viernes, 28 de enero de 2011

La niña y el frío


Por la calle vi a una niña aterida y tiritando de frío dentro de su ligero vestido y con pocas perspectivas de conseguir una comida decente. Me encolericé y le dije a Dios: “¿Por qué permites estas cosas? ¿Por qué no haces nada para solucionarlo?”

Durante un rato, Dios guardó silencio. Pero aquella noche, de improviso, me respondió: “Ciertamente que he hecho. Te he hecho a ti.”

(Anthony de Mello)

Alas para volar

El águila empujó gentilmente sus pichones hacia la orilla del nido. Su corazón se aceleró con emociones conflictivas, al mismo tiempo en que sintió la resistencia de los hijos a sus insistentes empujones.

¿Por qué la emoción de volar tiene que comenzar con el miedo de caer?, pensó ella.

El nido estaba colocado bien en el alto de un pico rocoso. Abajo, solamente el abismo y el aire para sustentar las alas de los hijos.

¿Y si justamente ahora esto no funcionase ?, se decía.

A pesar del miedo, el águila sabía que aquel era el momento. Su misión estaba presta a ser completada; restaba todavía una tarea final: el empujón. El águila se llenó de coraje.

Mientras sus hijos no descubriesen sus alas no habría propósito para sus vidas. Mientras ellos no aprendieran a volar no comprenderían el privilegio que era nacer águila.

El empujón era el mejor regalo que ella podía ofrecerles. Era su supremo acto de amor. Entonces, uno a uno, ella los precipitó hacia el abismo.

¡¡Y entonces volaron!!.

(Autor desconocido)

A veces, en nuestras vidas, las circunstancias hacen el papel del águila. Son ellas las que nos empujan hacia el abismo.

Y quien sabe… tal vez sean ellas, las propias circunstancias, las que nos hacen descubrir que tenemos alas para volar…


jueves, 27 de enero de 2011

La Vaca

Cuenta la leyenda que cierto Maestro marchaba por los caminos con su aprendiz.

Un día, arriban a un pobre vivienda al lado del camino y se acercan a pedir alimento.

Con buena voluntad, los humildes habitantes del lugar les ofrecen lo poco que tenían.

Al verlos tan pobres, el Maestro les pregunta: “Cómo hacen para vivir ?”y, el dueño de la casa le comenta: “Pues Usted verá, tenemos aquella vaquita que nos da leche. Tomamos algo y con el resto hacemos queso que vendemos en el pueblo y, con lo que obtenemos de la venta, compramos lo que podemos. Somos pobres, pero gracias a la vaquita vamos viviendo”.

Luego de dormir un rato a un costado de la vivienda y siendo aún de noche, el Maestro despierta al aprendiz para seguir la marcha. A poco que se habían alejado de la vivienda, le dijo: “Regresa a la casa, toma la vaca y arrójala por el acantilado”.

El muchacho se espantó, pero, fiel a su voto de obediencia, cumplió con las órdenes del Maestro. Su sentimiento fue de horror y nunca pudo superar el trauma que esta cruel instrucción le causó en su espíritu.

Años después, este joven aprendiz ya adulto y habiendo abandonado al Maestro, tuvo en suerte volver a pasar por el mismo camino. Su espíritu no pudo menos que sobrecogerse al recordar la terrible acción que había cometido y buscó la pobre casita para enterarse cuál había sido el destino de la humilde familia.

Le costó encontrarla… dónde antes había estado la humilde vivienda ahora había un bella casita, con un jardín cuidado, una huerta, flores y varios animales de corral.

“Pobre gente” -pensó para sus adentros- “… con mi ciega obediencia, al matar su vaquita les causé un daño irreparable y tuvieron que irse…”. Se acercó y golpeó sus manos para llamar la atención de los moradores.

Un hombre mayor salió a recibirlo, su rostro denotaba felicidad y su ropa era prolija y agradable… le resultó vagamente conocido.

“Señor” -preguntó- “me podría decir qué fue de la familia que vivía en esta casa años atrás?”

