Un día de la estación seca, un viajero atravesaba los bosques de California, y los alisios soplaban fuerte.
Cansado y abatido de tanto cabalgar, pensó que fumarse un cigarrillo le habría levantado el espíritu; por lo tanto, se bajó del caballo, buscó en el bolsillo la pipa. Pero por más que hurgase, sólo encontró en el bolsillo dos fósforos.
Probó el primero, que no se encendió.
“¡Buena broma!” refunfuñó el viajero.
“Me muero de las ganas de fumar, no me queda más que un sólo fósforo, y aún éste, de seguro, no se encenderá. ¿Ha habido jamás un hombre con tan mala suerte?”
“Sin embargo -continuó reflexionando- supongamos que este fósforo se encienda, y que yo fumo mi pipa, y después bote las cenizas aquí sobre la hierba: la hierba, tan seca como está, podría incendiarse; y mientras busco con qué apagar la llama frente a mí, se me podría escapar y correr detrás de mí, y pegar fuego a aquella maleza de allá abajo; antes que lo pudiese alcanzar, estaría todo en llamas; y más allá veo un pino cubierto de musgo que se incendiaría enseguida hasta la rama más alta; ¡y la llama de aquella antorcha, el viento la arrastraría a través de todo el bosque tan propicio a prender fuego! Veo este pequeño y –dijo invadido de golpe de las voces conjuntas del viento y del fuego- me veo galopar locamente para salvar mi alma, y el fuego correr tras de mí a través de las colinas; veo este bello bosque arder por días y días, y el ganado achicharrarse, y las fuentes secarse, y el campesino arruinado, y sus hijos errantes por el mundo. ¡Sí, todo el mundo depende de este fósforo!”
“¡Gracias a Dios que me he dado cuenta!”, dijo el viajero.
Metió en el bolsillo la pipa, guardó el fósforo y siguió su camino.
(Robert Stevenson)
sábado, 7 de febrero de 2009
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