sábado, 15 de noviembre de 2014

El hada del lago




Hace mucho, mucho tiempo, antes de que los hombres y sus ciudades llenaran la tierra, antes incluso de que muchas cosas tuvieran un nombre, existía un lugar misterioso custodiado por el hada del lago. Justa y generosa, todos sus vasallos siempre estaban dispuestos a servirle. Y cuando unos malvados seres amenazaron el lago y sus bosques, muchos se unieron al hada cuando les pidió que la acompañaran en un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos en busca de la Piedra de Cristal, la única salvación posible para todos.
El hada advirtió de los peligros y dificultades, de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se asustó. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, el hada y sus 50 más leales vasallos comenzaron el viaje. El camino fue aún más terrible y duro que lo había anunciado el hada. Se enfrentaron a bestias terribles, caminaron día y noche y vagaron perdidos por el desierto sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era el más valiente, ni el mejor luchador, ni siquiera el más listo o divertido, pero continuó junto al hada hasta el final. Cuando ésta le preguntaba que por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo “Os dije que os acompañaría a pesar de las dificultades, y éso es lo que hago. No voy a dar media vuelta sólo porque haya sido verdad que iba a ser duro”.
Gracias a su leal Sombra pudo el hada por fin encontrar la Piedra de Cristal, pero el monstruoso Guardián de la piedra no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un último gesto de lealtad, se ofreció a cambio de la piedra quedándose al servicio del Guardián por el resto de sus días…
La poderosa magia de la Piedra de Cristal permitió al hada regresar al lago y expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues de aquel firme y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, queriendo mostrar a todos el valor de la lealtad y el compromiso, regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.

La luz azul



Cierta vez, un soldado que había sido licenciado por sus muchas heridas en la guerra, iba recorriendo el país en busca de trabajo. Una noche, cansado de caminas, llegó a la puerta de una cabaña.
-¡No llames a esa puerta! -le advirtieron unos pajaritos-. En esa casa vive una bruja.
-Si quieres descansar en mi casa -dijo la bruja que salió a abrirle-, tendrás que trabajar en mi huerto hasta que yo te diga basta.
El soldado, que estaba muerto de hambre y muy cansado, se puso a trabajar. Cuando ya no podía más, la bruja le dijo:
-Te daré cobijo por esta noche, pero mañana tendrás que bajar al pozo a buscar un poco de la luz azul que flota sobre el agua.
A la mañana siguiente, el soldado bajó al fondo del pozo y encontró la luz azul.
-¡Bien, bien! -se alegró la bruja-. Eres un soldado muy listo y valiente.
Cuando el soldado llegó arriba, la mujer le dijo:
-Ya puedes entregarme la luz azul, soldado.
-¡No! -respondió el soldado, al ver que la bruja lo miraba con ojos llenos de malicia-. No te entregaré la luz hasta que mis pies toquen tierra firme.
Razón tenía el soldado en desconfiar. La bruja furiosa al ver que no había podido engañarle, soltó la cuerda y el pobre joven fue a parar al fondo del pozo.
-¡Nunca más podrás salir de aquí! -gritó la bruja-. Te has pasado de listo, amiguito.
El soldado, resignado con su suerte, sacó su pipa y la encendió en la llama azul que flotaba sobre las aguas del pozo. Pero, al instante, el humo de la pipa se convirtió en un duendecillo.
-¿Qué deseas de mí? -preguntó el duendecillo al asombrado soldado-. Estoy a tus órdenes.
-Quiero que me ayudes a salir de este pozo -respondió el joven.
El duendecillo condujo al soldado a través de unos pasadizos llenos de joyas y cofres llenos de monedas.
-Es el tesoro de la bruja -dijo el duendecillo-- Puedes coger lo que quieras.
El soldado, que no era muy ambicioso, tomó una pequeña joya, diciendo:
-El resto podemos entregarlo a los pobres, ¿te parece?
Al salir al exterior vieron a la bruja que se alejaba, muy enfadada, a lomos de su gato negro más veloz que en viento.
-Al no poder conseguir la luz azul -dijo el duende-, tiene que marcharse de este lugar para no volver nunca más. ¿Qué otra cosa mandas, señor?
-Yo era soldado -dijo el joven- y el rey me despidió. Quiero que me traigas a la hija del rey para hacerla servir de criada.
Al llegar la noche, el duende se introdujo en el palacio del rey y se llevó a la princesa por una ventana.
-Ji, ji, ji -se rió el duendecillo-. Como está dormida, no se da cuenta de nada. Sólo se despertará cuando esté en presencia del soldado.
Al llegar a la cabaña de la bruja, que ahora ocupaba el soldado, la princesa se despertó.
-Coge una escoba y barre -le dijo el soldado.
-Haré lo que tú digas -dijo la princesa con los ojos llenos de lágrimas-. Pero los soldados de mi padre te meterán en la cárcel.
En efecto, los servidores del rey apresaron al soldado. Pero el joven solicitó poder fumar su pipa y, al aparecer el duendecillo, ordenó:
-Empieza a pegar garrotazos hasta que me suelten, amigo.
El duendecillo, ayudado por varios compañeros, cumplió lo que le ordenaban hasta que los soldados soltaron al preso.
El rey maravillado por todo lo ocurrido, concedió al soldado la mano de su hija.
Vivieron muchos años felices y el rey, a partir de aquel día, fue justo y generoso con los soldados que le servían.
El duende, cumplida ya su misión, se marchó volando al reino de las hadas y nunca más salió de allí.

