Había una vez un viejo, tan viejo que no recordaba ni siquiera que había sido joven. Y quizás no lo había sido jamás.
En todo el tiempo que llevaba de vida, todavía no había aprendido a vivir. Transcurría sus días ociosos en el umbral de su cabaña, mirando con ojos indiferentes al cielo.
A veces alguno se detenía a hacerle preguntas. Tan lleno de años como estaba, la gente lo creía muy sabio y buscaba sacar algún consejo de su secular experiencia.
— ¿Qué debemos hacer para conquistar la alegría? –le preguntaron los jóvenes.
— La alegría es una invención de los tontos –respondía él.
Pasaban hombres de alma noble, apóstoles deseosos de hacerse útiles:
— ¿De qué manera podemos sacrificarnos, para ayudar a nuestros hermanos? –le preguntaban.
— Quien se sacrifica por la humanidad es un loco –respondía el viejo con una risa sarcástica.
— ¿Cómo podemos encaminar a nuestros hijos por el camino del bien? –preguntaban los padres y las madres.
— Los hijos son serpientes. De ellos no se puede esperar más que mordidas venenosas.
Las malvadas convicciones de aquel que no sabía ni vivir ni morir, poco a poco se difundían en el mundo. El amor, la bondad, la poesía, embestidos por el ventarrón del pesimismo se empañaban y hacían áridos.
Finalmente Dios se dio cuenta de la destrucción que el pesimismo obraba en el mundo, y decide darle solución.
— Pobre, -pensó Dios-, apuesto a que nadie jamás le ha querido. Llamó a un niño y le dijo:
— Anda a dar un beso a aquel pobre viejo.
Enseguida el niño obedeció: puso los brazos alrededor del cuelo del viejo y le estampó un beso en su arrugada cara. El viejo quedó muy admirado, él que no se admiraba de nada. En efecto, nadie jamás le había dado un beso. Y así el pesimismo abrió los ojos a la vida, y murió sonriendo al niño que lo había besado.
(Leyenda árabe)
lunes, 9 de febrero de 2009
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