pasó por su cabeza. ¿Cómo podía ser que alguien muchísimo más pequeño pudiera hacerle frente y asustarle? ¡Pero si eso era justo lo que él mismo necesitaba para poder enfrentarse a los niños mayores!
Estuvo un ratito mirando los insectos, y cuando llegó a casa, ya tenía claro el truco de la avispa: el miedo. Nunca podría luchar con una persona, pero todos tenían tanto miedo a su picadura, que la dejaban en paz. Así que Titín pasó la noche pensando cuál sería su "picadura", buscando las cosas que asustaban a aquellos grandullones.

Al día siguiente, Titín parecía otro. Ya no caminaba cabizbajo ni apartaba los ojos. Estaba confiado, dispuesto a enfrentarse a quien fuera, pensando en su nuevo trabajo de asustador, y llevaba su mochila cargada de "picaduras".

Así, el niño que le quitó el bocadillo se comió un sandwich de chorizo picantísimo, tan picante que acabó llorando y tosiendo, y nunca más volvió a querer comer nada de Titín. Otro niño mayor quiso pegarle, pero Titín no salió corriendo: simplemente le dijo de memoria los teléfonos de sus padres, de su profesor, y de la madre del propio niño; "si me pegas, todos se van a enterar y te llevarás un buen castigo", le dijo, y viéndole tan decidido y valiente, el chico mayor le dejó en paz. Y a otro abusón que quiso quitarle uno de sus juguetes, en lugar de entregarle el juguete con miedo, le dió una tarjetita escrita por un policía amigo suyo, donde se leía "si robas a este niño, te perseguiré hasta meterte en la cárcel".

La táctica dió resultado. Igual que Titín tenía miedo de sus palizas, aquellos grandullones también tenían miedo de muchas cosas. Una sola vez se llevó un par de golpes y tuvo que ser valiente y cumplir su amenaza: el abusón recibió tal escarmiento que desde aquel día prefirió proteger a Titín, que así llegó a ser como la valiente avispita que asustaba a quienes se metían con ella sin siquiera tener que picarles.

(De la web: Cuentos para dormir)

jueves, 19 de febrero de 2009

Buscando Estrellas


Carlos había oido a su abuelito contar aquella historia muchas veces:

"-El alma de cada uno de nosotros es un bicho inquieto. Siempre está buscando estar alegre y ser más feliz. ¿lo notas? esas ganas de sonreir, de pasarlo bien y ser feliz, son la señal de que tu alma siempre está buscando. Pero claro, como las almas no tienen patas, necesitan que les lleven de un sitio a otro para poder buscar, y por eso viven dentro de un cuerpecito como el tuyo y como el mío..
- ¿Y nunca se escapan?- preguntaba siempre Carlos.
- ¡Claro que sí!- decía el abuelo- Las almas llevan muy poquito tiempo dentro del cuerpo, cuando se dan cuenta de que el sitio en el que mejor se está es el Cielo. Así que desde que somos muy pequeñitos, nuestras almas sólo están pensando en ir al cielo y buscando la forma de llegar allí.
- ¿Y cómo van al cielo? ¿volando?
- ¡Pues claro! - decía alegre el abuelito.- Por eso tienen que cambiar de transporte, y en cuanto ven una estrella que va al cielo, pegan un gran salto y dejan el cuerpo tirado.
- ¿Tirado? ¿Y ya no se mueve más?
- Ni un poquito. Aquí decimos que se ha muerto y nos da pena, porque son nuestras almas las que dan vida a los cuerpos y hacen que queramos a las personas. Pero ya te digo que son bichos muy inquietos, y por eso en cuanto encuentran su estrella se van sin preocuparse. Muchas almas tardan mucho tiempo en encontrarla, ¡fíjate yo qué viejecito soy! Mi alma lleva buscando su estrella muchísimos años, y aún no he tenido suerte. Pero algunas almas, las que hacen los niños más buenos o los mejores papás, también saben buscar mejor, y por eso encuentran su estrella mucho antes y nos dejan.
- ¿Y yo tengo alma? ¿Está buscando su estrella?
- Sí Carlitos. Tú eres tu alma. Y el día que encuentres tu estrella, te olvidarás de nosotros y te irás al cielo, a pasártelo genial con las almas de todos los que ya están allí.
Y entonces Carlitos dejaba tranquilo al abuelo y se iba alegre a buscar una estrellita cerca del río, porque en toda la pradera no había mejor sitio para esconderse."

Por eso el día que el abuelo les dejó, Carlos lloró sólo un poquito. Le daba pena no volver a ver a su abuelito ni escuchar sus historias, pero se alegraba de que por fin el alma del abuelo hubiera tenido suerte, y hubiera encontrado su estrella después de tanto tiempo.
Y sonreía al pensar que la encontró mientras paseaba junto al río, donde tantas y tantas veces había buscado él la suya...

(De la web: Cuentos para Dormir)

miércoles, 18 de febrero de 2009

El Enano y la Felicidad

Cuenta la leyenda que un inquieto enano llegó un día a un aldea remota. En aquellos confines del mundo no estaban acostumbrados a tener visitantes, así que, el pequeño ser causó muchísima expectación.

-“¿Qué haces aquí?”- dijo uno de los ciudadanos.

-“Verás…Tras muchos años de entrenamiento, tengo la capacidad de dar felicidad a las personas y de hacer que cualquiera que me rodee experimente una alegría inmensa. Eso sí, esta felicidad, no dura más que unos segundos…

-“¡Sí”, “¡Venga ya!”, “Es increíble”-murmuraban todos convencidos de que, con el enano ahí, jamás serían desdichados.

-“Durante los dos últimos años”-continuó el enano-“he recorrido el mundo haciendo sentir a las personas, a algunas incluso por primera vez, lo que es la felicidad.

-“¡Por favor, házmelo sentir a mí!”-dijo uno-.

-“Y a mí”-dijo otro-.

Y así, el enano comenzó a hacer una demostración a los habitantes del pueblo. Con sólo mirar a los ojos de alguien, conseguía disipar todas sus preocupaciones, que su ceño dejase de estar fruncido, que no tuviese miedo, y que se sintiese capaz de arriesgarse a elegir su vida.

Durante días y días, lo fue haciendo con todas las personas del pueblo, cada vez que se cruzaba con alguna. Sin embargo, tras esos mágicos segundos, todo se desvanecía. Y esas personas se sentían aún peor que al principio. Lo que les llevaba a estar constantemente buscando al enano y reclamando sus favores.

La insatisfacción se fue tiñendo de rabia y cólera hacia el enano de tal manera que, un día, salieron a buscarle para destruirle. El enano estaba tan débil por todo el trabajo que le habían dado que no consiguió huir. Tras matarlo, para asegurarse de que no pudiese volver jamás lo cocinaron y se lo repartieron como pudieron. Comiéndose, cada uno, un trocito muy pequeñito.

Y…cuenta la leyenda, que el enano, lejos de desaparecer, se quedó. Decidió quedarse para seguir dándoles instantes felices. Pero de un modo tan ocasional y tan fugaz, que sólo les serviría para evocar una sensación que nunca tendrían. Así hasta que el pueblo desapareció.

Y cuenta la leyenda también que…hasta nuestros días, el enano está en cada uno de nosotros. Sus ojos, los ojos de nuestra alma, se posan en los ojos de los otros, pues su mirada ha encontrado una manera de salir. Nuestra sonrisa. Cada sonrisa son segundos de felicidad, propia y ajena, que podemos conseguir cuantas veces queramos, gracias a que un enano tiene los ojos en nuestro corazón.


(De la web: La Página de los cuentos)

martes, 17 de febrero de 2009

El Truco

Juanito Juanolas era un niño simpático y popular al que todos querían. Era tan divertido, bueno y amable con todos, que le trataban estupendamente, siempre regalándole cosas y preocupándose por él. Y como todo se lo daban hecho y todo lo tenía incluso antes de pedirlo, resultó que Juanito se fue convirtiendo en un niño blandito; estaba tan consentido por todos que no aguantaba nada, ni tenía fuerza de voluntad ninguna: las piedras en el zapato parecían matarle, si sentía frío se abrigaba como si estuviera en el polo, si hacía calor la camiseta no le duraba puesta ni un minuto y cuendo se caía y se hacía una herida... bueno, eso era terrible, ¡había que llamar a un ambulancia!.
Y se fue haciendo tan notorio que Juanito era tan blando, que un día el propio Juanito escuchó como una mamá le decía a su hijo "venga, hijo, levanta y deja de llorar, que pareces Juanito Juanolas". Puff, aquello le hizo sentir tanta vergüenza, que no sabía qué hacer, pero estaba seguro de que prefería que le conocieran por ser un niño simpático que por ser "un blandito". Durante algunos días trató de ver cuánto podía aguantar las cosas, y era verdad: no aguantaba nada, todo le resultaba imposible de soportar y cualquier dolor le hacía soltar lágrimas y lágrimas.

