lunes, 3 de febrero de 2014

El camaleón y el arco iris



Un camaleón orgulloso, que se burlaba de los demás por no cambiar de color como él. Pasaba el día diciendo: ¡Que bello soy!.
¡No hay ningún animal que vista tan señorial!.
Todos admiraban sus colores, pero no su mal humor y su vanidad.
Un día, paseaba por el campo, cuando de repente, comenzó a llover.
La lluvia, dio paso al sol y éste a su vez al arco iris.
El camaleón alzó la vista y se quedó sorprendido al verlo, pero envidioso dijo: ¡No es tan bello como yo!.
¿No sabes admirar la belleza del arco iris?: Dijo un pequeño pajarillo que estaba en la rama de un árbol cercano.
Si no sabes valorarlo, continuó, es difícil que conozcas las verdades que te enseña la naturaleza.
¡Si quieres, yo puedo ayudarte a conocer algunas!.
¡Está bien!: dijo el camaleón.
Los colores del arco iris te enseñan a vivir, te muestran los sentimientos.
El camaleón le contestó: ¡Mis colores sirven para camuflarme del peligro, no necesito sentimientos para sobrevivir!.
El pajarillo le dijo: ¡Si no tratas de descubrirlos, nunca sabrás lo que puedes sentir a través de ellos!.
Además puedes compartirlos con los demás como hace el arco iris con su belleza.
El pajarillo y el camaleón se tumbaron en el prado.
Los colores del arco iris se posaron sobre los dos, haciéndoles cosquillas en sus cuerpecitos.
El primero en acercarse fue el color rojo, subió por sus pies y de repente estaban rodeados de manzanos, de rosas rojas y anocheceres.
El color rojo desapareció y en su lugar llegó el amarillo revoloteando por encima de sus cabezas.
Estaban sonrientes, alegres, bailaban y olían el aroma de los claveles y las orquideas.
El amarillo dio paso al verde que se metió dentro de sus pensamientos.
El camaleón empezó a pensar en su futuro, sus ilusiones, sus sueños y recordaba los amigos perdidos.
Al verde siguió el azul oscuro, el camaleón sintió dentro la profundidad del mar, peces, delfines y corales le rodeaban.
Daban vueltas y vueltas y los pececillos jugaban con ellos.
Salieron a la superficie y contemplaron las estrellas. Había un baile en el cielo y las estrellas se habían puesto sus mejores galas.
El camaleón estaba entusiasmado.
La fiesta terminó y apareció el color azul claro. Comenzaron a sentir una agradable sensación de paz y bienestar.
Flotaban entre nubes y miraban el cielo.
Una nube dejó caer sus gotas de lluvia y se mojaron, pero estaban contentos de sentir el frescor del agua.
Se miraron a los ojos y sonrieron.
El color naranja se había colocado justo delante de ellos.
Por primera vez, el camaleón sentía que compartía algo y comprendió la amistad que le ofrecía el pajarillo.
Todo se iluminó de color naranja.
Aparecieron árboles frutales y una gran alfombra de flores.
Cuando estaban más relajados, apareció el color añil, y de los ojos del camaleón cayeron unas lagrimitas. Estaba arrepentido de haber sido tan orgulloso y de no valorar aquello que era realmente hermoso.
Pidió perdón al pajarillo y a los demás animales y desde aquel día se volvió mas humilde.