“Pues… Usted verá… nosotros vivimos en esta casa desde siempre, nunca ha pertenecido a otra familia”

Sorprendido el joven insistió: “Pero, aquí vivía una familia humilde a la que tuve la suerte de conocer hace muchos años atrás, acaso son la misma familia que conocí?, cómo hicieron para progresar tanto ?”

“Ohhh… no lo recuerdo… pero ya que pregunta no tengo inconveniente en contarle… nosotros vivíamos de una vaquita que nos daba la leche y con ella nos arreglábamos para subsistir. Cierto día, la vaquita murió despeñada en el barranco y tuvimos que aguzar nuestro ingenio para
sobrevivir. Mis hijos empezaron una huerta y sus productos nos alimentaron y nos permitieron abastecer el mercado local, yo aprendí las artes de la alfarería y me convertí en un afamado artesano, hoy vienen desde lejos a comprar mis piezas, mi esposa retomó sus trabajos de costura y sus prendas también son requeridas a kilómetros a la redonda Prosperamos y las penurias de la pobreza acabaron para nosotros…

¿Cree Ud. que si esta familia aún tuviese su vaca, estaría hoy donde se encuentra?

Muchos de nosotros también tenemos vacas en nuestra vida. Ideas, excusas y justificaciones que nos mantienen atados a la mediocridad, dándonos un falso sentido de estar bien cuando frente a nosotros se encuentra un mundo de oportunidades por descubrir. Oportunidades que sólo podremos apreciar una vez que hayamos “matado” nuestras “vacas”.

(autor desconocido)

Los brahmanes y el león

En cierto pueblo había cuatro brahmanes que eran amigos. Tres habían alcanzado el confín de cuanto los hombres pueden saber, pero les faltaba cordura. El otro desdeñaba el saber; sólo tenía cordura. Un día se reunieron. ¿De qué sirven las prendas, dijeron, si no viajamos, si no logramos el favor de los reyes, si no ganamos dinero? Ante todo, viajaremos.

Pero cuando habían recorrido un trecho, dijo el mayor:

-Uno de nosotros, el cuarto, es un simple, que no tiene más que cordura. Sin el saber, con mera cordura, nadie obtiene el favor de los reyes. Por consiguiente, no compartiremos con él nuestras ganancias. Que se vuelva a su casa.

El segundo dijo:

-Mi inteligente amigo, careces de sabiduría. Vuelve a tu casa.

El tercero dijo:

-Ésta no es manera de proceder. Desde chicos hemos jugado juntos. Ven, mi noble amigo. Tú tendrás tu parte en nuestras ganancias.

Siguieron su camino y en un bosque hallaron los huesos de un león. Uno de ellos dijo:

-Buena ocasión para ejercitar nuestros conocimientos. Aquí hay un animal muerto; resucitémoslo.

El primero dijo:

-Sé componer el esqueleto.

El segundo dijo:

-Puedo suministrar la piel, la carne y la sangre.

El tercero dijo:

-Sé darle vida.

El primero compuso el esqueleto, el segundo suministró la piel, la carne y la sangre. El tercero se disponía a infundir la vida, cuando el hombre cuerdo observó:

-Es un león. Si lo resucitan, nos va a matar a todos.

-Eres muy simple -dijo el otro-. No seré yo el que frustre la labor de la sabiduría.

-En tal caso -respondió el hombre cuerdo- aguarda que me suba a este árbol.

Cuando lo hubo hecho, resucitaron al león; éste se levantó y mató a los tres. El hombre cuerdo esperó que se alejara el león, para bajar del árbol y volver a su casa.
(Panchatantra)

El alpinista

Un alpinista demoró tres días en escalar una montaña, pero, al llegar a lo alto y ver la belleza del paisaje, consideró pagados sus esfuerzos... Un conductor de helicóptero rió:

-Me basta hacer funcionar mi máquina y en un minuto estoy arriba sin cansarme inútilmente.

Así lo hizo. Cuando estuvo al lado del alpinista, le dijo:

-¡No sé por qué encuentras hermoso este insulso paisaje!