Así que, preocupado, se lo dijo a su papá, aunque le daba mucho miedo que se riera por sus preocupaciones. Pero su papá, lejos de reirse, le contó que a él de pequeño le había pasado lo mismo, pero que un profesor le contó un truco secreto para convertirse en el chico más duro.
-¿Y cuál es ese truco?
- Comer una golosina menos, estudiar un minuto más, y contar hasta 5 antes de llorar.
Juanito no se lo podía creer
-"¿sólo con eso?, ¡si está chupado!".
- sólo con eso -dijo su papá- es muy fácil, pero te aviso que te costará un poco.
Juanito se fue contentísimo dispuesto a seguir aquel consejo al pie de la letra. Al llegar junto a su mamá, ésta le vio tan contento que le dio dos golosinas. "Una golosina menos", pensó Juanito, así que sólo cogió una, pero comprobó que su papá tenía razon: ¡le costó muchísimo dejar la otra en la mano de su madre!
Aquella misma tarde tuvo ocasión de poner el truco en práctica, y estudiar un minuto más. ¡Se perdió el primer minuto de su programa favorito! pero al conseguir hacerlo se sintió muy satisfecho, lo mismo que ocurrió cuando se dió un golpe con la esquina de la mesa: sólo pudo contar hasta 4, pero su mamá quedó impresionadísima con todo lo que había aguantado.
Y así, durante los siguientes días, Juanito siguió aplicando el lema de comer una golosina menos, estudiar un minuto más, y contar hasta 5 antes de llorar. Y cuanto más lo aplicaba, menos le costaba, y en poco tiempo se dió cuenta de que no sólo podía comer menos golosinas, estudiar más, y llorar menos, sino que también podía hacer cosas que antes le parecían imposibles, como comer verduras o correr durante largo rato.
Y contentísimo, cogió un papel, escribió el truco, y lo guardó en un cofre con un cartel que decía."Cosas importantísimas que tendré que contar a mis hijos"

(De la Web: Cuentos para dormir)

domingo, 15 de febrero de 2009

Mayonesa y Café

Un profesor delante de su clase de Filosofía sin decir palabra tomo un frasco grande y vacío de mayonesa y procedió a llenarlo con pelotas de golf. Luego le preguntó a sus estudiantes si el frasco estaba lleno. Los estudiantes estuvieron de acuerdo en decir que sí.

Así que el profesor tomo una caja llena de canicas y la vació dentro del frasco de mayonesa. Las canicas llenaron los espacios vacíos entre las pelotas de golf. El profesor volvió a preguntar a los estudiantes si el frasco estaba lleno, ellos volvieron a decir que sí.

Luego...el profesor tomó una caja con arena y la vació dentro del frasco. Por supuesto, la arena lleno todos los espacios vacíos, así que el profesor preguntó nuevamente Si el frasco estaba lleno. En esta ocasión los estudiantes respondieron con un 'sí' unánime.

El profesor enseguida agregó 2 tazas de café al contenido del frasco y efectivamente llenó todos los espacios vacíos entre la arena. Los estudiantes reían en esta ocasión. Cuando la risa se apagaba, el profesor dijo:

- 'QUIERO QUE SE DEN CUENTA QUE ESTE FRASCO REPRESENTA LA VIDA'. Las pelotas de golf son las cosas Importantes, como la familia, los hijos, la salud, los amigos, todo lo que te apasiona. Son cosas, que aún si todo lo demás lo perdiéramos y sólo éstas quedaran, nuestras vidas aún estarían llenas. Las canicas son las otras cosas que importan, como el trabajo, la casa, el auto, etc. La arena es todo lo demás, las pequeñas cosas. Si ponemos la arena primero en el frasco, no habría espacio para las canicas ni para las pelotas de golf. Lo mismo ocurre con la vida. Si gastamos todo nuestro tiempo y energía en las cosas pequeñas, nunca tendremos lugar para las cosas realmente importantes. Presta atención a las cosas que son cruciales para tu felicidad. Juega con tus hijos, tómate tiempo para ir al médico, ve con tu pareja a cenar, practica tu deporte o afición favorita. Siempre habrá tiempo para limpiar la casa y reparar la llave del agua. Ocúpate de las pelotas de golf primero, de las cosas que realmente importan. Establece tus prioridades, el resto es solo arena...

Uno de los estudiantes levantó la mano y pregunto que representaba el café. El profesor sonrió y dijo:

- 'Que bueno que lo preguntas... Sólo es para demostraros, que no importa que ocupada tu vida pueda parecer, siempre hay lugar para un par de tazas de café con un amigo.'

sábado, 14 de febrero de 2009

La Mariposa y la Estrella


Cuenta la leyenda que una joven mariposa, de cuerpo frágil y sensible volaba cierta tarde jugando con el viento, cuando vio una estrella muy brillante, y se enamoró.

Excitadísima, regresó inmediatamente a su casa, loca por contar a su madre que había descubierto lo que era el amor...

¡Qué tontería! Fué la fría respuesta que escuchó.
Las estrellas no fueron hechas para que las mariposas pudieran volar a su alrededor.

Búscate un poste, o una pantalla, y enamórate de algo así, para eso fuimos creadas.

Decepcionada, la mariposa decidió simplemente ignorar el comentario de su madre, y se permitió volver a alegrarse con su descubrimiento.

¡Qué maravilla poder soñar pensaba!

La noche siguiente la estrella continuaba en el mismo lugar, y ella decidió que subiría hasta el cielo y volaría en torno de aquella luz radiante para demostrarle su amor.

Fue muy difícil sobrepasar la altura a la cual estaba acostumbrada, pero consiguió subir algunos metros por encima de su nivel de vuelo normal. Pensó que si cada día progresaba un poquito, terminaría llegando hasta la estrella.

Así que se armó de paciencia y comenzó a intentar vencer la distancia que la separaba de su amor.
Esperaba con ansiedad la llegada de la noche, y cuando veía los primeros rayos de la estrella, agitaba ansiosamente sus alas en dirección al firmamento.

Su madre estaba cada vez más furiosa.

Estoy muy decepcionada con mi hija, decía. Todas sus hermanas, primas y sobrinas ya tienen lindas quemaduras en sus alas, provocadas por las lámparas.

Sólo el calor de una lámpara es capaz de entusiasmar el corazón de una mariposa: deberías dejar de lado estos sueños inútiles y conseguir un amor posible de alcanzar.
La joven mariposa, irritada porque nadie respetaba lo que sentía, decidió irse de la casa. Pero en el fondo, como, por otra parte, siempre sucede, quedó marcada por las palabras de su madre, y consideró que ella tenía razón.

Así, durante algún tiempo, intentó olvidar a la estrella y enamorarse de la luz de las pantallas de casas suntuosas, de las luces que mostraban los
colores de cuadros magníficos, del fuego de las velas que quemaban en las más bellas catedrales del mundo.

Pero su corazón no conseguía olvidar a la estrella, y después de ver que la vida sin su verdadero amor no tenía sentido, resolvió reemprender su itinerario en dirección al cielo.

Noche tras noche intentaba volar lo más alto posible, pero cuando la mañana llegaba, estaba con el cuerpo helado y el alma sumergida en la tristeza.

Entretanto, a medida que se iba haciendo mayor, pasó a prestar atención a todo cuanto veía a su alrededor.

Desde allá arriba podía vislumbrar las ciudades llenas de luces, donde posiblemente sus primas, hermanas y sobrinas ya habrían encontrado un amor.

Veía las montañas heladas, los océanos con olas gigantescas, las nubes que cambiaban de forma a cada minuto.

La mariposa comenzó a amar cada vez más a su estrella, porque era ella la que la impulsaba a conocer un mundo tan rico y hermoso. Pasó mucho tiempo y un buen día ella decidió volver a su casa.

Fue entonces que supo por los vecinos que su madre, sus hermanas, primas y sobrinas, y todas las mariposas que había conocido, habían muerto quemadas en las lámparas y en las llamas de las velas, destruidas por un amor que juzgaban fácil.

La mariposa, aun cuando jamás haya conseguido llegar hasta su estrella, vivió muchos años aún, descubriendo cada noche cosas diferentes e interesantes.
Y comprendiendo que, a veces, los amores imposibles traen muchas más alegrías y beneficios que aquellos que están al alcance de nuestras manos.

(De la web: Ángeles y demonios)

jueves, 12 de febrero de 2009

Las Velas


Érase una vez una gran vela de cera, consciente de su alto rango y muy pagada de sí misma.

-Estoy hecha de cera, y me fundieron y dieron forma en un molde -decía-. Alumbro mejor y ardo más tiempo que las otras luces; mi sitio está en una araña o en un candelabro de plata.