El Acertijo

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Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de correr mundo, y se partió sin más compañía que la de un fiel criado. Llegó un día a un extenso bosque, y al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita, y, al acercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa. Dirigióse a ella y le dijo:
- Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y al criado?
- De buen grado lo haría -respondió la muchacha con voz triste-; pero no os lo aconsejo. Mejor es que os busquéis otro alojamiento.
- ¿Por qué? -preguntó el príncipe.
- Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros ­contestó la niña suspirando.
Bien se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada, y, por otra parte, no era miedoso, entró. La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:
- ¡Buenas noches! -dijo con voz gangosa, que quería ser amable-. Sentaos a descansar-. Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.
La hija advirtió a los dos hombres que no comiesen ni bebiesen nada, pues la vieja estaba confeccionando brebajes nocivos. Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada, y cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:
- Aguarda un momento, que tomarás un trago, como despedida.
Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado, que se había entretenido arreglando la silla.
- ¡Lleva esto a tu señor! -le dijo. Pero en el mismo momento se rompió la vasija, y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido, pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla. Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando.
«¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?», se dijo el criado; mató, pues, el cuervo y se lo metió en el zurrón.
Durante toda la jornada estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella. El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones, y ya entrada la noche presentáronse doce bandidos, que concibieron el propósito de asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.
Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.
Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero eran tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo. Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma:
- ¿Qué es -le dijo- una cosa que no mató a ninguno y, sin embargo, mató a doce? En vano la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza, no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas, pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese de escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho, pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echó del aposento a palos. A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.
Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, púsose a hablarle en voz queda, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía todo perfectamente.
Preguntó ella:
- Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?
Respondió él:
- Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez.
Siguió ella preguntando:
- Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto?
- Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados.
Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella hubo de abandonar. A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado el enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:
- Durante la noche, la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado.
Dijeron los jueces:
- Danos una prueba.
Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:
- Que este manto se borde en oro y plata; será el de vuestra boda.

(Hermanos Grimm)

Los tres hijos del rey

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Cierta vez existió un rey que tenía tres hijos dotados de las mismas cualidades de modo que era difícil escoger, entre ellos, quien iba recibir el legado del Reino.
 
Entonces acudió a un sabio de la región para recibir su consejo. El sabio ideó el plan y aconsejó al rey:
- Vete de peregrinación.
Así el rey llamó a sus tres hijos y les dio a cada uno la misma cantidad de semillas de unas hermosas flores.
 
Luego, antes de marcharse, les dio la siguiente instrucción:
- Preservad estas semillas tan bien como os sea posible, porque vuestras vidas dependen de ellas. Y, cuando regrese me informaréis de lo ocurrido con ellas.
El primer hijo, el mayor, el que mejor sabía conducirse, el más artero y pulcro, dijo:

- Guardaré estas semillas en una caja fuerte, de modo que para cuando regrese mi padre estarán tal cual me los ha dado, ya que de ello depende mi vida. -Y procedió con la idea de guardarlo tal como se propuso.
 
El segundo hijo, dijo:
- Como las semillas deben ser preservadas, mientras dure la ausencia de mi padre, las venderé y guardaré el dinero, y, el día que él regrese, las volveré a comprar y él no se dará cuenta, sin embargo las especies estarán tan frescas como me los dio, pues guardarlo no puedo porque hay el riesgo de que se pudran. -Y así lo hizo.

El tercer hijo, dijo:
- Lo que nos dio son semillas, eso debe significar algo. Y, como las semillas están hechas para germinar y crecer en la superficie de la tierra, prepararé el terreno y las sembraré sobre ella para que adorne el jardín.

Al cabo de un año, el padre regresó y, evidentemente, examinó a cada uno de sus hijos. El hijo mayor abrió la caja fuerte y dijo a su padre:
- Mi señor, aquí tiene las semillas que me las dio; están bien conservadas, tal como usted me las dio. 

Pero, el rey, dijo:
- ¡Estúpido! Las semillas no se conservan en cajas de seguridad; solo se preservan si las dejas morir y le permites renacer.

Luego se dirigió al segundo hijo diciendo:
- Tú entendiste mejor que tu hermano mayor. Pero, como la cantidad de las semillas sigue siendo la misma y que ellas se multiplican en millones, naturalmente, has cometido un grave error en el intento de preservar tal cual te las di. 

Después se dirigió al menor, quien le condujo hacia el jardín para mostrárselo, diciendo:
- Padre, yo las esparcí por el suelo y se han convertido en plantas. Sin embargo, pronto florecerán y harán sus propias semillas de modo que usted las recogerá multiplicado en millones. 

El rey declaró:
- ¡Ganaste la prueba, muchacho! ¡Tú serás mi sucesor! Porque la única forma de preservar la semilla es permitiéndole morir para que pueda renacer.

El sastrecillo valiente

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Hace muchos años, en un reino muy lejano, vivía un joven muy pobre. Era sastre. Pero casi nunca trabajaba porque nadie le hacía ningún encargo. Como le sobraba tanto tiempo, siempre estaba con sus fantasías, pensaba y pensaba las hazañas más extraordinarias. Estaba seguro de que algún día iba a ser famoso y rico.

