miércoles, 21 de diciembre de 2016

Perlas de sabiduría

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Había una vez en el lejano Oriente un hombre considerado muy sabio. Un joven viajero decidió visitarle para aprender de él.
-Maestro, me gustaría saber cómo llegar a ser tan sabio como usted...
-Es realmente sencillo, -le dijo- yo solo me dedico a descubrir perlas de sabiduría. ¿Ves aquel gran baúl de perlas?
-Sí.
-Son todas las que he acumulado durante mi vida.
-Sí pero... ¿dónde puedo encontrarlas?
-Están en todas partes. Es cuestión de aprender a discernirlas. La sabiduría siempre está preparada para quien esté dispuesto a tomarla. Es como una planta que nace dentro del hombre, evoluciona dentro de él, se nutre de otros hombres y da frutos que alimentan a otros hombres.
-Aaahhhhh, ya, ya.... Lo que me está diciendo es que tengo que ir descubriendo lo que hay de sabio en cada
persona para crear mi propia sabiduría y compartirla con los demás...
En aquel momento, las palabras de aquel joven parecía como si se fueran formando una pequeña nube de vapor de agua que se condensaba hasta solidificarse en una pequeña perla. Inmediatamente el maestro la recogió para ponerla junto al resto de perlas.
El maestro le dijo:
-Realmente, mi única sabiduría es recopilar estas perlas para después saber utilizarlas en el momento oportuno.

¿Qué tiempo hará hoy?

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Erase una vez un caminante en medio de la montaña. A lo lejos divisó un gran rebaño de ovejas dirigidas por un rústico pastor. Como no tenía mucho que hacer, se acercó al hombre y le preguntó:
—¿Qué tiempo vamos a tener hoy? El pastor se levantó la gorra y respondió:
—Sin duda, el tipo de tiempo que más me gusta.
El forastero se quedó sorprendido por la réplica y dijo: —¿Cómo demonios sabe qué hará un tiempo de su gusto? Y el pastor le respondió:
—Amigo mío: como hace tiempo que averigüé que no siempre obtengo lo que quiero, he aprendido a apreciar lo que tengo. Por eso sé que hoy hará un día fantástico

Las siete maravillas

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Un grupo de estudiantes de Geografía, estudiaban las Siete Maravillas del Mundo.
Al término de la clase, se les pidió hacer una lista de las que ellos consideraban deberían ser actualmente las Siete Maravillas del Mundo.
A pesar de algunos desacuerdos, la mayoría votó por lo siguiente:
Las pirámides de Egipto.
El Gran Cañón.
El Canal de Panamá.
El Empire State.
La Basílica de San Pedro.
La Gran Muralla China.

Mientras se hacía la votación el maestro notó, que una estudiante permanecía callada y no había entregado aún su lista.
Así que le preguntó si tenía problema para terminar de hacer su elección.
La muchacha tímidamente respondió.
-Si, un poco. No podía decidirme pues son tantas las maravillas.
El maestro dijo:
-Bueno, dinos lo que has escrito y tal vez podamos ayudarte.
La muchacha titubeo, y después leyó,
-Creo que las Siete Maravillas del Mundo son:
Poder tocar.
Poder saborear.
Poder ver.
Poder escuchar.
Titubeando un poco continúo:
Poder sentir.
Poder reír.
Y… Poder amar.
Al terminar de leerlas el salón de clase quedó en un silencio absoluto.
Es muy sencillo para nosotros poder ver muchas de las hazañas del hombre y referirnos a ellas como maravillas, cuando a veces pasan desapercibidas las maravillas que Dios hizo por nosotros y que son sencillamente “comunes”.
¡Que hoy te acuerdes de aquellas cosas que son realmente Maravillosas!

Los dos sacos

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Hay una antigua leyenda acerca de tres hombres, cada uno de los cuales, cargaba dos sacos, sujetos a sus cuellos, uno al frente y el otro a sus espaldas.
 
Cuando al primero de ellos le preguntaron que había en sus sacos, el dijo:
-“Todo cuanto de bueno me han dado mis amigos se halla en el saco de atrás, ahí fuera de la vista, y al poco tiempo olvidado.” El saco de enfrente contiene todas las cosas desagradables que me han acontecido y, en mi andar, me detengo con frecuencia, saco esas cosas y las examino desde todos los ángulos posibles. Me concentro en ellas y las estudio. Y dirijo todos mis sentimientos y pensamientos hacia ellas.
En consecuencia, como el primer hombre siempre se estaba deteniendo para reflexionar sobre las cosas desafortunadas que le habían sucedido en el pasado, lo que lograba avanzar era muy poco.
Cuando al segundo hombre le preguntaron qué era lo que llevaba en sus dos sacos, el respondió:
-“En el saco de enfrente están todas las buenas acciones que he hecho. Las llevo delante de mí y continuamente las saco y las exhibo para que todo mundo las vea. Mientras que el saco que llevo atrás, contiene todos mis errores. Los llevo consigo a dondequiera que voy. Es mucho lo que pesan y no me permiten avanzar con rapidez, pero por alguna razón, no puedo desprenderme de ellos.”
 