-Debe ser una vida bien agradable la suya -observó la vela de sebo-. Yo no soy sino de sebo, una vela sencilla, pero me consuelo pensando que siempre vale esto más que ser una candela de a penique. A ésta le dan un solo baño, y a mí me dan ocho; de ahí que sea tan resistente. No puedo quejarme.

Claro que es más distinguido haber nacido de cera que haber nacido de sebo, pero en este mundo nadie dispone de sí mismo. Ustedes están en el salón, en un candelabro o en una araña de cristal; yo me quedo en la cocina. Pero tampoco es mal sitio; de allí sale la comida para toda la casa.

-Sí, pero hay algo más importante que la comida -replicó la vela de cera-: la vida social. Brillar y ver brillar a los demás. Precisamente esta noche hay baile. No tardarán en venir a buscarnos, a mí y toda mi familia.

Apenas terminaba de hablar cuando se llevaron todas las velas de cera, y también la de sebo. La señora en persona la cogió con su delicada mano y la llevó a la cocina, donde había un chiquillo con un cesto, que llenaron de patatas y unas pocas manzanas. Todo lo dio la buena señora al rapazuelo.

-Ahí tienes también una luz, amiguito -dijo-. Tu madre vela hasta altas horas de la noche, siempre trabajando; tal vez le preste servicio.

La hija de la casa estaba también allí, y al oír las palabras «hasta altas horas de la noche», dijo muy alborozada:

-Yo también estaré levantada hasta muy tarde. Tenemos baile, y llevaré los grandes lazos colorados.

¡Cómo brillaba su carita! Daba gusto mirarla. Ninguna vela de cera es capaz de brillar como dos ojos infantiles.

«¡Qué emocionante!», pensó la vela de sebo-. Nunca lo olvidaré; seguramente no volveré a ver una cosa parecida.

La metieron en la cesta, debajo de la tapa, y el niño se marchó con ella.

«¿Adónde me llevarán? -pensaba la vela-. A casa de gente pobre, donde no me darán tal vez ni una mala palmatoria de latón, mientras la bujía de cera está en un candelabro de plata y ve a personas distinguidísimas. ¡Qué espléndido debe ser eso de lucir para la gente distinguida! Estaba de Dios que yo había de ser de sebo y no de cera».

Y la vela llegó a una casa pobre, la de una viuda con tres hijos que se apretujaban en una habitación reducida y de bajo techo, frente a la morada de los ricos señores.

-¡Bendiga Dios a la buena señora por lo que nos ha dado! -dijo la madre-. ¡Qué vela más estupenda! Durará hasta muy avanzada la noche.

Y la encendieron.

-¡Qué asco! -dijo-. Me han encendido con una cerilla apestosa. No le ocurrirá esto a la vela de cera de la casa de enfrente.

También en ella encendieron las luces, y su brillo irradió a la calle. Se oía el ruido de los coches que conducían a los invitados, y sonaba la música.

«Ahora empiezan allí -pensó la vela de sebo, y le vino a la memoria la radiante carita de la rica muchacha, más radiante que todas las velas de cera juntas-. Aquel espectáculo no lo veré nunca más». En esto llegó a la humilde vivienda el menor de los hijos, una chiquilla. Pasando los brazos alrededor del cuello de su hermano y hermana, les comunicó algo muy importante, algo que tenía que decirse al oído:

-Esta noche, ¡fijaos!, esta noche vamos a comer patatas fritas.

Y su rostro brilló de felicidad. La vela, que le daba de frente, vio reflejarse una alegría, una dicha tan grande como la que viera en la casa rica, donde la niña había dicho:

-Esta noche tenemos baile, y llevaré los grandes lazos colorados.

«¿Tan importante es eso de comer patatas fritas? -pensó la vela de sebo-. La alegría de estos niños es tan grande como la de aquella chiquilla». Y estornudó; quiero decir que chisporroteó; más no puede hacer una vela de sebo.

Pusieron la mesa y se comieron las patatas. ¡Qué ricas estaban! Fue un verdadero banquete; y además les tocó una manzana a cada uno. El niño más pequeño recitó aquel verso:

Dios bondadoso sea alabado,

que otra vez hoy nos ha saciado.

Amén.

-¿Lo he recitado bien, madre? -dijo el pequeño.

-No tienes que pensar en ti mismo -le reprendió la madre sino sólo en Dios Nuestro Señor, que te ha dado una cena tan buena.

Los niños se acostaron, su madre les dio un beso, y enseguida se quedaron dormidos, mientras la mujer estuvo cosiendo hasta altas horas de la noche, para ganar el sustento de sus hijos y el propio. Fuera, desde la casa rica, llegaba la luz y la música. Las estrellas centelleaban sobre todas las moradas, las de los ricos y las de los pobres, con igual belleza e intensidad.

«A fin de cuentas ha sido una hermosa velada -pensó la vela de sebo-. ¿Lo habrán pasado mejor las de cera en sus candelabros de plata? Me gustaría saberlo antes de acabar de consumirme».

Y pensó en las dos niñas, que habían sido igualmente felices: una, iluminada por la luz de cera, y otra, por la de sebo.

Y ésta es toda la historia.

(Hans Christian Andersen)

miércoles, 11 de febrero de 2009

La Aguja de Zurcir

Érase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creía ser una aguja de coser.

-Fíjense en lo que hacen y manéjenme con cuidado -decía a los dedos que la manejaban-. No me dejen caer, que si voy al suelo, las pasarán negras para encontrarme. ¡Soy tan fina!

-¡Vamos, vamos, que no hay para tanto! -dijeron los dedos sujetándola por el cuerpo.

-Miren, aquí llego yo con mi séquito -prosiguió la aguja, arrastrando tras sí una larga hebra, pero sin nudo.

Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la cocinera; el cuero de la parte superior había reventado y se disponían a coserlo.

-¡Qué trabajo más ordinario! -exclamó la aguja-. No es para mí. ¡Me rompo, me rompo!

Y se rompió

-¿No os lo dije? -suspiró la víctima-. ¡Soy demasiado fina!

-Ya no sirve para nada -pensaron los dedos; pero hubieron de seguir sujetándola, mientras la cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego era clavada en la pechera de la blusa.

-¡Toma! ¡Ahora soy un prendedor! -dijo la vanidosa-. Bien sabía yo que con el tiempo haría carrera. Cuando una vale, un día u otro se lo reconocen.

Y se río para sus adentros, pues por fuera es muy difícil ver cuándo se ríe una aguja de zurcir. Y se quedó allí tan orgullosa cómo si fuese en coche, y paseaba la mirada a su alrededor.

-¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle, con el debido respeto, si acaso es usted de oro? -inquirió el alfiler, vecino suyo-. Tiene usted un porte majestuoso, y cabeza propia, aunque pequeña. Debe procurar crecer, pues no siempre se pueden poner gotas de lacre en el cabo.

Al oír esto, la aguja se irguió con tanto orgullo, que se soltó de la tela y cayó en el vertedero, en el que la cocinera estaba lavando.

-Ahora me voy de viaje -dijo la aguja-. ¡Con tal que no me pierda!

Pero es el caso que se perdió.

«Este mundo no está hecho para mí -pensó, ya en el arroyo de la calle-. Soy demasiado fina. Pero tengo conciencia de mi valer, y esto siempre es una pequeña satisfacción». Y mantuvo su actitud, sin perder el buen humor.

Por encima de ella pasaban flotando toda clase de objetos: virutas, pajas y pedazos de periódico. «¡Cómo navegan! -decía la aguja-. ¡Poco se imaginan lo que hay en el fondo! Yo estoy en el fondo y aquí sigo clavada. ¡Toma!, ahora pasa una viruta que no piensa en nada del mundo como no sea en una "viruta", o sea, en ella misma; y ahora viene una paja: ¡qué manera de revolcarse y de girar! No pienses tanto en ti, que darás contra una piedra. ¡Y ahora un trozo de periódico! Nadie se acuerda de lo que pone, y, no obstante, ¡cómo se ahueca! Yo, en cambio, me estoy aquí paciente y quieta; sé lo que soy y seguiré siéndolo...».

Un día fue a parar a su lado un objeto que brillaba tanto, que la aguja pensó que tal vez sería un diamante; pero en realidad era un casco de botella. Y como brillaba, la aguja se dirigió a él, presentándose como alfiler de pecho.

-¿Usted debe ser un diamante, verdad?

-Bueno... sí, algo por el estilo.

Y los dos quedaron convencidos de que eran joyas excepcionales, y se enzarzaron en una conversación acerca de lo presuntuosa que es la gente.