Un día de esos de verano en que hace tanto calor, estaba en su taller soñando, como siempre. Unas moscas muy pesadas habían entrado por la ventana y se pasaban el rato zumbando y molestando a nuestro joven sastre. Se le posaban en la nariz, en las manos, en las orejas. En fin, que le estaban dando la lata. El joven estaba tan harto de las moscas que empezó a perseguirlas por todo el taller y a echarlas hacia la ventana. Pero nada, que las moscas no se iban. Estaba tan enfadado que cogió un trapo que tenía por allí, y aprovechando que las moscas se habían posado sobre una mesa, les sacudió un buen golpe. Con tanta fortuna, que siete de ellas quedaron muertas sobre la mesa.   

Entonces, el joven sastre se sentó y empezó a soñar que, en realidad, había luchado contra siete feroces guerreros y que los había vencido a los siete. Y de tanto pensarlo, llegó a creer que era verdad. Se sentía como el más valiente de los caballeros del reino. Y como era sastre, pues se hizo una camisa muy bonita con un letrero en el pecho, en el que ponía «MATÉ SIETE DE UN GOLPE».    Y, con la camisa puesta, salió por toda la ciudad. La gente, que leía lo que ponía en la camisa del sastre, pensaba que había matado a siete guerreros y el sastre decía que sí que había matado a «siete de un golpe». El sastre se hizo muy famoso y en todo el reino se hablaba del Sastrecillo Valiente que había matado a siete de un golpe.   

Por aquellos días, el Rey lo estaba pasando muy mal, porque dos gigantes muy crueles estaban a la puerta de su palacio y querían quitarle sus riquezas y su reino. El Rey buscaba a alguien que quisiera ayudarle. Entonces, alguien le habló del Sastrecillo Valiente y mandó a buscarlo.    Por eso, un día, aparecieron por el taller del sastre unos enviados del Rey y le pidieron que fuera a palacio a ayudar al Rey y a derrotar a los gigantes.   

El sastre se asustó mucho y se arrepintió de haber sido tan soñador y de haberse metido en ese lío. Pero como no quería que nadie le llamara mentiroso y se riera de él, aceptó y se fue a luchar contra los gigantes.   

Y llegó cerca del palacio llenito de miedo. En el bosque que rodeaba el palacio vio a los dos gigantes que estaban sentados a la sombra. Temblando y sin hacer ruido, se subió a un árbol para que los dos gigantes no le vieran. Como hacía mucho calor, los dos gigantes se quedaron dormidos. Entonces, el sastre tiró una piedra que golpeó a uno de los gigantes en la nariz. El gigante se despertó enfadadísimo y dolorido. Creyó que había sido el otro gigante el que le había dado la pedrada y le dio dos puñetazos bien fuertes.    Cuando los gigantes volvieron a quedarse dormidos, el Sastrecillo Valiente, tiró una piedra al otro gigante le dio en los dientes. El gigante se despertó hecho una fiera y pegó una patada al otro. Los dos gigantes se liaron a puñetazos, patadas y mordiscos.   

Estuvieron peleando más de dos horas. Hasta que al fin, agotados, quedaron tumbados en el suelo sin poder moverse. El sastre echó a correr hacia palacio, gritando: Venid, venid! ¡corred! He peleado con los gigantes y los he vencido! ¡Venid a sujetarlos!   

Los soldados del Rey fueron en busca de los gigantes sin creer lo que el sastre decía. Pero cuando llegaron vieron a los dos gigantes tumbados en el suelo. Los ataron con muchas cuerdas y cadenas y, con unos cables, los arrastraron y los metieron en los calabozos.  

El Rey, muy contento y muy agradecido, regaló muchas riquezas al Sastrecillo que se convirtió en un señor muy poderoso. Y, además, la Princesa se casó algunos años después con el famoso Sastrecillo Valiente.

La princesa y el guisante



Había una vez un joven príncipe en edad casadera, que decidió iniciar un viaje para encontrar una princesa con la que casarse y dar herederos a su reino. Así fue como se embarcó en un largo periplo, que le llevó a recorrer todo el mundo conocido, en busca de esa princesa verdadera con la que contraer matrimonio. En tan extenso territorio, muchas fueron las candidatas que encontró en su camino, pero ninguna tenía lo que el príncipe estaba buscando.