(Alejandro Jodorowsky)

La taza de té vacía

Un monje tenía siempre una taza de té al lado de su cama. Por la noche, antes de acostarse, la ponía boca abajo y, por la mañana, le daba la vuelta. Cuando un novicio le preguntó perplejo acerca de esa costumbre, el monje explicó que cada noche vaciaba simbólicamente la taza de la vida, como signo de aceptación de su propia mortalidad. El ritual le recordaba que aquel día había hecho cuanto debía y que, por tanto, estaba preparado en el caso de que le sorprendiera la muerte. Y cada mañana ponía la taza boca arriba para aceptar el obsequio de un nuevo día. El monje vivía la vida día a día, reconociendo cada amanecer que constituía un regalo maravilloso, pero también estaba preparado para abandonar este mundo al final de cada jornada.

(Lou Marinoff)

miércoles, 26 de enero de 2011

La Ciega

Érase una vez una ciega que fue a visitar a una sanadora.

-¿Qué te pasa, hermosa mujer?, le preguntó la sanadora.

-Pues que Dios no me dio la vista, respondió la ciega.

-Toma este ungüento y póntelo en los ojos, le dijo la sanadora, porque no es justo que yo lo vea todo y tu con esos hermosos ojos no veas nada.

La ciega se puso el ungüento en los ojos y, a los pocos minutos, empezó a ver.

-¡Dios te bendiga, sanadora, porque me has ayudado a ver! A ver este hermoso cielo lleno de estrellas, a ver esta hermosa luna, a ver estos hermosos árboles, a ver este hermoso mar, a ver estas hermosas flores que tantas veces he olido e imaginado, a ver a esta maravillosa gente, a ver esta hermosa tierra. ¡Gracias por compartir conmigo la hermosura de tu mundo y el Amor con que vives!

Atónita se quedó la sanadora al contemplar la hermosura que le rodeaba y la ciega le describía, contestándole así:

-En verdad te digo, querida ciega, que más ciega que tú estaba yo... ¡y no lo sabía!

(Juan Latorre Navas)

Los dos hermanos


Dos hermanos viajaban juntos; hacia el mediodía tendiéronse en el bosque para descansar.

Cuando despertaron, vieron cerca de ellos una piedra, con una inscripción; la descifraron y esto fue lo que leyeron:

«Que quien encuentre esta piedra camine por el bosque hacia el Oriente; en su camino hallará un río; que lo atraviese; a la otra ribera verá a una osa con sus oseznos; que coja los oseznos y escape a la montaña sin volverse. Allí verá una casa, y en aquella casa encontrará la dicha.»

Entonces dijo el menor al mayor:

-Vamos juntos; quizá podamos atravesar el río, coger los oseznos, llevarlos a aquella casa y encontrar ambos la dicha.

Pero el mayor replicó:

-No iré en busca de los osos, ni te aconsejo que lo hagas. En primer lugar, porque nada prueba la veracidad de esta inscripción, que acaso sea una broma; en segundo, porque es muy posible que la hayamos leído mal; y en tercero, aun admitiendo que eso sea la verdad, pasaremos la noche en el bosque, no hallaremos el río y nos extraviaremos. Y aun cuando hallásemos el río, ¿podríamos pasarlo? Quizá sea muy ancho y su corriente rápida. Mas, dado que lo pasásemos, ¿crees cosa fácil apoderarse de los oseznos? La osa nos degollaría y en vez de la dicha, encontraríamos la muerte. Por otra parte, aunque consiguiéramos apoderarnos de los oseznos, no nos sería posible escapar sin que descansásemos sino hasta haber llegado a la montaña. Por último, allí no se ve qué dicha es la que se encuentra en aquella casa; quizá sea una dicha de la que nada podamos hacer.

Y el hermano menor repuso:

-No soy de tu opinión; sin objeto no se escribió eso en esta piedra. El sentido de la inscripción es claro y preciso. Desde luego, no hay que correr tan gran peligro. En segundo lugar, si no vamos nosotros podrá otro descubrir esta piedra, hallar la dicha en lugar nuestro y nosotros no obtendremos nada. Por otra parte, nada se consigue en el mundo sin esfuerzo. Y, además, yo no quiero pasar por cobarde.