-¿Sabes? yo viví en el estuche de una señorita -dijo la aguja de zurcir-; era cocinera; tenía cinco dedos en cada mano, pero nunca he visto nada tan engreído como aquellos cinco dedos; y, sin embargo, toda su misión consistía en sostenerme, sacarme del estuche y volverme a meter en él.

-¿Brillaban acaso? -preguntó el casco de botella.

-¿Brillar? -exclamó la aguja-. No; pero a orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del otro, a pesar de que ninguno era de la misma longitud. El de más afuera, se llamaba «Pulgar», era corto y gordo, estaba separado de la mano, y como sólo tenía una articulación en el dorso, sólo podía hacer una inclinación; pero afirmaba que si a un hombre se lo cortaban, quedaba inútil para el servicio militar. Luego venía el «Lameollas», que se metía en lo dulce y en lo amargo, señalaba el sol y la luna y era el que apretaba la pluma cuando escribían. El «Larguirucho» se miraba a los demás desde lo alto; el «Borde dorado» se paseaba con un aro de oro alrededor del cuerpo, y el menudo «Meñique» no hacía nada, de lo cual estaba muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse. Por eso fui yo a dar en el vertedero.

-Ahora estamos aquí, brillando -dijo el casco de botella. En el mismo momento llegó más agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco.

-¡Vamos! A éste lo han despachado -dijo la aguja-. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero esto es mi orgullo, y vale la pena.

Y permaneció altiva, sumida en sus pensamientos.

-De tan fina que soy, casi creería que nací de un rayo de sol. Tengo la impresión de que el sol me busca siempre debajo del agua. Soy tan sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me hubiese roto el ojo, creo que lloraría; pero no, no es distinguido llorar.

Un día se presentaron varios pilluelos y se pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el estilo. Era una ocupación muy sucia, pero ellos se divertían de lo lindo.

-¡Ay! -exclamó uno; se había pinchado con la aguja de zurcir-. ¡Esta marrana!

-¡Yo no soy ninguna marrana, sino una señorita! -protestó la aguja; pero nadie la oyó. El lacre se había desprendido, y el metal estaba ennegrecido; pero el negro hace más esbelto, por lo que la aguja se creyó aún más fina que antes.

-¡Ahí viene flotando una cáscara de huevo! -gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la aguja.

-Negra sobre fondo blanco -observó ésta-. ¡Qué bien me sienta! Soy bien visible. ¡Con tal que no me maree, ni vomite!

Pero no se mareó ni vomitó.

-Es una gran cosa contra el mareo tener estómago de acero. En esto sí que estoy por encima del vulgo. Me siento como si nada. Cuánto más fina es una, más resiste.

-¡Crac! -exclamó la cáscara, al sentirse aplastada por la rueda de un carro.

-¡Uf, cómo pesa! -añadió la aguja-. Ahora sí que me mareo. ¡Me rompo, me rompo!

Pero no se rompió, pese a haber sido atropellada por un carro. Quedó en el suelo, y, lo que es por mí, puede seguir allí muchos años.

(Hans Christian Andersen)

El Sapo


Este era un sapo que quería subir una escalera, y tardó siete años. Y cuando ya iba al último tranco, se cayó de golpazo y dijo:
- ¡Caramba! ¡Lo que son las prisas!

Y por eso, cuando una persona tarda mucho tiempo para hacer una cosa y luego le sale mal, dice la gente:

"Te ha pasado lo del sapo. Después de los siete años las prisas."

(Cuento porpular español. Fuente: Cuéntame un cuento)

lunes, 9 de febrero de 2009

El Carpintero del Corazón de Oro

Érase una vez un pueblo muy, muy lejano, en el que vivía un carpintero muy especial:

Jonás era el carpintero del barrio y aunque tenía su pequeño taller varias calles más abajo, todo el vecindario sabía que podía acudir a él, ya que tenía un corazón de oro y ayudaba a la gente sin pedir nada a cambio, salvo una sonrisa de agradecimiento.

-La puerta ha quedado perfecta-, indicó Jonás mientras comprobaba las bisagras por última vez. A continuación recogió su caja de herramientas y se despidió de sus vecinos sin querer cobrarles nada por el trabajo, ya que sabía que aquella gente era muy pobre y no tenían apenas dinero.

Ya en la calle se encontró con Alonso, su buen amigo el zapatero, con el que se detuvo a charlar animadamente hasta que el reloj de la torre de la iglesia le indicó que era hora de volver a casa. A su regreso a la carpintería Jonás dejó la caja de herramientas encima de la mesa y se quitó el mandil para dejarlo colgado de una percha de la pared, pero en ese momento algo llamó poderosamente su atención: allí, encima de la mesa, justo al lado de la caja de herramientas, había una bonita y reluciente moneda de oro.

-¿Quién habrá olvidado aquí esta moneda?-, pensó mientras se rascaba la cabeza con la mano derecha. -Seguramente se la habrá dejado olvidada alguno de mis clientes- concluyó mientras cerraba la puerta del taller para dirigirse a casa. Jonás pasó toda la noche pensando quién podría ser el dueño de aquella moneda y solo se le ocurrió que ya que no podía saber a quién pertenecía, lo mejor sería entregársela a Juana, una señora del barrio, muy pobre y con muchos hijos; de modo que al día siguiente, de camino a la carpintería, entregó la moneda a la mujer que se puso muy contenta.

Ya en el taller sus tareas le mantuvieron ocupado hasta la hora de comer y fue en aquel momento, al dejar el martillo encima de la mesa, cuando observó un resplandor dorado similar al del día anterior, solo que en esta ocasión no se trataba de una si no de dos enormes y relucientes monedas de oro. Jonás abrió unos ojos como platos ya que en esta ocasión no podía tratarse de otro descuido de manera que, aún sorprendido, optó por guardarse las dos monedas en el bolsillo del pantalón.

Aquella tarde recibió la visita de otro vecino. El hombre acudía a pagar al carpintero por haberle arreglado el tejado de su casa, pero con lágrimas en los ojos le dijo que le era imposible pagar, pues no tenía trabajo ni dinero. Jonás le escuchó atentamente y le contestó sonriendo: -no debes preocuparte; no hace falta que me pagues nada-. El hombre agradecido le abrazó y Jonás salió a despedirle hasta la calle de forma que cuando entró de nuevo en el taller encontró otras dos monedas de oro brillando encima de la mesa. El carpintero, incrédulo, se frotó los ojos al descubrir este nuevo tesoro y apresuradamente las recogió y se las guardó en el bolsillo junto a las otras.

Durante toda la noche y el día siguiente el buen carpintero estuvo buscando una explicación a lo sucedido y llegó a una conclusión: cada vez que ayudaba a alguien, recibía una recompensa en forma de monedas de oro.

Para tratar de comprobar su teoría recogió la caja de herramientas y acudió a la casa de un vecino al que tenía que arreglarle una ventana. Una vez en su casa le arregló el marco de la ventana y no solo no le cobró sino que además le ajustó una bisagra de la puerta que chirriaba. Después de recibir el agradecimiento del buen hombre, Jonás corrió hacia su taller apresuradamente, abrió la puerta y....¡¡efectivamente!!, encima de la mesa aparecían cuatro monedas de puro oro.

Jonás cerró la puerta tras de sí y la atrancó con un cerrojo; recogió las monedas y las guardó juntó con las demás.

Así fueron pasando los días y Jonás fue amasando una fortuna, aunque también y sin darse cuenta, su codicia también iba en aumento.

Hasta que un buen día el carpintero entregó una limosna a un ciego a la puerta de la iglesia y corrió al taller esperando su recompensa. Cual fue su sorpresa cuando en lugar de una pieza de oro lo que había encima de la mesa era una vulgar moneda de hierro. Confundido, el carpintero salió de nuevo a la calle y a la primera persona que se encontró le entregó una cantidad de dinero aún mayor que la del ciego; a continuación entró corriendo al taller y buscó y rebuscó sus monedas de oro: Revisó el banco de trabajo, arrojó al suelo toda la herramienta e incluso se arrodilló delante de la mesa para buscarlas por el suelo; pero lo único que halló fueron dos miserables monedas de hierro.

Enfurecido y aterrado optó por llevar su tesoro al Banco de la ciudad para ponerlo a salvo, así que recogió su cofre de monedas y salió. En el camino se encontró con su amigo el zapatero que le saludó cortésmente pero Jonás, mas preocupado por su dinero que por sus amigos, no tuvo tiempo de responder al saludo.

Todos los días acudía el carpintero al banco a contar sus monedas. Se había convertido en una persona desconfiada, malhumorada y con un corazón de hierro. Pero una mañana, al abrir el cofre, descubrió que sus amadas monedas doradas se habían convertido en vulgares monedas de hierro. Furioso por el engaño pidió explicaciones pero nadie en el banco se las pudo dar, de modo que Jonás tuvo que darse por vencido y echarse a llorar.