Una oscura noche,  en la que el cielo parecía estar a punto de derrumbarse y la lluvia golpeaba incesantemente los muros del palacio, alguien llamaba a la puerta de forma desesperada en busca de refugio.

Cuando los sirvientes abrieron la puerta, descubrieron que se trataba de una empapada y sucia mujer, que afirmaba ser una auténtica princesa, a pesar del lamentable aspecto que presentaba.

Para comprobar si era cierto lo que decía, la reina se dispuso a realizar una pequeña prueba, que consistía en meter un insignificante guisante, sin que su huésped lo supiera, entre capas y capas de colchones y edredones.

Cuando llegó el nuevo día y todos se habían levantado, la reina se interesó por cómo había pasado la noche su invitada.

-He pasado una noche terrible señora. No sé qué tendría esa cama, pero era algo de tal dureza, que me ha dejado el cuerpo en un estado tan maltrecho, como si hubiese dormido encima de unas piedras.

Al escuchar sus palabras, se dieron cuenta de que sus palabras eran ciertas y que esa delicadeza, tan solo la poseen las princesas de verdad.

Y así fue como el príncipe encontró a la mujer para casarse y como un pequeño guisante, termino mostrándose junto a las más altas joyas de la corona.

La alfombra voladora

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En una ciudad oriental, vivía un viejo comerciante de alfombras, el cual, tuvo que marcharse unos días de su hogar, dejando su tienda al cuidado de su ayudante Alí.
Le indicó, que podía vender todas las alfombras que quisiera, menos una muy antigua que estaba en un rincón.
Al día siguiente, un elegante hombre, entró en la tienda y le pregunto por la vieja alfombra, la cual le vendió como si fuera recién salida del telar, a pesar de las advertencias de su amo.
Cuando volvió y Alí, le contó lo sucedido, el comerciante se enfado mucho, ya que era una alfombra voladora. Como era natural, Alí le prometió recuperarla, buscando en primer lugar en la plaza del mercado, en donde pudo ver al hombre comprando una tinaja, en la cual se introdujo.
Subido en su alfombra, el hombre se marchó hasta su hogar, en el que estaba esperando su hija, cuyo regalo era la tinaja. Este hombre era un poderoso sultán, que poseía maravillosos palacios.
Al ir a mirar en la tinaja, su hija, se encontró con el joven Alí, al que identifico primeramente con un príncipe traído por su padre para casarse con ella. A pesar de que su padre le revelo la verdadera naturaleza de Alí, sus deseos de casarse con él, permanecieron intactos.
A pesar de que el sultán se negaba a aprobar la boda, el empeño de su hija, pudo más y consiguieron casarse felizmente, no sin antes, devolverle la alfombra al comerciarte, el cual se la dio como regalo de bodas.

Los tres cerditos


En un lugar muy lejano, vivían tres hermanos cerditos, a los que les encantaba la música. Un buen día, decidieron marcharse junto a sus instrumentos favoritos, a ver el mundo que les rodeaba.
Cansados de ir de un lado a otro, decidieron establecerse en un hermoso lugar, en el que comenzaron a construir 3 bonitas casas, de diferentes materiales. El más pequeño, decidió hacerla de paja, ya que era un material más barato y sobretodo, con el que era más fácil construir.
El mediano, al que tampoco le gustaba trabajar demasiado, eligió la madera para construir su casa, ya que era muy fácil encontrarla por el entorno y con ella, tampoco iba a resultarle muy complicado terminar su vivienda.
Tan pronto finalizaron sus hogares, que se pusieron a cantar y bailar, mientras se burlaban del cerdito mayor, por estar perdiendo su tiempo en hacer su casa de ladrillo.
Pero, un buen día, apareció un lobo hambriento, al que las casitas de los tres cerditos, le parecieron muy fáciles de derribar. Y estaba en lo cierto, con las dos primeras, que sucumbieron rápidamente a sus soplidos, sin embargo, la del cerdito mayor, era imposible de derribar. El lobo, desesperado por el hambre, decidió introducirse por la chimenea, con tan mala suerte de caer en un caldero de agua hirviendo, que le sirvió de escarmiento para no volver a molestar a los cerditos jamás.