Lindo clavel


En un lejano país, vivían un Rey y una Reina que no tenían hijos, a pesar de lo mucho que lo deseaban. Una vez iba la Reina paseando por el campo, cuando se le acercó una ranita que le dijo:
-¡Alégrate, joven Reina, pues vas a tener un hijo! Será, además, un muchacho afortunado, pues cada cosa que desee, se convertirá en realidad.
La reina corrió a dar la noticia al Rey, y después de un tiempo prudencial, tuvieron el hijo que tanto esperaban.
En el palacio había un gran jardín al que la reina bajaba todos los días con su hijo para que el niño jugase. Repartidas por el jardín, se veían algunas jaulas con fieros animales encerrados, como en un zoológico.
El cocinero de palacio, que era un hombre muy ambicioso, se enteró de que el niño conseguía todo lo que deseaba, y decidió robarle. Un día que la Reina se había dormido sentada en un banco mientras el niño hacía castillos de arena, el cocinero aprovechó la ocasión para llevarse al principito a un lugar oculto. Luego volvió al jardín, manchó de sangre el vestido y las manos de la Reina dormida, y fue a acusarla ante el Rey.
-Yo la he visto cómo daba al niño al animal más fiero que tenéis en el parque, majestad -dijo el cocinero-, sin duda para que el animal se lo comiera.
El Rey vio a la Reina manchada de sangre y sin el niño, y creyó las palabras del cocinero. Enojado con su mujer, ordenó que la encerrasen en la torre más alta del castillo y que nadie la subiera alimento.
La pobre Reina inocente, llorando por su hijo y por la injusticia que con ella cometía su esposo, se dejó encerrar, pero quiso Dios que no muriese de hambre, pues dos palomas llegaban todos los días hasta la ventana de su celda para llevarle alimento.
Pasaron los años. El cocinero se despidió de palacio y le dijo al niño, que ya era un mocito:
-Desea para mí un hermoso palacio, con jardines y bosques, pues quiero que vivamos allí tú y yo.
Así lo hizo el niño, y el castillo se hizo realidad.
Pasó el tiempo, y el cocinero, viendo aburrido al niño y temiendo que desease ver a sus padres, le dijo:
-Ya que puedes, ¿por qué no deseas una compañerita de juegos que te acompañe para que no estés tan solo?
El príncipe expresó su deseo, y ante él apareció una niña de su misma edad, tan linda y hermosa como ningún pintor puede soñar.
Los dos niños crecieron y jugaron siempre juntos, y se querían muchísimo.
Pero el miedo no dejaba en paz la conciencia del cocinero. Tenía suficiente riqueza para el resto de sus días y no necesitaba más oro. Por otra parte, según el niño se hacía más mayor, más temía el cocinero que se volviese contra él. Así que un día llamó a la niña y le dijo:
-Esta noche, mientras el príncipe duerma, vas hasta su cama y le clavas este cuchillo en el corazón. Después se lo arrancas, y me lo traes, para que yo sepa que has hecho lo que te mando.
-¿Cómo voy a hacer tal cosa con mi querido príncipe? exclamó la niña horrorizada.
Al día siguiente, la niña no había cumplido el horrible encargo, y el cocinero se enfureció con ella.
-Sea por esta vez. Pero si esta noche no haces lo que te mando, tú misma morirás mañana.
La joven ordenó matar a un ciervo y que le trajeran su corazón. Luego le dijo al príncipe:
-Métete en la cama, y escucha lo que dice de ti.
La niña presentó el plato con el corazón del ciervo al cocinero, y entonces éste exclamó:
-¡Por fin te has decidido! ¿Este es el corazón del príncipe? ¡Has cumplido mis órdenes y te perdonaré la vida!
Entonces el príncipe saltó de la cama.
-¡Maldito bribón! ¡Con qué querías matarme! -exclamó-. ¿Qué te he hecho yo, para que me desees la muerte? Pues, ahora te convertirás en un perro negro, atado siempre con cadena de hierro, y no comerás otra cosa que carbones ardientes.
Según el joven dijo estas palabras, el cocinero se convirtió en un horrible perro negro, atado con gruesa cadena, y que no comía más que ardientes carbones.
Después de esto, el príncipe comenzó a pensar más a menudo en su madre, y un día decidió ir al castillo de su padre por si ella aún vivía.
-¿Quieres venir conmigo? -le dijo a la niña.
-¡Sólo sería para ti un estorbo! -contestó ésta.
-Si es por eso, no te preocupes -replicó el príncipe-, desearé que te conviertas en flor y te llevaré prendida siempre en mi chaqueta.
La niña se convirtió en un clavel, el más hermoso que imaginarse pueda, y el joven se lo puso en el ojal para llevarlo siempre consigo.
Emprendió el viaje, y no tardó el llegar al castillo en el que aún vivía su padre. No quiso darse a conocer, y se ofreció en el palacio como gran cazador de faisanes, pues recordaba que a su padre le gustaban mucho, y que tenía pocos en sus bosques.
El Rey le aceptó en el empleo, y al día siguiente, el joven se fue al bosque solo.
Una vez estuvo bien lejos del palacio, para que nadie le viera, deseó que aparecieran ante él cientos de faisanes en fila. Así sucedió, y los fue matando uno a uno. Luego los metió en un saco y se los llevó a su padre. El Rey se puso muy contento, y le dio unas monedas de oro en premio.
Aprovechando que todo el mundo le conocía ya como el cazador de faisanes a quien el Rey tanto apreciaba, se acercó una noche a la torre en donde estaba prisionera su madre. En centinela le dejó pasar, pues el joven le prometió regalarle un día un faisán.
La madre estaba desmejorada y anciana, pero aún vivía. El príncipe le dijo:
-Querida madre: sé cuanto habéis sufrido, y he venido a salvaros. Pero no os llevaré hoy mismo de aquí, sino que será mi mismo padre quien os saque de la prisión y reconozca vuestra inocencia.
Después de mucho abrazarse, se volvieron a separar para que se cumpliera el plan que el príncipe había trazado.
Al día siguiente, volvió a salir al bosque, y, cuando estuvo bien lejos, deseó que aparecieran ante él mil faisanes, en fila de a uno, y les fue matando cómodamente. Luego los echó en una carretilla y fue al palacio con ellos.
El Rey estaba muy satisfecho de aquel cazador, que le traía faisanes de un bosque donde nunca los habían visto. Tan contento estaba , que organizó una gran cena a base de faisanes para sus cortesanos más allegados, en invitó a ella al cazador, y le sentó a su lado.
Sentado al lado de su padre el Rey, el joven deseó ardientemente que alguien hablase de su madre, y así sucedió.
-¿Qué ha sido de vuestra esposa, majestad?
-dijo uno de los cortesanos, sin poder evitarlo.
-Ella permitió que una fiera devorase a mi hijo, y yo la castigué por ello -respondió el Rey.
-¡Eso no es verdad, padre mío! -exclamó el joven-. Yo soy vuestro hijo, este perro que me acompaña es el culpable de todo. Deseo que recobre forma humana, y vos mismo lo reconoceréis.
El perro, ante todos los invitados, volvió a ser el viejo cocinero que había acusado a la Reina.
¡Te ordeno que digas la verdad! -le dijo el príncipe.
El cocinero tuvo que confesar su crimen, y el Rey, muy arrepentido, ordenó que trajeran a su esposa para pedirla perdón ante todos. La reina perdonó de buena gana a su marido, pues tenía muy buen corazón, y se abrazaron con lágrimas en los ojos.
El joven príncipe les contó cómo había vivido hasta entonces, y todos le oían encantados.
-¿Queréis conocer a la doncella que no quiso matarme ni aunque su misma vida peligrara?
-Sí -dijo el Rey-, me gustaría conocerla.
Entonces sacó del ojal de su chaqueta el clavel, y lo transformó de nuevo en su compañera de juegos.
Todos agasajaron a la damita, que se casó con el príncipe a los pocos días.
El Rey y la Reina la aceptaron de muy buena gana como hija, y los cuatro vivieron felices hasta que la muerte les separó.
Y a la joven, a pesar de que tenía nombre como todo el mundo, se la llamó para siempre "Lindo Clavel"