Ya de camino a casa, desolado y cargando con su cofre lleno de monedas sin valor, cruzó por delante de una pequeña herrería. Al verle pasar, un viejo herrero salió a su encuentro para pedirle una limosna. Jonás le miró de arriba a abajo y después de pensárselo unos segundos, sonriendo, le entregó el cofre. El viejo lo abrió y su cara se llenó de una gran alegría, ya que con aquellos trozos de hierro sin valor, podría forjar decenas de herraduras con las que poder dar de comer a su familia.

El carpintero le siguió con la mirada mientras el viejo se alejaba feliz con el cofre y, mas reconfortado, continuó su camino. Al llegar a la carpintería se puso el mandil para comenzar a trabajar y entonces observó que encima de la mesa había una reluciente moneda de oro.

De esta manera Jonás aprendió que la verdadera recompensa está en ayudar y no en esperar nada a cambio.

(Luis Ángel Vicente Carnicero)

El Árbol del Perdón


Ni siquiera se despidió de los suyos el día que decidió marchar de casa. Atrás quedó su familia y todos los recuerdos que habían constituido su vida hasta aquel entonces. Quería ser libre y descubrir nuevas experiencias.

Casi un año después se dio cuenta de que había malgastado el dinero y la salud. Caminaba perdido por las calles solitarias de una fría ciudad, y no hacía otra cosa que pensar en los suyos.

De tanto en tanto le rondaba la idea de volver a casa, pero la desechaba. Unas veces por temor a ser mal recibido, otras porque no se sentía con fuerzas para llevar una vida ordenada.

Sin embargo, venció los temores y un buen día se atrevió a escribir a los suyos. En la carta les pedía perdón y les decía que, aunque no se atrevía a pedirlo, estaba deseando volver al hogar con todas sus fuerzas.

Terminaba la carta diciéndoles que si ellos –padres y hermanos- estaban dispuestos a acogerle, que pusieran un pañuelo blanco colgado del árbol que había junto a la casa, al lado de la vía del ferrocarril. Si él veía el pañuelo, bajaría en la estación; de lo contrario, aceptaría la decisión de la familia y continuaría viaje…

Durante el viaje estuvo imaginando una y otra vez el árbol, unas veces lo veía con un pequeño pañuelo blanco, quizás atado en la rama que más cercana estaba de la vía del tren… otras, también imaginaba el árbol sin ningún pañuelo, solitario y desnudo.

Cuando el tren pasó velozmente frente a su casa, contempló el viejo árbol… y no pudo reprimir un gesto de gozo intenso: No sólo había un pañuelo atado a una rama. Todo el árbol estaba repleto de pañuelos, unos grandes y otros pequeños, unos blancos y otros de colores… como si hubiera florecido un perdón amplio y blanco como la paz.

(De la web: Cuéntame un cuento)

La Muerte del Pesimismo

Había una vez un viejo, tan viejo que no recordaba ni siquiera que había sido joven. Y quizás no lo había sido jamás.

En todo el tiempo que llevaba de vida, todavía no había aprendido a vivir. Transcurría sus días ociosos en el umbral de su cabaña, mirando con ojos indiferentes al cielo.

A veces alguno se detenía a hacerle preguntas. Tan lleno de años como estaba, la gente lo creía muy sabio y buscaba sacar algún consejo de su secular experiencia.

— ¿Qué debemos hacer para conquistar la alegría? –le preguntaron los jóvenes.

— La alegría es una invención de los tontos –respondía él.

Pasaban hombres de alma noble, apóstoles deseosos de hacerse útiles:

— ¿De qué manera podemos sacrificarnos, para ayudar a nuestros hermanos? –le preguntaban.

— Quien se sacrifica por la humanidad es un loco –respondía el viejo con una risa sarcástica.

— ¿Cómo podemos encaminar a nuestros hijos por el camino del bien? –preguntaban los padres y las madres.

— Los hijos son serpientes. De ellos no se puede esperar más que mordidas venenosas.

Las malvadas convicciones de aquel que no sabía ni vivir ni morir, poco a poco se difundían en el mundo. El amor, la bondad, la poesía, embestidos por el ventarrón del pesimismo se empañaban y hacían áridos.

Finalmente Dios se dio cuenta de la destrucción que el pesimismo obraba en el mundo, y decide darle solución.

— Pobre, -pensó Dios-, apuesto a que nadie jamás le ha querido. Llamó a un niño y le dijo:

— Anda a dar un beso a aquel pobre viejo.

Enseguida el niño obedeció: puso los brazos alrededor del cuelo del viejo y le estampó un beso en su arrugada cara. El viejo quedó muy admirado, él que no se admiraba de nada. En efecto, nadie jamás le había dado un beso. Y así el pesimismo abrió los ojos a la vida, y murió sonriendo al niño que lo había besado.

(Leyenda árabe)

sábado, 7 de febrero de 2009

Encuentro en el tren



— Iba yo solo en el departamento del tren. Luego subió una chica –contaba un joven indio ciego-. El hombre y la mujer que habían venido a despedirla debían ser sus padres. Le hicieron muchas recomendaciones. Como yo ya estaba ciego, no podía saber qué aspecto tenía la chica.

— ¿Va a Dehra Dun?- Me preguntaba si sería capaz de impedir que descubriese que yo no veía.

— Voy a Saharanpur –dijo la chica-. Allí saldrá a buscarme mi tía. Y usted ¿a dónde va?

— A Dehra Dun, y luego a Mussoorie –respondí.

— ¡Qué suerte tiene! Me gustaría tanto ir a Mussoori. Me encanta la montaña. Especialmente en octubre.

— Sí, es la estación mejor –dije, recurriendo a mis recuerdos de cuando no había perdido la vista-. Las colinas están sembradas de dalias silvestres, el sol es delicioso y, por la noche se puede pasar un buen rato sentados frente al fuego.

Ella guardaba silencio y me pregunté si mis palabras la habrían impresionado o si me consideraba un romántico sentimental. Luego cometí un error.

— ¿Qué tal tiempo hace fuera? –le pregunté.

Pero ella no pareció encontrar nada extraño en mi pregunta. ¿Se habría dado cuenta ya de que era ciego? Pero las palabras que dijo luego me quitaron cualquier duda.

— ¿Por qué no se asoma a la ventanilla? –me preguntó con absoluta naturalidad.

Me deslicé sobre el asiento y busqué con el tacto la ventanilla. Con los ojos de la fantasía, veía pasar rápidamente los postes del telégrafo.

— ¿Se ha dado cuenta –me atreví a decir- cómo parece que los árboles se mueven mientras nosotros estamos quietos?

— Siempre es así –respondió ella.

Me volví hacia la chica y durante un rato seguimos sentados en silencio.

— Tiene usted un rostro atractivo –dije luego.

Ella se rió con ganas, una carcajada clara y sonora.

— Me agrada oírselo decir –dijo-. Estoy harta de los que me dicen que tengo una carita linda.

Esto quiere decir que tiene de verdad un rostro hermoso, pensé, y ya en voz alta proseguí:

— Bueno, un rostro atractivo puede ser también muy bello.

— Usted es muy galante –dijo- pero ¿por qué está tan serio?

— Está a punto de llegar –dije en tono más bien brusco.

— Gracias a Dios. No soporto los viajes largos en tren.

El tren llegó a la estación. Una voz llamó a la muchacha que se fue, dejando tras de sí sólo su perfume. Un hombre entró en el departamento farfullando cuatro palabras. El tren partió de nuevo. Una vez más podía repetir mi juego con otro compañero de viaje.

— Siento no ser un compañero atractivo como la que acaba de salir –me dijo él.

— Era una chica interesante –dije yo-. Podría decirme… ¿tenía el pelo largo o corto?

— No me he fijado –respondió en tono dubitativo. Son sus ojos los que me han quedado clavados, no su pelo. ¡Tenía unos ojos tan hermosos! Lástima que no le sirviesen para nada… estaba completamente ciega. ¿No lo había notado?

¡Dos ciegos que fingen ver! ¡Cuántos encuentros humanos son así! Por miedo a poner al descubierto lo que uno es. Y así se pierden las citas decisivas de la vida.

(De la web: Cuéntame un cuento)

La elección del pintor


El famoso Leonardo Da Vinci se había comprometido a pintar el fresco del frontal del refectorio del convento de Santa María de las Gracias en Milán. Un gran mural que representaría la Última Cena de Jesús con sus apóstoles.

Quería hacer de aquel fresco una obra maestra y por ello trabajaba con calma y atención. A pesar de la impaciencia de los frailes del convento, el cuadro avanzaba muy lentamente.