Al preguntarle al tercer hombre sobre sus sacos, él contestó:
-“El saco que llevo al frente, está lleno de maravillosos pensamientos acerca de la gente, los actos bondadosos que han realizado y todo cuanto de bueno he tenido en mi vida. Es un saco muy grande y está lleno, pero no pesa mucho. Su peso es como las velas de un barco “lejos de ser una carga” me ayudan a avanzar. Por su parte, el saco que llevo a mis espaldas está vacío, pues le he hecho un gran orificio en el fondo. En ese saco, puse todo lo malo que escuché de los demás así como todo lo malo que a veces pienso acerca de mí mismo. Esas cosas se fueron saliendo por el agujero y se perdieron para siempre, de modo que ya no hay peso que me haga más penoso el trayecto.”

martes, 20 de diciembre de 2016

El pequeño pez

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“Usted perdone”, le dijo un pez a otro,”es usted más viejo y con más experiencia que yo, y probablemente podrá usted ayudarme. Dígame: ¿dónde puedo encontrar eso que llaman océano? He estado buscándolo por todas partes, sin resultado”.
   “El Océano”, respondió el viejo pez, “es dónde estás ahora mismo”.
   “¿Esto?, pero si esto no es más que agua… lo que yo busco es el Océano”, replicó el joven pez totalmente decepcionado, mientras se marchaba nadando a buscar en otra parte.
 
(Anthony de Mello)

El viejo perro cazador

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Hace muchos años, vivía un viejo perro de caza, cuya avanzada edad le había hecho perder gran parte de las facultades que lo adornaban en su juventud. Un día, mientras se encontraba en una jornada de caza junto a su amo, se topó con un hermoso jabalí, al que quiso atrapar para su dueño. Poniendo en ello todo su empeño, consiguió morderle una oreja, pero como su boca ya no era la de siempre, el animal consiguió escaparse.
Al escuchar el escándalo, su amo corrió hacia el lugar, encontrando únicamente al viejo perro. Enfadado porque hubiera dejado escapar a la pieza, comenzó a regañarle muy duramente.
El pobre perro, que no se merecía semejante regañina, le dijo:

-Querido amo mío, no creas que he dejado escapar a ese hermoso animal por gusto. He intentado retenerlo, al igual que hacía cuando era joven, pero por mucho que lo deseemos ambos, mis facultades no volverán a ser las mismas. Así que, en lugar de enfadarte conmigo porque me he hecho viejo, alégrate por todos esos años en los que te ayudaba sin descanso.

La Moraleja de esta Fabula: respeta siempre a las personas mayores, que aunque ya no puedan realizar grandes proezas, dieron sus mejores años para darte a ti y a tu familia, una vida mejor.


El náufrago y el mar

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Arrojado un náufrago en la orilla, se durmió de fatiga; mas no tardó en despertarse, y al ver al mar, le recriminó por seducir a los hombres con su apariencia tranquila para luego, una vez que los ha embarcado sobre sus aguas, enfurecerse y hacerles perecer.
Tomó el mar la forma de una mujer y le dijo:
- No es a mí sino a los vientos a quienes debes dirigir tus reproches, amigo mío; porque yo soy tal como me ves ahora! y son los vientos los que, lanzándose sobre mí de repente, me encrespan y enfurecen.

Moraleja: Nunca hagamos responsable de una injusticia a su ejecutor cuando actúa por orden de otros, sino a quienes tienen autoridad sobre él.