Hermanos Grimm

Jacinto, un muchacho muy trabajador, cansado de prestar servicios en una granja, se despidió de su amo para ir a recorrer mundo. El granjero, abusando de la ingenuidad del muchacho, sólo le habia pagado tres monedas.
Ahora soy rico -pensó el muchacho- y no necesitro trabajar.
Al atravesar el bosque se encontró con un enano que le dijo con tono lastimero:
-Tú eres joven y fuerte y puedes trabajar. Yo soy un pobre diablo y no puedo ganarme el pan fácilmente.
Jacinto, compadecido, entregó sus tres monedas al enano.
El enano, agradecido por la generosidad del joven le obsequió con tres dones: un violín mágico, una escopeta que siempre daba en el blanco y la gracia de que cuando preguntara algo, nadie pudiera dejarle sin respuesta.
-Gracias -dijo Jacinto-. ¿Qué más puedo desear?
Un poco más allá una bella muchacha estaba escuchando el canto de un pájaro.
-Tu canto me molesta y no me deja dormir por las noches -dijo la muchacha, que era una princesa-. Daría cualquier cosa para que te marcharas lejos de aquí.
Jacinto, que había escuchado las palabras de la joven, disparó su escopeta y el pájaro se marchó asustado.
-¿Estás satisfecha? -preguntó el muchacho a la princesa.
-No -respondió ella-. Tu escopeta produce un ruido todavía más desagradable que el canto del pájaro.
 El muchacho, para castigar el mal humor de la princesa, y por divertirse un poco, empezó a tocar el violín encantado.
-¡Oh! -suplicó la princesa, viéndose obligada a bailar sin descanso-. ¡Deja de tocar ese dichoso violín! Te daré lo que quieras.
Jacinto dejó de tocar y la princesa le entregó un anillo que le había regalado su padre el dia de su cumpleaños.
-Puedes quedártelo -le dijo-. Es de oro y tiene mucho valor.
Pero al llegar a palacio, la princesa acusó al muchacho de haberle robado el anillo y los soldados le prendieron.
-No he robado el anillo -dijo Jacinto-. La princesa me lo dio por su propia voluntad para que dejara de tocar el violín.
-¡Miente, padre mío! -gritó la princesa-. Sus mentiras son tan grandes que no caben en este palacio.
El rey, creyendo que su hija decia la verdad, ordenó que el joven fuera ajusticiado.
Jacinto solicitó una última gracia que le permitieran tocar el violín.
-¡No se lo permitáis, padre mío! -gritó la princesa.
-¿Cómo puedo negar su último deseo a un condenado a muerte? -dijo el rey.
El joven empezó a tocar el violín y todos se pusieron a bailar, sin poder detenerse.
-Dime, princesa -dijo Jacinto-: ¿no es cierto que me entregaste el anillo por tu propia voluntad?
Con tal que dejara de tocar el violín, la princesa no vaciló en confesar la verdad.
-Tú eres quien merece el castigo, hija -la reprendió el rey.
Pero Jacinto, siempre generoso, intercedió por ella. Con el tiempo, la princesa se casó con Jacinto y se corrigió de todos sus defectos.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Al este del sol y al oeste de la luna