Para el rostro de Jesús, Leonardo había buscado durante meses un modelo que reuniera todos los requisitos necesarios: un rostro que expresara fuerza y dulzura a la vez, espiritualidad y una intensidad luminosa…

Por fin dio con él y prestó a Jesús el rostro de Agnello, un joven abierto, limpio y hermoso, que había encontrado por la calle.

Un año más tarde, Leonardo empezó a dar vueltas por los barrios de mala fama de Milán y por las tabernas y tugurios más corrompidos de la ciudad. Necesitaba un modelo para el rostro de Judas, el apóstol traidor.

Buscaba un rostro que expresase inquietud y desengaño, la caradura de un hombre dispuesto a entregar al mejor de los amigos.

Después de noches y noches entre bribones y truhanes de todo tipo, Leonardo encontró al hombre que necesitaba para plasmar su Judas.
Lo llevó al convento y se dispuso a copiar su retrato. En aquel momento vio en los ojos de aquel hombre el fulgor de una lágrima.
¿Por qué?-, le dijo Leonardo, clavando sus ojos en aquel rostro torvo.
Yo soy Agnello –murmuró el hombre. El mismo que le sirvió de modelo hace un año para el rostro de Cristo.

(Leyenda popular italiana)

A través de una pequeña grieta


Un día el diablo tuvo hambre. Tomó consigo un saco y decidió ir por almas. Naturalmente, deseaba un bocadillo apetitoso.

Se apostó pues, entre las hojas de un árbol, frente a la ventana de un hombre santo. Y esperó.

La jornada del santo hombre transcurría, en verdad, nítida como el cristal, entre oraciones, gestos de bondad, y sentimiento elevados. Ninguna imperfección. Ninguna concesión. Tanto que el diablo lo admiró.

Y su apetito creció.

En verdad, parecía que no había nada que hacer. Pero un día mientras estaba examinando aquella alma toda blanca, notó que también ella, como todas, tenía una pequeñísima grieta: a la puesta del sol, el santo hombre se asomaba a la ventana para mirar el sol que se escondía: y experimentaba un breve momento de melancolía. Esto le bastó al diablo. Concentró todos sus esfuerzos hacia aquel momento, lo excavó, lo dilató y, cuando se hizo un hueco profundo, derramó dentro todos sus enredos más eficaces: primero la angustia, después la amargura y por fin la desesperación.

De manera que no tuvo más que alargar la mano para hacer una gran comida.

(Dino Semplici)

Una Sonrisa al Amanecer


He aquí un testimonio impresionante de Raúl Follereau.

Se encontraba en una leprosería en una isla del Pacífico. Todo era como una horrible pesadilla: cadáveres ambulantes, rabia, desesperación, llagas y mutilaciones horribles.

Sin embargo, en medio de semejante tragedia, un anciano enfermo conservaba los ojos sonrientes y extrañamente luminosos. Tenía el cuerpo cubierto de llagas, como sus compañeros de infortunio, pero se mostraba apegado a la vida, con ilusión y esperanza y trataba con dulzura a los demás.

Curioso ante aquel milagro de vida en el infierno de la leprosería, Follereau intentó buscarle una explicación:

¿Qué es lo que podía dar tanta fuerza y ganas de vivir a aquel anciano minado por la enfermedad?

Lo espió sin hacerse notar. Descubrió que todos los días, al amanecer, el pobre enfermo se arrastraba hasta la verja que rodeaba la leprosería y se colocaba siempre en el mismo sitio. Se sentaba y se quedaba esperando. No aguardaba la salida del sol, ni el hermoso espectáculo del amanecer sobre el Pacífico.

No. Esperaba hasta que, al otro lado de la verja, aparecía una señora, anciana también, con el rostro cubierto de finísimas arrugas y los ojos llenos de dulzura. La mujer no hablaba. La mujer no decía una palabra. Le dirigía sólo un mensaje silencioso y discreto: una sonrisa.

ero el rostro del hombre se iluminaba y le respondía con otra sonrisa. El diálogo sin palabras –coloquio mudo- duraba sólo unos instantes; luego el viejo se incorporaba y regresaba alegre al pabellón de los enfermos.

Así un día y otro día, todas las mañanas. Una especie de comunión diaria. El leproso, alimentado y fortalecido con aquella sonrisa, podía soportar otra jornada de dolor solitarios y aguantar hasta la nueva cita con el rostro sonriente de aquella mujer.

Ante la pregunta de Follereau, el leproso le contestó:

— Es mi mujer –y tras un instante de silencio prosiguió-. Antes de que yo ingresara aquí, ella me curaba en secreto, con todos los remedios que encontraba. Un curandero le había dado una pomada. Ella todos los días me recubría toda la cara, excepto un pequeño espacio, lo suficiente como para colocar sus labios y darme un beso… Pero todo fue inútil. Luego me cogieron y me trajeron aquí. Ella me siguió. Y no la dejaron entrar. Por eso, cuando cada día vuelvo a verla, ella sola me hace sentirme vivo; sólo para ella me gusta seguir viviendo.

(De la web: Cuéntame un cuento)

Un Saltamontes en la Sopa


Era un grupo de monjes que vivían en cuevas en el desierto.

Un día, un joven monje fue a consultar a un anciano.

— Padre –le dijo-, tú sabes que hace poco más de un año que vivo aquí en el desierto. Durante este tiempo ya son seis o siete veces que ha venido una plaga de langostas. Tú sabes bien la lata que dan. Se meten por todas partes, incluso en la comida. ¿Tú qué haces en este caso?

El anciano, que llevaba ya cuarenta años viviendo en el desierto, le contestó:

— Al principio, cuando me caía un solo saltamontes en la sopa, tiraba todo el plato. Luego, quitaba los saltamontes y comía la sopa. Después, lo comía todo. Ahora, si algún saltamontes trata de escapar de la sopa, lo vuelvo a meter.

(De la web: Cuéntame un cuento)

El descubrimiento del poeta

Un joven poeta, , según la antigua tradición, vivía solo, en una remota torre de marfil que tenía una sola ventana, siempre cerrada y oscurecida por los postigos carcomidos.

Como todos los poetas ya fuera de moda, estaba un poco triste.
Todos los días se hacía preguntas sin respuesta sobre el mundo, la vida, el hombre, el alma, Dios…, hasta que, para huir de disparatadas elucubraciones, decidía refugiarse en el mundo irreal y maravilloso de la fantasía.

Imaginaba espectáculos extraordinarios de belleza o de crueldad, se entusiasmaba soñando empresas audaces y hasta ahora no realizadas, en representar las más perfectas y armoniosas formas que jamás arte humano o divino haya podido crear…

Pero, antes o después, también este mundo fantástico le aburría, su imaginación se agotaba, y se sentía aún más triste y dispuesto sólo a escribir los versos más tétricos.

Una tarde, precisamente mientras se disponía a derramar copiosas lágrimas de tinta, notó, sobre la inmaculada página intacta, un punto negro. Lo observó de cerca, pero éste… ¡se movía!

Lo siguió hasta el margen de la hoja, intentó agarrarlo… pero se le escapó de los dedos, desplegando dos alas transparentes que lo elevaron hacia la ventana, cerrada por oscuras persianas.

Llevado por la curiosidad, el poeta abrió de par en par los postigos cerrados desde siempre, casi respondiendo a la tácita petición del ser desconocido.

Siguió el vuelo con los ojos hasta que desapareció: pero su mirada fascinada no logró más apartarse de las imágenes que se le aparecieron, milagrosamente, en el momento en el cual su ventana, por primera vez, se había abierto al mundo.

(Rosella Vacchino)

La Corona de Lata


Había un pobre sin morada fija. No poseía nada, ni casa, ni huerto, ni siquiera un asno.

Sobrevivía mendigando y recogiendo frutos salvajes; vestía un sobretodo descosido y escondía su cabeza pelada en un sombrero verdoso.

Pero no era infeliz. Se contentaba con vivir, contemplar el cielo, beber en la fuente. No deseaba nada. Y cuando no se desea nada se termina siendo casi feliz.

Un día, dando vueltas por las calles de una ciudad vio en la cabeza de un chaval pobre una vieja corona de lata adornada con cascabeles.

A cada movimiento del chaval las campanillas resonaban: dindán, dindán. ¡Qué maravilla!

El mendigo, aunque sabio hasta aquel día, quedó con la boca abierta. ¡Qué hermosura, poder arrojar el sombrero verdoso y ponerse en la cabeza aquella especie de anillo brillante que resonaba sin descanso!
Había nacido en su corazón inocente el primer deseo. El primero de una serie ilimitada. Había terminado la paz.

Desde aquel día el mendigo dejó de explayarse mirando las nubes, de zambullirse en el riachuelo, de coger moras y madroños. Soñaba con la corona de latón como jamás ningún príncipe ambicioso había soñado el emblema del poder imperial. Se volvió triste, hasta huraño.