El patito feo

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Había una vez, un precioso lago, en el que vivía una mama pata que incubaba pacientemente los huevos de los que iban a nacer próximamente sus patitos. Un día, mientras contemplaba las aguas del lago, sintió que los huevos estaban comenzando a abrirse y se apartó para observar el nacimiento de sus pequeños.

Casi todos los patitos abrían el cascarón con mucha pericia y comenzaban a piar a su mama para que les diera de comer, menos el último, al que le costó mucho más que sus hermanos ver la luz del sol y al que por su aspecto diferente, comenzaron a insultarle y menospreciarle.

El pobre patito, cansado de que todo el mundo le dijera cosas horribles sobre su aspecto, se marchó de su hogar para buscar algún lugar en el que los demás animales lo aceptaran tal y como era. Así fue como nuestro pequeño amigo inició un penoso viaje, en el que siempre se cruzaban en su camino, animales crueles que se mentían con su oscuro plumaje y rechoncha figura.

Hasta que por fin, llegó a un lugar en el que sus habitantes no solo no lo rechazaban, sino que lo recibían con alegría y lo animaban a unirse a su grupo. Maravillado por su bonito aspecto, hecho una  mirada a su reflejo para ver si era tan feo como decían y descubrió que no solo no era feo, sino que era un cisne tan precioso como el resto del lago.

La gallina de los huevos de oro

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Hace muchos, muchos años, vivía en un pequeño pueblecito de las montañas, un labrador tan pobre, que a duras penas podía conseguir algo para comer todos los días. Tanta pena daba, que un buen día, mientras estaba trabajando las pocas tierras que poseía, se le apareció un pequeño duende, que le dijo:
-Tranquilo, pobre labrador, no he venido a causarte ningún mal, sino a ayudarte a aliviar tu situación y crearte algo de riqueza. Esta gallina que traigo, es mágica y cada día te dará, si la cuidas bien, un huevo de oro.
Tras escuchar con atención sus palabras, volvió a su casa, para acomodar a la gallina en su nuevo hogar. A la mañana siguiente, corrió hasta el corral para ver si era cierto lo que le había contando el duende y para su sorpresa, al levantar la gallina, encontró un huevo de oro, que llevó a la ciudad para venderlo.
Fue así como gracias a la gallina y al duende, consiguió amansar una gran fortuna, con la que podía permitirse todo tipo de lujos. Cuanto más tenía, más grandes se hacían sus deseos de tener muchas más cosas. Deseos, que le llevaron a cometer la locura de matar a la pobre gallina para descubrir las riquezas, que el suponía que guardaba en su interior y que para su desgracia, solo estaban en su imaginación.

La paja, la brasa y la alubia

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Hace muchos años, vivía en un pequeño pueblecito, una anciana a la que le encantaba comer alubias. Un buen día, mientras estaba cociendo su plato favorito, una alubia se escapo de la olla, cayendo al suelo junto a un pequeño trozo de paja y un ascua que acababa de saltar del fuego.
Antes de que las otras dos se decidieran a decir algo, la paja se animó a romper el hielo:
-Saludos ¿cuál es vuestra procedencia?
La brasa le contestó: -Yo vengo del fuego. Por suerte he conseguido escapar, antes de consumirme.
La alubia dijo: – Al igual que tú, he conseguido sortear al destino y no perecer junto a mis hermanas.
-No os creáis que mi destino iba a ser distinto -replicó la paja-.Mis compañeras han sido usadas para encender el fuego y ya veis lo que queda de ellas.
.Y ahora ¿a dónde vamos? –dijo la brasa
-Propongo-sugirió la alubia-que salgamos de aquí cuanto antes y marchemos las tres juntas a ver mundo.
Aceptaron las otras dos la sugerencia y salieron de allí, hacia los desconocido. Al cabo de un rato se encontraron en su camino un arroyo, que solo podían cruzar con la ayuda de la paja. Esta se puso como pasarela, con tan mala suerte que la brasa, al ver las aguas del arroyo, se incendió y cayó junto a la paja al arroyo.
La alubia al verlas, comenzó a reírse tanto, que estallo. Sin embargo, logró sobrevivir gracias a un sastre que por allí pasaba y que la recompuso con hilo de color negro, con el que le dio su característica raya negra.