Érase una vez un pobre carretero que tenía muchos hijos. Era tan pobre que no podía alimentarlos bien ni darles ropa que ponerse en el cuerpo; sin embargo, todos los hijos eran muy guapos, aunque la más guapa de todas era la hija pequeña.
Un jueves por la tarde, a finales de otoño, hacía un tiempo horrible. Estaba oscurísimo y además llovía y tronaba de tal forma que las ventanas crujían. Toda la familia estaba sentada alrededor de la chimenea, ocupado cada uno con su
trabajo. De repente llamaron tres veces a la ventana. El hombre salió a ver quién era, y entonces vio a un gran oso blanco.
-Buenas tardes -dijo el oso.
-Buenas tardes -dijo el hombre.
-Si me das por esposa a tu hija menor -dijo el oso-, te haré tan rico como pobre eres ahora.
Al hombre no le pareció mala idea, pero dijo que primero lo tenía que consultar con su hija; entró y contó que fuera había un gran oso blanco que le había prometido que le haría tan rico como pobre era ahora si le daba por esposa a su hija menor. La muchacha, sin embargo, dijo que no, que no quería saber nada de aquel trato.
El hombre volvió a salir, habló amistosamente con el oso y le dijo que volviera el jueves siguiente por la tarde, que entretanto ya vería qué podía hacer.
Intentaron convencer entonces a la muchacha y le contaron de todas las maneras posibles lo ricos que podían llegar a ser y lo bien que le iría también a ella.
Finalmente ella accedió, lavó el par de harapos que tenía, se arregló lo mejor que pudo y se preparó para el viaje.
Cuando el jueves siguiente, por la tarde, llegó el oso, le dijeron que sí, que todo estaba en orden. La muchacha se montó con su hatillo sobre su lomo y se pusieron en marcha. Una vez recorrido un buen trecho, el oso le preguntó:
-¿Tienes miedo?
Ella contestó que no, que no tenía ningún miedo.
-Sujétate siempre muy fuerte a mi pelambre -dijo el oso-; así no te pasará nada.
Ella cabalgó por todo el mundo a lomos del oso hasta muy, muy lejos; tan lejos que nadie podría decir realmente cuánto. Finalmente llegaron a una gran roca. El oso llamó con los nudillos y a continuación se abrió una puerta, a través de la cual llegaron a un gran palacio. Dentro había muchas habitaciones iluminadas con lámparas, y todo resplandecía por el oro y la plata; también disponía de un gran salón, en el cual había una mesa sobre la que se habían servido los más deliciosos platos. El oso le dio entonces una campanilla de plata y le dijo que cuando deseara cualquier cosa, no tenía más que tocar la campanilla y enseguida la tendría.
La muchacha comió y bebió. Como ya había anochecido, sintió sueño y quiso irse a la cama. Entonces tocó la campanilla... e inmediatamente se abrió una cámara en la que había una cama hecha, la más bella que pudiera uno desear, con almohadones de seda y cortinas con flecos de oro, y todo lo que había en la cámara era asimismo de oro y plata. Pero en cuanto apagó la luz y se metió en la
cama, llegó una persona que se acostó a su lado. Y así sucedió todas las noches.
Ella no podía ver quién era, porque siempre llegaba después de que hubiera apagado la luz y se volvía a ir antes de que hubiera amanecido.
Así vivió una temporada tranquila y contenta. Pero pronto le entró tal nostalgia por volver a ver a sus padres y a sus hermanos que se volvió muy taciturna y triste. Entonces, un día el oso le preguntó qué le pasaba que estaba siempre tan taciturna y ensimismada.
-Ay -dijo ella-, es que me aburro tanto aquí en el palacio... Me gustaría muchísimo volver a ver a mis padres y a mis hermanos.
-Eso se puede arreglar -dijo el oso-, pero tienes que prometerme que jamás hablarás con tu madre a solas, sino cuando los demás estén presentes.
Seguramente te querrá coger de la mano y llevarte a una alcoba para hablar contigo a solas, pero no consientas, pues si lo haces me harás muy desgraciado y te harás muy desgraciada a ti misma.
La muchacha dijo que no, que tendría cuidado.
El domingo se presentó el oso y dijo que había llegado el momento de emprender el viaje hacia la casa de sus padres. Ella se montó a lomos del oso y se pusieron en marcha. Cuando ya llevaban mucho tiempo viajando, llegaron a un gran palacio blanco, del que sus hermanos entraban y salían y en el cual jugaban. Todo era tan hermoso y maravilloso que daba gusto verlo.
-¡Allí viven tus padres! -dijo el oso-. No te olvides de lo que te he dicho, pues de lo contrario serás muy desgraciada y me harás muy desgraciado a mí. La muchacha dijo que no, que no lo olvidaría, y se dirigió hacia el palacio. El oso, sin embargo, regresó.
Cuando los padres volvieron a ver a su hija, se alegraron tanto que es imposible describirlo. Nunca podrían agradecerle lo que había hecho por ellos. Le contaron que ahora les iba extraordinariamente bien y le preguntaron qué tal le iba a ella.
La muchacha dijo que a ella también le iba bastante bien y que tenía todo lo que deseaba. No sé muy bien qué más les contó, pero me da la impresión de que no les dio todos los detalles.
Por la tarde, después de comer, ocurrió lo que el oso le había dicho: la madre quiso hablar con su hija a solas en la alcoba. Pero la muchacha, que recordaba las palabras del oso, no quiso ir con ella y dijo:
-Oh, lo que tengamos que hablar podemos hablarlo también aquí. No sé cómo ocurrió, pero el caso es que la madre al final la convenció y entonces ella tuvo que contarle todo lo que sabía. Le contó también que, por las noches, cuando apagaba la luz, llegaba siempre alguien y se acostaba a su lado en la cama. Pero que nunca podía ver quién era, porque antes del amanecer se volvía a marchar; le dijo que se sentía afligida, que le gustaría mucho verle, ya que, al estar siempre tan sola, los días se le hacían muy largos.
-¿Quién sabe? Seguro que el que duerme contigo es un trol -dijo la madre-. Pero si quieres seguir mi consejo, levántate en mitad de la noche, cuando esté dormido, enciende una vela y obsérvale. Pero ten cuidado no le vayas a derramar encima una gota de cera.
Por la tarde el oso volvió a recoger a la muchacha. Cuando ya llevaban un buen trecho, le preguntó si había ocurrido lo que él había dicho.
-Sí -dijo la muchacha, incapaz de negarlo.
-Si piensas seguir el consejo de tu madre -dijo el oso-, te harás muy desgraciada, me harás muy desgraciado a mí y se acabará la amistad entre nosotros.
Ella dijo que no pensaba seguir el consejo de su madre.
Cuando llegaron al palacio y la muchacha se acostó, ocurrió lo mismo de siempre: alguien llegó y se echó a su lado. Pero por la noche, cuando ella oyó que estaba durmiendo, se levantó, encendió una vela y entonces vio acostado en la cama al príncipe más bello que nadie pudiera ver. Se enamoró tanto de él que quiso besarle en el acto. Pero entonces, sin darse cuenta, derramó tres gotas de
cera hirviendo sobre su camisa y el príncipe se despertó.