Entonces pensó ofrecerle sus servicios al chaval de la corona de lata. ¡Qué brillante era, cómo sonaba alegre! Ya podía ser feliz el pobre mendigo.

Pero no lo era. Cada vez que resonaba un cascabel, un nuevo deseo se le encendía en el corazón. Deseaba todas las cosas más absurdas, todas las dulces, vanas e irresistibles bagatelas del mundo.

Entonces comprendió que su corona de lata no era más que un capricho, incapaz de darle otra cosa que no fuera intranquilidad y desorden.

Y con un profundo suspiro devolvió al chaval su corona de lata. Y volvió a sentirse libre y casi feliz.

(Cuento popular español)

La Estatua


Una fría noche de invierno, un asceta errante pidió asilo en un templo. El pobre hombre estaba tiritando bajo la nieve, y el sacerdote del templo, aunque era reacio a dejarle entrar, acabó accediendo:

“Está bien, puedes quedarte, pero sólo por esta noche. Esto es un templo. No un asilo. Por la mañana tendrás que marcharte”.

A altas horas de la noche, el sacerdote oyó un extraño crepitar. Acudió raudo al templo y vio una escena increíble: el forastero había encendido un fuego y estaba calentándose. Observó que faltaba un Buda de madera, y preguntó: “¿Dónde está la estatua?”

El otro señaló al fuego con un gesto y dijo: “Pensé que iba a morirme de frío…”

El sacerdote gritó: “¿Estás loco? ¿Sabes lo que has hecho? Era una estatua de Buda. ¡Has quemado al Buda!”

El fuego iba extinguiéndose poco a poco. El asceta lo contempló fríamente y comenzó a removerlo con su bastón.

“¿Qué estás haciendo ahora?”, vociferó el sacerdote.

“Estoy buscando los huesos del Buda que, según tú, he quemado”.

Más tarde, el sacerdote le refirió el hecho a un maestro zen, el cual le dijo: “Seguramente eres un mal sacerdote, porque has dado más valor a un Buda muerto que a un hombre vivo”.

(Cuento zen)

El rey, el eremita y el cirujano


En la antigüedad, un rey de Tartaria pescaba acompañado de algunos de sus nobles, cuando en el camino se cruzaron con un monje errante, quien proclamaba en voz alta:

— A aquél que me dé cien monedas, le corresponderé con un consejo que le será de gran utilidad.

El rey se detuvo y dijo:

— Buen hombre, ¿cuál es el buen consejo que me darás a cambio de cien monedas?

— Señor –respondió el eremita-, ordenad que antes me sean dados las cien monedas, e inmediatamente os aconsejare.

Hízolo el rey, esperando de él algo verdaderamente extraordinario. Pero el eremita se limitó a decirle:

— Mi consejo es: nunca comiences nada sin haber pensado cuál será el fin de lo que hagas.

Al escuchar estas palabras, no sólo los nobles, sino cuantos se hallaban presentes rieron de buena gana, diciendo que con razón el monje errante había tenido la precaución de pedir el dinero por adelantado. Pero el rey objetó:

— No sois justos al reíros del excelente consejo que este hombre de Dios acaba de darme, nadie ignora, ciertamente, el hecho de que se debe pensar antes de hacer algo, no importa lo que sea. Pero todos cometemos cada día el error de no recordarlo y las consecuencias son funestas. Aprecio en gran manera el consejo del monje.

Y, de acuerdo con estas palabras, decidió no solamente tenerlo siempre presente, sino hacerlo escribir con letras de oro en los muros de su palacio, e incluso mandarlo grabar en su plato de plata.

No mucho después, un cortesano intrigante y ambicioso concibió la idea de dar muerte al rey, y para ello sobornó al cirujano real con la promesa de nombrarle primer ministro si introducía en el brazo del rey una aguja emponzoñada que le ocasionara la muerte.

Llegó el momento en que fue necesario extraerle sangre al rey, para llevar a cabo unos análisis. Como precaución, por si algo de sangre se derramaba, hizo el rey que se colocara, debajo de su brazo, el plato de plata en el que estaba grabado el consejo del ermitaño.

El cirujano no pudo evitar leer: “Nunca comiences nada sin haber pensado cuál será el fin de lo que hagas”. Después de leer esto, el cirujano se dio cuenta de que si hacía lo que el palaciego le proponía, y éste ascendía al trono, le faltaría tiempo para mandarlo ejecutar sin nombrarlo primer ministro.

Advirtió entonces el rey que el cirujano temblaba y se mostraba perplejo. Y, como era de esperar, le preguntó cuál era la causa. Confesó inmediatamente el cirujano, y el rey salvó su vida.

El autor del complot fue apresado y el rey preguntó a los nobles y cortesanos que estuvieron presentes en el momento en que el monje sabio formuló su consejo:

— ¿Todavía os reís del consejo de aquel hombre sabio?

(Cuento popular árabe)

La Bolsa de Oro


Hace algunos años, había en China una familia con sólo la madre y sus hijos. Para mantener la familia, el hijo mayor cultivaba hortalizas y frutas, las cuáles llevaba después al mercado para venderlas por un poco de dinero.

Un día, cuando el joven regresaba del mercado, sintió ganas de ir al lavabo, por lo que se dirigió a un lavabo público. Allí, mientras hacía sus necesidades, descubrió una bolsa en un rincón, pero para su sorpresa, cuando la abrió y miró dentro encontró en su interior cincuenta piezas de oro.

Al instante pensó que la persona que hubiese perdido la bolsa debía estar muy preocupada y creyó que tal vez las necesitase para pagar algunas urgentes necesidades.

Inmediatamente tomó la decisión de esperar algunas horas por si esa persona volvía a buscar la citada bolsa. Esperó hasta que el sol se puso, y entonces vio a un mercader corriendo hacia el lavabo mientras miraba nerviosamente por todos lados. Al verlo, el joven supuso que estaba buscando algo. Caminó hacia él y le preguntó:

— Señor, ¿ha perdido usted algo?

El mercader lo miró y respondió:

— Sí joven, he perdido una importante bolsa y no logro encontrarla.

El joven sacó la bolsa que había encontrado y le dijo:

— ¿Es ésta la bolsa que ha perdido?

El mercader al verla se alegró al mismo tiempo que excitadamente exclamaba:

— ¡Sí! –y tomó la bolsa que le ofrecía el joven.

Al instante su actitud cambió y pensó que si admitía que la bolsa era suya, debería dar al joven una justa recompensa por su honestidad. Aunque, si decía que la bolsa no era suya, entonces se la quedaría el joven por haberla encontrado.

El mercader abrió la bolsa, contó el oro, y de repente miró al joven diciendo:

— Originariamente había cien piezas de oro en esta bolsa, ¿por qué ahora sólo hay cincuenta? –y luego le pidió las cincuenta piezas que supuestamente faltaban.

Naturalmente, el joven era incapaz de hacerlo. Tras una pequeña discusión, decidieron ir al juzgado y presentarse ambos ante el juez. Después de oír las dos historias, el juez comprendió que el mercader estaba intentando sacar beneficio de la honestidad del joven. El juez entendió que si el joven hubiese querido quedarse con el oro, no hubiese estado junto a los lavabos tanto tiempo esperando hasta que apareciese el propietario y reclamase su bolsa. Y así tras pensar en ello, decidió dar una lección al mercader.

— Bien –dijo el Juez, mirando al mercader –tú dijiste que había cien piezas de oro en la bolsa.

— Sí, su Señoría –contestó el mercader.

Luego el Juez miró al joven y dijo:

— Tú dijiste que cuando encontraste la bolsa, tan sólo había cincuenta piezas en ella.

— Es verdad Señoría –respondió el joven.

El Juez entonces dijo al mercader:

— Como en tu bolsa había cien piezas de oro, y en la bolsa que encontró el joven sólo hay cincuenta, creo que esta no es la bolsa que tú perdiste, por lo que la bolsa debe pertenecer a otro. Así que esperaremos dos días por si alguien viene a reclamarla. De no ser así, querrá decir que la bolsa se la puede quedar el joven.

El mercader estaban tan sorprendido, que no pudo responder nada. Naturalmente nadie fue a reclamar la citada bolsa, y ésta con sus cincuenta piezas de oro fue entregada al joven. El mercader había obtenido su merecido.

(Cuento popular medieval)

El Kimono

Ikyu (que significa "reposo, descnaso") un célebre monje del pasado, era hijo del emperador.
Su padre lo confió a un templo; pero todo el mundo sabía que era un príncipe.

Más tarde llegó a ser abad del templo más bello de Kyoto, e introdujo la ceremonia del té, de la que es el fundador.