A lo que dijo el hermano mayor:

-Sabes el proverbio: «La codicia rompe el saco», o aquel otro: «Más vale pájaro en mano que ciento en el aire.»

Replicó el menor:

-Y yo he oído decir: «Quien no se arriesga no pasa la mar», y también: «Bajo una piedra inmóvil no corre el agua.» Pero me parece que es hora de partir.

Marchó el menor y el otro se quedó.

Un poco más lejos, en el bosque, el menor encontró un río, lo atravesó, y junto a la orilla vio una osa que dormía; cogió los oseznos y sin volver la cabeza, echó a correr hacia la montaña.

En cuanto llegó a la cima, una multitud de gente salió a su encuentro y transportole a la ciudad, donde se le nombró rey.

Reinó cinco años; al sexto, otro soberano más fuerte que él, le declaró la guerra, se apoderó de la ciudad y le expulsó.

Entonces, el hermano menor erró de nuevo y volvió a la casa del mayor, que vivía pacíficamente en el campo, ni rico ni pobre.

Ambos hermanos sintieron mucho gusto contándose su vida.

-Bien ves -díjole el mayor- que yo estaba en lo cierto. He vivido sin sobresaltos, y tú, que fuiste rey, piensa cuán atormentada fue tu vida.

Respondió el menor:

-No deploro mi aventura del bosque; cierto que ahora ya no soy nada; pero tengo, para embellecer mi vejez, el corazón lleno de recuerdos, mientras que tú no los tienes.

(Leon Tolstoi)

Dos números menos


Un hombre entra en una zapatería, y un amable vendedor se le acerca:

- ¿En qué puedo servirle, señor?
- Quisiera un par de zapatos negros como los del escaparate.
- Cómo no, señor. Veamos: el número que busca debe ser... el cuarenta y uno. ¿Verdad?
- No. Quiero un treinta y nueve, por favor.
- Disculpe, señor. Hace veinte años que trabajo en esto y su número debe ser un cuarenta y uno. Quizás un cuarenta, pero no un treinta y nueve.
- Un treinta y nueve, por favor.
- Disculpe, ¿me permite que le mida el pie?
- Mida lo que quiera, pero yo quiero un par de zapatos del treinta y nueve.

El vendedor saca del cajón ese extraño aparato que usan los vendedores de zapatos para medir pies y, con satisfacción, proclama «¿Lo ve? Lo que yo decía: ¡un cuarenta y uno!».

- Dígame: ¿quién va a pagar los zapatos, usted o yo?
- Usted.
- Bien. Entonces, ¿me trae un treinta y nueve?

El vendedor, entre resignado y sorprendido, va a buscar el par de zapatos del número treinta y nueve. Por el camino se da cuenta de lo que ocurre: los zapatos no son para el hombre, sino que seguramente son para hacer un regalo.

- Señor, aquí los tiene: del treinta y nueve, y negros.
- ¿Me da un calzador?
- ¿Se los va a poner?
- Sí, claro.
- ¿Son para usted?
- ¡Sí! ¿Me trae un calzador?

El calzador es imprescindible para conseguir que ese pie entre en ese zapato. Después de varios intentos y de ridículas posiciones, el cliente consigue meter todo el pie dentro del zapato.

Entre ayes y gruñidos camina algunos pasos sobre la alfombra, con creciente dificultad.

- Está bien. Me los llevo.

Al vendedor le duelen sus propios pies sólo de imaginar los dedos del cliente aplastados dentro de los zapatos del treinta y nueve.

- ¿Se los envuelvo?
- No, gracias. Me los llevo puestos.

El cliente sale de la tienda y camina, como puede, las tres manzanas que le separan de su trabajo. Trabaja como cajero en un banco.

A las cuatro de la tarde, después de haber pasado más de seis horas de pie dentro de esos zapatos, su cara está desencajada, tiene los ojos enrojecidos y las lágrimas caen copiosamente de sus ojos.

Su compañero de la caja de al lado lo ha estado observando toda la tarde y está preocupado por él.

- ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?
- No. Son los zapatos.
- ¿Qué les pasa a los zapatos?
- Me aprietan.
- ¿Qué les ha pasado? ¿Se han mojado?
- No. Son dos números más pequeños que mi pie.
- ¿De quién son?
- Míos.
- No te entiendo. ¿No te duelen los pies?
- Me están matando, los pies.
- ¿Y entonces?
- Te explico -dice, tragando saliva-. Yo no vivo una vida de grandes satisfacciones. En realidad, en los últimos tiempos, tengo muy pocos momentos agradables.
- ¿Y?
- Me estoy matando con estos zapatos. Sufro terriblemente, es cierto... Pero, dentro de unas horas, cuando llegue a mi casa y me los quite, ¿imaginas el placer que sentiré? ¡Qué placer, tío! ¡Qué placer!

(Jorge Bucay)

jueves, 13 de enero de 2011

Mi alma gemela


Un día mi alma gemela y yo fuimos al templo a orar, cuando llegamos empezamos a buscar un lugar solitario. Mientras buscábamos encontramos un señor flaco, largo y de comportamiento estupido.

- Es el coloso – dijo mi alma gemela - vamonos de aquí, no podemos orar junto a él.

Y seguimos caminando en el templo, pero esta vez encontramos un señor pequeño y con los ojos verdes, hablaba alto sobre cosas, luego se alteraba.

- Es un pikachu – dijo mi alma gemela - vámonos de este lugar ante que nos vea.

Nos alejamos de allí y más adelante encontramos una mujer acariciando perros.

- Dios – Dijo mi alma gemela – Corramos a otro lugar, no quiero ser uno más de lo poco que he visto.

Y seguimos caminando en el templo en busca de un lugar solitario, pero esta vez encontramos un señor en cuclillas, soplaba hacia arriba luego se tapaba el rostro.

- Es un vividor – dijo mi alma gemela – Vámonos de aquí ante que nos ensucie la piel.

De modo que seguimos buscando un lugar solitario, pero esta vez encontramos un joven escribiendo. Después se paraba y rompía lo escrito.

- ¡No! – Gritó mi alma gemela – Es un fénix sin alas, sabe muy bien que morirá sin dejar huella alguna. Oremos en otro lugar.

Y seguimos caminando en busca de un lugar solitario para orarle a nuestro Dios, pero esta vez encontramos un joven escuchando música.

- Es el más peligroso de todo – dijo mi alma gemela – Tiene un conjuro. Vámonos ahora mismo de este lugar, no quiero vivir toda mi vida hablando tonterías.

Finalmente mi alma gemela y yo nos pusimos tristes por no encontrar un lugar solitario donde orar.

- Vámonos de este templo – Dijo finalmente mi alma gemela – Pues no hay ningún lugar solitario donde podamos orarle a nuestro Dios. No permitiré que el viento acaricie mi pelo...

(Eddy Batista)

lunes, 10 de enero de 2011

El colibrí y las flores



Hace muchísimos años, todos los pájaros tenían las plumas del color de la tierra. Eran todas iguales. En cambio las flores eran rojas, azules, amarillas, violetas, anaranjadas...

Un día el colibrí dijo:-¡Como me gustaría tener mis plumitas del color de las flores!

A los otros pájaros les pareció una gran idea y decidieron pedirle al dios Inti, el sol, que coloreara sus plumas como lo había hecho con las flores.

Y allá se fueron todos los pájaros, volando hacia el cielo. Algunos se quedaron porque les gustaban sus plumas del color de la tierra. Y el colibrí se quedo para cuidar a las flores, ya que no quería dejarlas solas. Los pájaros volaron y volaron, pero el sol estaba muy lejos. Nunca llegarían. Entonces, compadecido, el dios Inti juntó unas nubes e hizo llover. Luego, con uno de sus rayos formo un gran arco iris.
Los pájaros, felices, se revoloteaban entre los colores. Uno se zambulló en el rojo, otro en el amarillo. Algunos se salpicaban con varios colores. Otros metían la cabeza en un color y el cuerpo en otro. Pero todos quedaron preciosos. Y el colibrí también quedó precioso, porque aunque no pudo viajar, las flores agradecidas por su compañía le regalaron un pedacito de sus colores.

(De la red)