-¿Qué has hecho? -exclamó al abrir los ojos-. Ahora tanto tú como yo seremos desgraciados. Si hubieras resistido solamente un año, me habrías salvado; mi madrastra me ha hechizado y por eso durante el día soy un oso y por la noche una persona. Pero ahora lo nuestro se ha acabado, pues tengo que abandonarte y volver de nuevo con ella. Vive en un palacio que está al este del sol y al oeste de la luna; allí tendré que casarme con una princesa que tiene una nariz que mide tres varas.
La muchacha empezó a llorar y a lamentarse; pero ya era demasiado tarde, pues él tenía que irse. Le preguntó si podía viajar con él, pero él le contestó que eso era imposible.
-¿No puedes decirme entonces por dónde se va para que vaya a buscarte?
-preguntó ella-. Porque eso sí me estará permitido, ¿no?
-Sí, eso sí puedes hacerlo -dijo él-, pero no hay ningún camino que lleve hasta allí. El palacio está al este del sol y al oeste de la luna; nunca podrás llegar hasta allí.
Por la mañana, cuando se despertó, tanto el príncipe como el palacio habían desaparecido. Se encontró tendida en el suelo, en medio de un denso y tenebroso bosque, con sus viejos harapos. A su lado estaba el mismo hatillo con el que había salido de su casa. Cuando terminó de quitarse el sueño de encima a base de frotarse los ojos y se había hartado de llorar, se puso en marcha; caminó durante muchos días hasta que, finalmente, llegó a una gran montaña. Al pie de la montaña había una vieja mujer que estaba jugando con una manzana de oro.
La muchacha le preguntó si sabía el camino para llegar hasta el príncipe que vivía con su madrastra en un palacio situado al este del sol y al oeste de la luna y que se tenía que casar con una princesa con una nariz que medía tres varas.
-¿De qué le conoces? -preguntó la mujer-. ¿Eres acaso la muchacha con la que él se quería casar?
La muchacha dijo que sí, que era ella.
-¡Vaya! ¡Así que eres tú! -dijo la mujer-. Sí, hija mía -siguió diciendo-, me gustaría ayudarte, pero lo único que sé del palacio es que está al este del sol y al oeste de la luna y que probablemente nunca conseguirás llegar. Pero te voy a prestar mi caballo; en él podrás cabalgar hasta donde vive mi vecina más próxima; a lo mejor ella te puede indicar el camino. Cuando llegues a su casa, golpea al caballo debajo de la oreja izquierda y ordénale que vuelva a casa.
Toma, coge esta manzana de oro; quizá te sea útil.
La muchacha se montó en el caballo y cabalgó durante mucho, mucho tiempo.
Llegó por fin a otra montaña, a cuyo pie estaba una vieja mujer con una devanadera de oro. La muchacha le preguntó si le podía decir por dónde se iba al palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna. Pero ella, como la mujer anterior, dijo que lo único que sabía del palacio era que estaba al este del sol y al oeste de la luna.
-Y probablemente nunca conseguirás llegar. Pero te prestaré mi caballo; en él podrás cabalgar hasta donde vive mi vecina más próxima; a lo mejor ella te puede indicar el camino. Cuando llegues a su casa, golpea al caballo debajo de la oreja izquierda y ordénale que vuelva a casa. Toma, llévate esta devanadera de oro; quizá te sea útil. La muchacha se montó en el caballo y cabalgó durante muchos días y muchas semanas. Llegó por fin a otra montaña, a cuyo pie estaba una vieja mujer tejiendo una falda de oro. La muchacha volvió a preguntar por el príncipe y por el palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna.
-¿Eres tú la muchacha con la que quería casarse el príncipe? -preguntó la mujer.
-Sí -dijo la muchacha.
Pero la mujer no conocía el camino mejor que las dos anteriores.
-Al este del sol y al oeste de la luna está el palacio -dijo-, y probablemente nunca conseguirás llegar. Pero te prestaré mi caballo; con él podrás viajar hasta el viento del Este; a lo mejor él te puede indicar el camino. Cuando llegues a él, golpea al caballo debajo de la oreja izquierda y ordénale que vuelva a casa. Y toma, llévate esta falda de oro; quizá te sea útil.
Cabalgó durante mucho tiempo, hasta que por fin llegó ante el viento del Este.
Preguntó una vez más si le podía decir cómo llegar hasta el príncipe que vivía en el palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna.
-Sí, me parece haber oído hablar del príncipe y también del palacio -dijo el viento del Este-, pero no te puedo indicar el camino porque nunca he soplado hasta tan lejos. Te llevaré hasta mi hermano, el viento del Oeste; a lo mejor él lo sabe, pues es mucho más fuerte que yo. No tienes más que sentarte sobre mi espalda y te llevaré hasta allí.
La muchacha se sentó sobre su espalda y se pusieron en marcha.
Cuando llegaron ante el viento del Oeste, el viento del Este le contó que había traído consigo a una muchacha con la que quería casarse el príncipe que vivía en el palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna, y le preguntó si él conocía el camino.
-No -repuso el viento del Oeste-, tan lejos nunca he soplado. Pero, si quieres -le dijo a la muchacha-, te puedes sentar sobre mi espalda y te llevaré hasta el viento del Sur; a lo mejor él te lo puede decir, pues es mucho más fuerte que yo y sopla y resopla por todas partes.
La muchacha se sentó sobre su espalda; no había pasado mucho tiempo cuando llegaron ante el viento del Sur.
Cuando llegaron, el viento del Oeste le preguntó si él conocía el camino para ir al palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna, pues la muchacha que había llevado consigo quería casarse con el príncipe.
-Ah, ¿sí? -dijo el viento del Sur, que tampoco conocía el camino-. A lo largo de mi vida he soplado por todas partes -dijo-, pero tan lejos no he llegado nunca.
Pero, si lo deseas -le dijo a la muchacha-, te llevaré hasta mi hermano, el viento del Norte; él es el más viejo y fuerte de todos nosotros, así que si él no te puede indicar el camino, jamás lo averiguarás.
La muchacha tuvo que sentarse sobre su espalda, y se marcharon de allí de tal forma que tembló la tierra.
No tardaron mucho en llegar ante el viento del Norte, pero era tan violento e impetuoso que ya desde lejos les lanzó de un soplo un montón de nieve y hielo a la cara.
-¿Qué queréis? -les gritó de tal modo que les entraron escalofríos.
-Oh, no tienes por qué enfurecerte así con nosotros -dijo el viento del Sur-, pues soy yo, tu hermano, y ésta es la muchacha con la que quiere casarse el príncipe que vive en el palacio que hay al este del sol y al oeste de la luna; a ella le gustaría preguntarte si conoces aquel lugar.
-Sí, sé muy bien dónde está -dijo el viento del Norte-. Una vez soplé una hoja de álamo temblón hasta allí. Pero me cansé tanto que durante muchos días no pude volver a soplar. Aun así, si quieres ir hasta allí a toda costa -le dijo a la muchacha- y no te da miedo, te montaré sobre mi espalda y veré si puedo llevarte.
La muchacha dijo que sí, que quería y tenía que llegar hasta allí si es que había alguna manera de conseguirlo, y que no le daba en absoluto miedo, por muy mal que lo fuera a pasar.