Su kimono estaba deshilachado como el de un mendigo.
Un día, un hombre rico lo invitó a una ceremonia conmemorativa por sus antepasados. Ikyu se presentó en la mansión vestido como un mendigo porque vivía muy pobremente, y los criados, tomándolo por un pordiosero, lo echaron.

Entonces, Ikyu volvió al templo y por primera vez, se puso un bellísimo kimono violeta, un rakusu dorado, bonitos zapatos y un hábito de seda blanca. Vestido así se dirigió a casa del hombre rico donde le estaban esperando. Allí recitó sus oraciones.

Cuando terminó la ceremonia se dirigió al comedor y los criados pusieron manjares deliciosos ante él. Su mesa estaba cubierta de platos.

En Japón, se pone una mesa ante cada invitado; a veces hasta tres mesas en los banquetes más refinados. Entonces Ikyu dobló su kimono.

“Tendrá ganas de beber”, pensaron sus anfitriones. Pero él puso su kimono ante la mesa y no tocó los platos.

— ¿Por qué no come usted? –le preguntaron.

Ikyu respondió:

— Este banquete no me ha sido ofrecido a mí. Le ha sido ofrecido a este kimono violeta, así que él es quien debe comérselo.

(Cuento zen)

La Mosca y la Hormiga





iUna mosca y una hormiga disputaban sobre cuál de ellas era mejor.

Comenzó la mosca primero a razonar, diciendo de esta manera:

— Tú no puedes igualarte conmigo porque te llevo ventaja en todas las cosas: donde quiera que hay algún rico plato, yo lo gusto, lo mismo me pongo en la cabeza del rey, que en su mesa, y hasta beso a las damas más principales: todo esto es cosas que tú no puedes hacer.

— Tú, le respondió la hormiga, alabas tu poca vergüenza, ¿por ventura, te desean o te llaman para alguna cosa de esas que dices? A esos reyes y matronas es verdad que te llegas, pero es por tu poca vergüenza, y así eres enojosa a todos, y echada al instante que llegas. Además de eso, tú vives sólo en verano, y viniendo el frío, y la helada, te desmayas o mueres; mas yo en todos tiempos me conservo bien, y vivo segura, mientras a ti con el cazamoscas te ahuyentan y matan.

(Esopo)

El Adivino

El emperador El-Ghazna paseaba un día con el sabio Ahmad. El sabio gozaba de la reputación de ser capaz de leer el pensamiento ajeno, y el emperador había tratado de que el sabio hiciese ante él una demostración de su capacidad.

El sabio Ahmad había rehusado complacerle y el emperador había decidido recurrir a un ardid para que el sabio, sin darse cuenta, ejercitase en su presencia sus extraordinarias dotes de clarividencia.

— Ahmad –le dijo.

— ¿Qué señor?

— ¿Quién piensas que es ese hombre que está cerca de nosotros?

— Es un carpintero

— ¿Cómo se llama? –preguntó el emperador.

— Ahmad, igual que yo.

— Me pregunto si habrá comido algo recientemente.

— Sí, algo dulce.

Llamaron al hombre, el cual confirmó lo que el sabio había dicho.

— Tú –dijo el emperador- has evitado hacer una demostración de tus dones en mi presencia. ¿Te has dado cuenta de que yo te he forzado, sin que lo adviertas, a demostrar tu capacidad, y de que la gente haría de ti un santo si yo hiciera público el relato que ante mí has hecho? ¿Cómo es posible que sigas ocultando tu condición de hombre admirable y pretendas hacerte pasar por un hombre común, como otro cualquiera?

— Admito que puedo leer el pensamiento ajeno –aceptó Ahmad-, pero la gente nunca advierte cuándo lo hago. Mi dignidad y amor propio no me permiten ejercitar ese don con propósitos frívolos, y, por consiguiente, mi secreto permanece ignorado.

— Pero ¿admites que ahora mismo acabas de usar esos poderes?

— No, absolutamente, no.

— Entonces, ¿cómo has podido contestar acertadamente mis preguntas?

— Muy fácilmente, señor. Cuando tú me llamaste por mi nombre, ese hombre volvió la cabeza, lo cual me indicó que se llamaba como yo. Deduje que era carpintero, porque en este bosque sólo dirigió su mirada a los árboles aprovechables. Y sé que acaba de comer algo dulce, porque le vi espantar las abejas que trataban de posarse en sus labios. ¡Lógica, señor, no dones ocultos!

(De la web: Cuéntame un cuento)

El Espejo del Diablo


Un día descubrió Satanás un modo de divertirse. Inventó un espejo diabólico con una propiedad mágica: en él se veía feo y mezquino todo cuanto era bueno y hermoso y, en cambio, se veía grande y detallado todo lo que era feo y malo.

Satanás iba por todas partes con su terrible espejo. Y todo cuantos se miraban en él se horrorizaban: todo aparecía deforme y monstruoso.

El maligno se divertía de lo lindo con su espejo. Cuanto más repugnantes eran las cosas más le gustaban.

Un día le pareció tan delicioso el espectáculo que a sus ojos le ofrecía el espejo que se desternilló de risa. Se rió tanto, tanto que el espejo se le fue de las manos y se hizo trizas, partiéndose en millones de pedazos.

Un huracán, potente y perverso, desperdigó por todo el mundo los trozos del espejo. Algunos trozos eran más pequeños que un granito de arena y penetraron en los ojos de muchas personas. Estas personas empezaron a ver todo al revés: sólo percibían lo que era malo de manera que sólo veían maldad por todas partes.

Otras esquirlas se convirtieron en cristales para lentes. Las personas que se ponían esas gafas nunca lograban ver lo que era justo ni juzgar con rectitud.

¿No os habéis encontrado, acaso, con hombres de esa laya? Algunos trozos de espejo eran tan grandes que se usaron para las ventanas.

Los pobrecillos que miraban a través de sus ventanas sólo veían gente antipática, que empleaba su tiempo en urdir el mal.

Y así fue como apareció entre las personas el pesimismo, que es una deformación de la realidad.

(De la web: Cuéntame un cuento)

Los Dos Fósforos

Un día de la estación seca, un viajero atravesaba los bosques de California, y los alisios soplaban fuerte.

Cansado y abatido de tanto cabalgar, pensó que fumarse un cigarrillo le habría levantado el espíritu; por lo tanto, se bajó del caballo, buscó en el bolsillo la pipa. Pero por más que hurgase, sólo encontró en el bolsillo dos fósforos.

Probó el primero, que no se encendió.

“¡Buena broma!” refunfuñó el viajero.

“Me muero de las ganas de fumar, no me queda más que un sólo fósforo, y aún éste, de seguro, no se encenderá. ¿Ha habido jamás un hombre con tan mala suerte?”

“Sin embargo -continuó reflexionando- supongamos que este fósforo se encienda, y que yo fumo mi pipa, y después bote las cenizas aquí sobre la hierba: la hierba, tan seca como está, podría incendiarse; y mientras busco con qué apagar la llama frente a mí, se me podría escapar y correr detrás de mí, y pegar fuego a aquella maleza de allá abajo; antes que lo pudiese alcanzar, estaría todo en llamas; y más allá veo un pino cubierto de musgo que se incendiaría enseguida hasta la rama más alta; ¡y la llama de aquella antorcha, el viento la arrastraría a través de todo el bosque tan propicio a prender fuego! Veo este pequeño y –dijo invadido de golpe de las voces conjuntas del viento y del fuego- me veo galopar locamente para salvar mi alma, y el fuego correr tras de mí a través de las colinas; veo este bello bosque arder por días y días, y el ganado achicharrarse, y las fuentes secarse, y el campesino arruinado, y sus hijos errantes por el mundo. ¡Sí, todo el mundo depende de este fósforo!”

“¡Gracias a Dios que me he dado cuenta!”, dijo el viajero.

Metió en el bolsillo la pipa, guardó el fósforo y siguió su camino.

(Robert Stevenson)

viernes, 6 de febrero de 2009

La Serpiente y la Luciérnaga


En cierta ocasión, una serpiente empezó a perseguir a una Luciérnaga. 
Ésta huyó rápidamente de la feroz depredadora y la serpiente no desistía en su empeño. El primer día logró huir. También lo logró el segundo día. Pero el tercero, la luciérnaga se detuvo exhausta y dijo a la serpiente:

— ¿Puedo hacerte tres preguntas?



— No acostumbro a conceder entrevistas; pero, como te voy a devorar, puedes preguntar –respondió la serpiente.

— ¿Pertenezco a tu cadena alimenticia? –preguntó la luciérnaga.

— No –contestó la serpiente.

— ¿Te he ocasionado algún daño? –volvió a interrogar.

— No –repuso de nuevo la serpiente.

— Entonces, ¿por qué quieres acabar conmigo?

Y la serpiente sentenció:

— ¡Porque no soporto verte brillar…!