El vuelo del halcón

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Un rey recibió como obsequio dos pequeños halcones y los entregó al maestro de cetrería para que los entrenara. Pasado unos meses, el maestro le informó al rey que uno de los halcones estaba perfectamente, pero que al otro, no sabía que le sucedía pues no se había movido de la rama donde lo dejó, desde el día que llegó. El rey mandó a llamar a curanderos y sanadores para que vieran al halcón, pero nadie pudo hacerlo volar. Al día siguiente el monarca decidió comunicar a su pueblo que ofrecería una recompensa a la persona que hiciera volar al halcón. A la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente por los jardines. El rey le dijo a su corte:
—Traedme al autor de este milagro. Su corte le llevó a un humilde campesino. El rey le preguntó:
—¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres acaso un mago? Intimidado el campesino le dijo al rey:

—Fue fácil, mi Señor, sólo corté la rama y el halcón voló, se dio cuenta de que tenía alas y se largó a volar.
Alcancemos alturas antes de que alguien nos corte nuestra rama.

El mono que salvó a un pez

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¿Qué demonios estás haciendo?, le pregunté al mono cuando le vi sacar un pez del agua y colocarlo en la rama de un árbol. Estoy salvándole de perecer ahogado, me respondió.

Lo que para uno es comida, es veneno para otro. El sol, que permite ver al águila, ciega al búho.

Vivir el presente

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“Un hombre se le acercó a un sabio anciano y le dijo: -Me han dicho que tú eres sabio…. Por favor, dime qué cosas puede hacer un sabio que no está al alcance de las demás de las personas. El anciano le contestó: cuando como, simplemente como; duermo cuando estoy durmiendo, y cuando hablo contigo, sólo hablo contigo. Pero eso también lo puedo hacer yo y no por eso soy sabio, le contestó el hombre, sorprendido.
Yo no lo creo así, le replicó el anciano. Pues cuando duermes recuerdas los problemas que tuviste durante el día o imaginas los que podrás tener al levantarte. Cuando comes estás planeando lo que vas a hacer más tarde. Y mientras hablas conmigo piensas en qué vas a preguntarme o cómo vas a responderme, antes de que yo termine de hablar. El secreto es estar consciente de lo que hacemos en el momento presente y así disfrutar cada minuto del milagro de la vida.”

La mecha

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Un hombre oyó una noche que alguien andaba por su casa. Se levantó y, para tener luz, intentó sacar chispas del pedernal para encender su mechero. Pero el ladrón causante del ruido, vino a colocarse ante él y, cada vez que una chispa tocaba la mecha, la apagaba discretamente con el dedo. Y el hombre, creyendo que la mecha estaba mojada, no logró ver al ladrón.
También en tu corazón hay alguien que apaga el fuego, pero tú no lo ves.

La vaca

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Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar.

Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio: los habitantes, una pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rasgadas y sin calzado; la casa, poco más que un cobertizo de madera...
Se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó: “En este lugar donde no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen para sobrevivir? El señor respondió: “amigo mío, nosotros tenemos una vaca que da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo. Así es como vamos sobreviviendo.”
El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, se despidió y se fue. A mitad de camino, se volvió hacia su discípulo y le ordenó: “Busca la vaca, llévala al precipicio que hay allá enfrente y empújala por el barranco.”
El joven, espantado, miró al maestro y le respondió que la vaca era el único medio de subsistencia de aquella familia. El maestro permaneció en silencio y el discípulo cabizbajo fue a cumplir la orden.
Empujó la vaca por el precipicio y la vio morir. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante muchos años.
Un bello día, el joven agobiado por la culpa decidió abandonar todo lo que había aprendido y regresar a aquel lugar. Quería confesar a la familia lo que había sucedido, pedirles perdón y ayudarlos.
Así lo hizo. A medida que se aproximaba al lugar, veía todo muy bonito, árboles floridos, una bonita casa con un coche en la puerta y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado imaginando que aquella humilde familia hubiese tenido que vender el terreno para sobrevivir. Aceleró el paso y fue recibido por un hombre muy simpático.
El joven preguntó por la familia que vivía allí hacia unos cuatro años. El señor le respondió que seguían viviendo allí. Espantado, el joven entró corriendo en la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hacia algunos años con el maestro.
Elogió el lugar y le preguntó al señor (el dueño de la vaca): “¿Cómo hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?” El señor entusiasmado le respondió: “Nosotros teníamos una vaca que cayó por el precipicio y murió. De ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos. Así alcanzamos el éxito que puedes ver ahora.”

La puerta negra

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Érase una vez en un país muy lejano un rey que era muy polémico por sus acciones.