-Entonces tendrás que pasar aquí la noche -dijo el viento del Norte-, pues si queremos llegar hasta allí tenemos que tener todo el día por delante.
Al día siguiente, por la mañana, el viento del Norte la despertó, se infló, se hizo tan grande y fuerte que daba miedo y recorrieron los aires como si tuvieran que ir al fin del mundo. Estalló entonces una tormenta tan violenta que derribó pueblos y bosques enteros y, al pasar sobre el mar, naufragaron barcos a centenares. Siguieron avanzando y avanzando sobre el agua, tan lejos que ningún ser humano puede siquiera imaginarse la distancia. El viento del Norte fue quedándose cada vez más y más débil; llegó un momento que estaba tan débil que casi no podía ya soplar; se fue hundiendo cada vez más y más, y al final iba ya tan bajo que las olas le golpeaban en los talones.
-¿Tienes miedo? -le preguntó a la muchacha.
-No, en absoluto -dijo ella.
Ya no estaban lejos de tierra, así que al viento del Norte le quedaron aún las fuerzas justas para llevarla hasta la playa que había bajo las ventanas del palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna. Pero se quedó tan exhausto y agotado que tuvo que descansar durante muchos días antes de poder regresar a casa.
A la mañana siguiente, la muchacha se sentó bajo las ventanas del palacio y se puso a jugar con la manzana de oro. Lo primero que vio fue a la princesa nariguda con la que se iba a casar el príncipe.
-¿Qué quieres por tu manzana de oro? -le preguntó a la muchacha cuando abrió la ventana.
-No la vendo ni por oro ni por dinero -dijo la muchacha.
-Si no la quieres vender ni por oro ni por dinero, ¿qué quieres entonces por ella?
-dijo la princesa-. Te daré lo que me pidas.
-Pues entonces..., si se me permite dormir una noche con el príncipe, será tuya - dijo la muchacha.
-Sí, puedes hacerlo si quieres -dijo la princesa llevándose la manzana de oro.
Pero cuando la muchacha entró en la alcoba del príncipe, éste estaba profundamente dormido. Le llamó y le sacudió, lloró y se lamentó, pero no pudo despertarle. Cuando amaneció, llegó la princesa de la larga nariz y la echó de allí.
Durante el resto del día, la muchacha volvió a sentarse de nuevo bajo las ventanas del palacio y se puso a devanar hilo en su devanadera de oro. Entonces ocurrió lo mismo que el día anterior. La princesa le preguntó qué quería por la devanadera. La muchacha le contestó que no la vendería ni por oro ni por dinero, pero que si le permitía dormir otra noche con el príncipe, la devanadera sería suya. La princesa dijo inmediatamente que sí y se llevó la devanadera de oro. Pero cuando la muchacha subió, el príncipe estaba otra vez profundamente dormido. Y por más que le llamó y le sacudió, por más que lloró y se lamentó, no consiguió despertarle. En cuanto amaneció, llegó la princesa de la larga nariz y la echó de allí.
Ese día la muchacha se sentó con su falda de oro bajo las ventanas y se puso a tejer. Cuando la princesa de la larga nariz vio la falda, también quiso tenerla.
Abrió la ventana y le preguntó a la muchacha qué quería por su falda de oro.
Como las dos veces anteriores, la muchacha dijo que no la vendía ni por oro ni por dinero, pero que si la princesa le permitía dormir otra noche con el príncipe, sería suya. La princesa dijo que sí, que podía hacerlo si quería y se llevó la falda de oro. Pero unos cristianos que estaban cautivos en el palacio, encerrados en una cámara contigua a la del príncipe, habían oído durante dos noches llamadas y llantos muy lastimeros de una mujer, así que por la mañana se lo contaron al príncipe. Cuando por la noche llegó la princesa con la sopa que el príncipe solía tomar antes de irse a la cama, hizo ver que se la tomaba, pero lo que realmente hizo fue tirarla, pues sospechaba que la princesa había echado un somnífero en la sopa.
Cuando por la noche la muchacha entró en la alcoba, el príncipe estaba todavía despierto y se alegró muchísimo de volver a verla. Le pidió que le contara cómo le había ido y cómo había conseguido llegar al palacio. Cuando ella se lo contó todo, él dijo:
-Has llegado justo a tiempo, pues mañana debe celebrarse mi boda con la princesa. No siento ningún aprecio por ella ni por su larga nariz; tú eres la única a quien quiero. Por eso diré que deseo poner a prueba lo que sabe hacer mi prometida y exigiré a la princesa que lave las tres manchas de cera que tengo en la camisa. Ella probablemente aceptará, pero sé que no lo conseguirá, pues las manchas son las gotas que tu mano derramó y sólo manos cristianas pueden quitarlas, no las manos de alguien como ella que pertenece a la chusma de los trols. Entonces, diré que no quiero más novia que la que sea capaz de quitarlas y, una vez que lo hayan intentado todas y ninguna lo haya conseguido, te llamaré a ti para que lo intentes.
Luego pasaron la noche juntos, alegres y satisfechos.
Cuando al día siguiente iba a celebrarse la boda, el príncipe dijo:
-Antes me gustaría ver de lo que es capaz mi prometida. La madrastra dijo que aquello le parecía justo.
-Tengo una camisa muy bonita -dijo el príncipe- que me gustaría llevar puesta en la boda. Pero me han caído tres manchas y quisiera que la lavaran y me las quitaran. Por eso he decidido que sólo me casaré con la mujer que lo consiga.
Las mujeres dijeron que bah, que eso no era nada del otro mundo, asi que se pusieron manos a la obra. La princesa de la larga nariz empezó a lavar lo mejor que pudo; pero cuanto más lavaba, más grandes y más negras se hacían las manchas.
-Bah, no tienes ni idea -dijo su vieja madre trol-. ¡Trae aquí!
Pero cuando empezó a lavar la camisa, ésta se fue poniendo cada vez más negra, y cuanto más la lavó y la restregó, más grandes se hicieron las manchas.
Entonces tuvieron que lavar la camisa las demás mujeres trol, pero cuanto más la lavaban, peor aspecto tenía, y al final parecía que la camisa entera hubiera estado colgando de una chimenea.
-¡Bah, ninguna de vosotras sirve para nada! -dijo el príncipe-. Bajo aquella ventana hay una pobre mendiga. Estoy seguro de que ella sabe lavar mejor que todas vosotras juntas. ¡Pasa, muchacha! -gritó.
Cuando la muchacha entró, él le preguntó:
-¿Serías capaz de lavar esta camisa y dejarla limpia?
-No lo sé -dijo la muchacha-, pero creo que sí. La muchacha cogió entonces la camisa que, entre sus manos, quedó tan blanca como nieve recién caída, o más blanca incluso.
-¡Sí, a ti es a quien quiero! -dijo el príncipe.
La vieja mujer trol se puso entonces tan furiosa que reventó. Creo que la princesa de la larga nariz y toda la demás chusma de trols también reventaron, pues jamás he vuelto a oír nada de ellos. El príncipe y su prometida pusieron entonces en libertad a todos los cristianos que estaban cautivos en el palacio.
Después, cogieron todo el oro y toda la plata que fueron capaces de llevarse y se marcharon muy lejos del palacio que estaba al este del sol y al oeste de la luna.
No sé cómo siguieron y hasta dónde llegaron. Pero si son los que yo creo que son, no están nada lejos de aquí.