Corazón de piedra

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En un país muy lejano, había una princesa de extraordinaria belleza, riqueza e inteligencia, a la que todos los hombres se acercaban para conseguir su dinero. Harta de tener que soportar a tales individuos, difundió el siguiente mensaje: solo se casaría con aquel que fuera capaz de entregarle el regalo más lujoso,dulce y franco. Un mensaje que llegó rápidamente a todos los rincones del reino, llenando en un abrir y cerrar de ojos, el palacio de todo tipo de regalos, entre los que destacaba uno en particular. ¿Qué era? Una simple y llana piedra, llena de musgo y líquenes.
Un regalo que enfureció de tal  manera a la princesa, que mando llamar inmediatamente a su dueño, para que le explicara el porqué de tan feo regalo.
-Comprendo vuestro enfado-dijo el joven pretendiente-, pues no es un regalo que os pueda parecer a vuestra altura. Dejadme deciros, que esa fea roca que contempláis, no es lo que vuestros ojos ven, ya que lo que he querido representar con ella, es mi humilde corazón. Como veis, es algo tan valioso como vuestras riquezas, franco porque no os pertenece y llegará a ser dulce, si lo colmáis con amor.
Al escuchar estas palabras, la princesa cayó totalmente enamorada de este perspicaz joven, al que envió durante un largo período de tiempo, una ingente cantidad de regalos para atraerle. Pero nada de esto parecía atraerle a su curioso pretendiente. Cansada de esforzarse, sin obtener resultado, lanzó la piedra al fuego, descubriendo con su calor una preciosa estatua dorada.
Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que si quería conquistar el corazón de su amado, debía alejarse de las cosas superficiales y prestar atención a lo verdaderamente importante. De esta manera, dejó atrás todos sus lujos y altanería, ayudando a todos aquellos habitantes que la necesitaban, gracias a los cuales consiguió casarse con su amado.

sábado, 1 de febrero de 2014

Los dientes del sultán

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En un país muy lejano, al oriente del gran desierto vivía un viejo Sultán, dueño de una inmensa fortuna.        
El Sultán era un hombre muy temperamental además de supersticioso. Una noche soñó que había perdido todos los dientes. Inmediatamente después de despertar, mandó llamar a uno de los sabios de su corte para pedirle urgentemente que interpretase su sueño.        
- ¡Qué desgracia mi Señor! - exclamó el Sabio - Cada diente caído representa la pérdida de un pariente de Vuestra Majestad.        
- ¡Qué insolencia! - gritó el Sultán enfurecido - ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí!        
Llamó a su guardia y ordenó que le dieran cien latigazos, por ser un pájaro de mal agüero. Más tarde, ordenó que le trajesen a otro Sabio y le contó lo que había soñado. Este, después de escuchar al Sultán con atención, le dijo:        
- ¡Excelso Señor! Gran felicidad os ha sido reservada. El sueño significa que vuestra merced tendrá una larga vida y sobrevivirá a todos sus parientes.        
Se iluminó el semblante del Sultán con una gran sonrisa y ordenó que le dieran cien monedas de oro. Cuando éste salía del Palacio, uno de los consejeros reales le dijo admirado:        
- ¡No es posible! La interpretación que habéis hecho de los sueños del Sultán es la misma que la del primer Sabio. No entiendo por qué al primero le castigó con cien azotes, mientras que a vos os premia con cien monedas de oro.        
- Recuerda bien amigo mío --respondió el segundo Sabio-- que todo depende de la forma en que se dicen las cosas... La verdad puede compararse con una piedra preciosa. Si la lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir, pero si la enchapamos en un delicado embalaje y la ofrecemos con ternura, ciertamente será aceptada con agrado...        
- No olvides mi querido amigo --continuó el sabio-- que puedes comunicar una misma verdad de dos formas: la pesimista que sólo recalcará el lado negativo de esa verdad; o la optimista, que sabrá encontrarle siempre el lado positivo a la misma verdad".         
Dice el libro de los Proverbios: "Las palabras del hombre son aguas profundas, río que corre, pozo de sabiduría... Con sus labios, el necio se mete en líos; con sus palabras precipitadas se busca buenos azotes... Cada uno comerá hasta el cansancio del fruto de sus palabras. La vida y la muerte dependen de la lengua; los que hablan mucho sufrirán las consecuencias". Prov 18,4.20-21.- Uno de los grandes desafíos de la humanidad es aprender a comunicarse.

(De las Mil y una noches)