(Cuento nórdico)

Los músicos viajeros


Aquel asno ya estaba muy viejo para trabajar y su joven dueña lo echó fuera de la granja.
-¿Que va a ser de mí? -se lamentó el pobre animal-. Me voy a morir de hambre y de frío.
Caminando, caminando, el asno se encontró con un perro al que también habían abandonado por ser demasiado viejo para cazar.
-No te apures -le dijo el asno-. Yo estoy en la misma situación. Si te parece, podemos recorrer juntos el camino.
-¡Fuera de mi casa! -gritó la muchacha de aquella casa, ahuyentando a un pobre gato-. Ya eres viejo para cazar ratones y no pienso mantenerte.
-Me parece que tendremos un nuevo compañero -dijo el asno al perro.
Después de cruzar un bosque, los tres amigos encontraron a un gallo que estaba llorando.
-¿Qué te ocurre, amigo? -preguntó el asno.
-¡Pobre de mí! -se quejó el gallo-. Mi amo, viéndome tan viejo y cansado me ha echado del corral.
El gallo se unió al asno, al gato, y al perro, y los cuatro, para ganarse la vida, decidieron formar un orfeón.
-El gallo cantará -dijo el perro-, el asno rebuznará, el gato maullará y yo ladraré. ¡Será un hermoso orfeón!
-¡Oh! -dijo el gallo al llegar frente a una casa, y mirando por la ventana-. La casa está ocupada por un grupo de ladrones que se están repartiéndo el botín.
-¡Vamos a darles un buen susto! -propuso el asno.
El perro ladró, el gato maulló y el asno rebuzno con todas sus fuerzas.
-¡Kikiriki! -terminó el gallo, para acabar de redondear la cosa.
Los ladrones, como es de suponer, se marcharon asustados de la casa.
Los cuatro animales entraron en la casa y, viendo que había comida preparada, se dispusieron a cenar.
-Esperadme aquí -dijo el jefe de los ladrones-. Voy a ver quién ha entrado en la cabaña.
El jefe de los ladrones entró en la casa, avanzando a tientas en la ocuridad.
-¡Socorro! -gritó, sin ver que el gato le saltaba encima -. ¡Un monstruo me ha clavado sus uñas en la nariz!
Al querer escapar, el perro salió de su rincón y le mordió en el tobillo.
-¡Ayuda! -volvió a gritar el ladrón-. ¡He sido atrapado por un cepo!
Al querer escapar, el asno, que le esperaba fuera, le propinó un par de coces, mientras el gallo gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Kikiriki! ¡Kikiriki! ¡Kikiriki! ¡Que se vaya de aquí!
Los cuatro amigos se quedaron a vivir en la casita del bosque y los ladrones se marcharon lejos, muy lejos para no volver jamás.

La Isla de los sentimientos


Érase una vez una isla donde habitaban todos los sentimientos: la Alegría, la Tristeza y muchos más, incluyendo el Amor. Todos los sentimientos estaban allí. A pesar de los roces naturales de la convivencia, la vida era sumamente tranquila, hasta previsible. A veces, la Rutina hacía que el Aburrimiento se quedara dormido, o el Impulso armaba algún escándalo; otras veces, la Constancia y la Convivencia lograban aquietar al Descontento.
Un día, inesperadamente para todos los habitantes de la isla, el Conocimiento convocó una reunión. Cuando por fin la Distracción se dió por enterada y la Pereza llegó al lugar de encuentro, todos estuvieron presentes. Entonces, el Conocimiento dijo:
- “Tengo una mala noticia para darles... la isla se hunde..." Todas las emociones que vivían en la isla dijeron:
- “¡No! ... ¿como puede ser? …¡Si nosotros vivimos aqui desde siempre!!!!”
Pero el Conocimiento repitió:
- “La isla se hunde”
- ¡Pero no puede ser!!! Quizás estás equivocado!!!”
- “El Conocimiento nunca se equivoca -
dijo la Conciencia, dandose cuenta de la verdad-. Si él dice que se hunde, debe ser por que se hunde”.
- “Pero... ¿Qué vamos a hacer ahora????”
-preguntaron los demás.
Entonces el Conocimiento contestó:
- “Por supuesto, cada uno puede hacer lo que quiera, pero yo les sujiero que busquen la manera de abandonar la isla.... Construyan un barco, un bote, una balsa o algo que les permita irse, porque el que permanezca en la isla, desaparecerá con ella”.
-“¿No podrías ayudarnos?”,
preguntaron todos, porque confiaban en su capacidad.
- “¡No ! -
dijo el Conocimiento-, la Previsión y yo hemos construído un avión y en cuanto termine de decirles esto, volaremos hacia la isla más cercana...”Las emociones dijeron:
- “¡No! ¡Pero no! ¿Qué será de nosotros???”Dicho esto, el Conocimiento se subió al avión con su socia y, llevando de polizón al Miedo, que no es zonzo y ya se había escondido en el motor, dejaron la isla.
Todas las emociones, en efecto, se dedicaron a construir un bote, un barco, un velero...Todas... Salvo el Amor.
Porque el amor estaba tan relacionado con cada cosa de la isla que dijo:
- “Dejar esta isla... después de todo lo que viví aquí... ¿Cómo podría yo dejar este arbolito, por ejemplo? Ahhh.... Compartimos tantas cosas...”
Y mientras las emociones se dedicaban a fabricar el medio de irse, el Amor se subía a cada árbol, olió cada rosa, se fué hasta la playa y se revolcó en la arena como solía hacer en otros tiempos. Tocó cada piedra...y acarició cada rama...
Al llegar a la playa, excatamente al lugar desde donde el sol salía, su lugar favorito, quiso pensar con esa ingenuidad que tiene el amor:
-"Quizás la isla se hunda por un ratito... y después resurja.... porqué no???"Y se quedó días y días midiendo la altura de la marca, para revisar si el proceso de hundimiento no era reversible... Pero la isla se hundía cada vez más...
Sin embargo, el Amor no podia pensar en construir nada, porque estaba tan dolorido que sólo era capaz de llorar y gemir por lo que perdería. Se le ocurrió entonces que la isla era muy grande y que, aún cuando se hundiera un poco, él siempre podría refugiarse en la zona más alta.... Cualquier cosa era mejor que tener que irse. Una pequeña renuncia nunca había sido un problema para él...
Así que una vez mas, tocó las piedrecitas de la orilla ... y se arrastró por la arena... y otra vez se mojó los pies en la pequeña playa... que otrora fuera enorme...
Luego, sin darse cuenta demasiado de su renuncia, caminó hacia la parte norte de la isla, que si bien no era la que más le agradaba, era la más elevada...
Y la isla se hundía cada día un poco más.... Y el Amor se refugiaba cada día en un lugar más pequeño...
- “Después de tantas cosas que pasamos juntos!!!!- le reprochó a la isla.
Hasta que, finalmente, solo quedó una minúscula porción de suelo firme; el resto había sido tapado completamente por el agua.
Recién en ese momento, el amor se dió cuenta de que la isla se estaba hundiendo de verdad. Comprendió que, si no dejaba la isla, el amor desaparecería para siempre de la faz de la tierra...
Entonces, caminando entre senderos anegados y saltando enormes charcos de agua, el amor se dirigió a la bahía.
Ya no había posibilidades de construirse una salida como la de todos; había perdido demasiado tiempo en negar lo que perdía y en llorar lo que desaparecía poco a poco ante sus ojos...
Desde allí podría ver pasar a sus compañeras en las embarcaciones. Tenía la esperanza de explicar su situación y de que alguna de ellas lo comprendiera y lo llevara.
Buscando con los ojos en el mar, vio venir el barco de la Riqueza y le hizo señas. Se acercó la Riqueza que pasaba en un lujoso yate y el Amor dijo:
- "Riqueza llévame contigo! … Yo sufrí tanto la desaparición de la isla que no tuve tiempo de armarme un barco"La Riqueza contestó:
- "No puedo, hay mucho oro y plata en mi barco, no tengo espacio para ti, lo siento" y siguió camino, sin mirar atrás...
Le pidió ayuda a la Vanidad, a la que vió venir en un barco hermoso, lleno de adornos, caireles, mármoles y florecitas de todos los colores, que también venia pasando:
- "Vanidad" por favor ayúdame".y la Vanidad le respondió:
- "Imposible Amor, es que tienes un aspecto!!!!...¡ Estás tan desagradable!!! tan sucio, y tan desaliñado!!!!... perdón pero afearías mi barco…”-
y se fue.
Pasó la Soberbia, que al pedido de ayuda contestó:
- "Quítate de mi camino o te paso por encima!".Como pudo, el Amor se acerco al yate del Orgullo y, una vez mas, solicito ayuda.
La respuesta fue una mirada despectiva y una ola casi lo asfixia.
Entonces, el Amor pidió ayuda a la Tristeza:
- "¿Me dejas ir contigo?".La Tristeza le dijo:
- "Ay Amor, tu sabes que estoy taaaan triste que cuando estoy así prefiero estar sola"Pasó la Alegría y estaba tan contenta que ni siquiera oyó al Amor llamarla.
Desesperado, el Amor comenzó a suspirar, con lágrimas en sus ojos. Se sentó en el pedacito de isla que quedaba, a esperar el final... De pronto, el Amor sintío que alguien chistaba:
- " Chst- Chst- Chst..."Era un desconocido viejito que le hacía señas desde un bote a remos. El Amor se sorprendió:
- "¿Es a mi?"- preguntó, llevándose una mano al pecho.
- “Sí, sí -dijo el viejito-, es a tí. Ven, sube a mi bote, rema conmigo que yo te salvo”.El Amor lo miró y le quiso explicar...
-"lo que pasó, es que yo me quedé...
- "Ya entiendo" -
dijo el viejito sin dejarlo terminar la frase- “Sube!”.El amor subió al bote y juntos empezaron a remar para alejarse de la isla. No pasó mucho tiempo antes de poder ver como el último centímetro de la isla se hundía y desaparecía para siempre...
- “Nunca volverá a existir una isla como esta! - murmuró el amor, quizás esperando que el viejito lo contradijera y le dira alguna esperanza.
- “No -dijo el viejo- como ésta, nunca; en todo caso, diferentes …!Cuando llegaron a la isla vecina, el Amor se sentía tan aliviado que olvidó preguntarle su nombre. Cuando se dio cuenta y quiso agradecerle, el viejito había desaparecido. Entonces el Amor, muy intrigado, fué en busca de la Sabiduría para preguntarle:
- “¿Cómo puede ser? Yo no lo conozco y él me salvó... Todos los demás no comprendían que hubiera quedado sin embarcación, pero él me salvó, me ayudó y yo ahora, no sé ni siquiera quién es...”Entonces la Sabiduría lo miró largamente a los ojos, y le dijo:
-"Es el único capaz de conseguir que el amor sobreviva cuando el dolor de una pérdida le hace creer que es imposible seguir. Es el único capaz de darle una nueva oportunidad al amor cuando parece extinguirse. El que te salvó, Amor, es El Tiempo....”

(Jorge Bucay)