Tomaba a los prisioneros de guerra y los llevaba hacia una enorme sala. Los prisioneros eran colocados en grandes hileras en el centro de la sala y el rey gritaba diciéndoles:
-Les voy a dar una oportunidad, miren el rincón del lado derecho de la sala.
Al hacer esto, los prisioneros veían a algunos soldados armados con arcos y flechas, listos para cualquier acción.
-Ahora, continuaba el rey, miren hacia el rincón del lado izquierdo.
Al hacer esto, todos los prisioneros notaban que había una horrible y grotesca puerta negra, de aspecto dantesco, cráneos humanos servían como decoración y el picaporte para abrirla era la mano de un cadáver. En verdad, algo verdaderamente horrible solo de imaginar, mucho más para ver.
El rey se colocaba en el centro de la sala y gritaba:
- Ahora escojan, ¿qué es lo que ustedes quieren? ¿Morir clavados por flechas o abrir rápidamente aquella puerta negra mientras los dejo encerrados allí? Ahora decidan, tienen libre albedrío, escojan.
Todos los prisioneros tenían el mismo comportamiento: a la hora de tomar la decisión, ellos llegaban cerca de la horrorosa puerta negra de más de cuatro metros de altura, miraban los cadáveres, la sangre humana y los esqueletos con leyendas escritas del tipo: "viva la muerte", y decidían: -"Prefiero morir atravesado por las fechas."
Uno a uno, todos actuaban de la misma forma, miraban la puerta negra y a los arqueros de la muerte y decían al rey:
- "Prefiero ser atravesado por flechas a abrir esa puerta y quedarme encerrado".
Millares optaron por lo que estaban viendo que hacían los demás: elegir la muerte por las flechas.
Un día, la guerra terminó. Pasado el tiempo, uno de los soldados del "pelotón de flechas" estaba barriendo la enorme sala cuando apareció el rey. El soldado con toda reverencia y un poco temeroso, preguntó: - "Sabes, gran rey, yo siempre tuve una curiosidad, no se enfade con mi pregunta, pero, ¿qué es lo que hay detrás de aquella puerta negra?"
El rey respondió: Pues bien, ve y abre esa puerta negra."
El soldado, temeroso, abrió cautelosamente la puerta y sintió un rayo puro de sol besar el suelo de la enorme sala, abrió un poco más la puerta y más luz y un delicioso aroma a verde llenaron el lugar.
El soldado notó que la puerta negra daba hacia un campo que apuntaba a un gran camino. Fue ahí que el soldado se dio cuenta de que la puerta negra llevaba hacia la libertad.

Pedro y el hilo mágico

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Pedro era un niño muy vivaracho. Todos le querían: su familia, sus amigos y sus maestros. Pero tenía una debilidad. - ¿Cual?

Era incapaz de vivir el momento. No había aprendido a disfrutar el proceso de la vida. Cuando estaba en el colegio, soñaba con estar jugando fuera. Cuando estaba jugando soñaba con las vacaciones de verano. Pedro estaba todo el día soñando, sin tomarse el tiempo de saborear los momentos especiales de su vida cotidiana.

Una mañana, Pedro estaba caminando por un bosque cercano a su casa. Al rato, decidió sentarse a descansar en un trecho de hierba y al final se quedó dormido. Tras unos minutos de sueño profundo, oyó a alguien gritar su nombre con voz aguda.
Al abrir los ojos, se sorprendió de ver una mujer de pie a su lado. Debía de tener unos cien años y sus cabellos blancos como la nieve caían sobre su espalda como una apelmazada manta de lana. En la arrugada mano de la mujer había una pequeña pelota mágica con un agujero en su centro, y del agujero colgaba un largo hilo de oro.
La anciana le dijo: "Pedro, este es el hilo de tu vida. Si tiras un poco de él, una hora pasará en cuestión de segundos. Y si tiras con todas tus fuerzas, pasarán meses o incluso años en cuestión de días" Pedro estaba muy excitado por este descubrimiento. "¿Podría quedarme la pelota?", preguntó. La anciana se la entregó.
Al día siguiente, en clase, Pedro se sentía inquieto y aburrido. De pronto recordó su nuevo juguete. Al tirar un poco del hilo dorado, se encontró en su casa jugando en el jardín. Consciente del poder del hilo mágico, se cansó enseguida de ser un colegial y quiso ser adolescente, pensando en la excitación que esa fase de su vida podía traer consigo. Así que tiró una vez más del hilo dorado.
De pronto, ya era un adolescente y tenía una bonita amiga llamada Elisa. Pero Pedro no estaba contento. No había aprendido a disfrutar el presente y a explorar las maravillas de cada etapa de su vida. Así que sacó la pelota y volvió a tirar del hilo, y muchos años pasaron en un solo instante. Ahora se vio transformado en un hombre adulto. Elisa era su esposa y Pedro estaba rodeado de hijos. Pero Pedro reparó en otra cosa. Su pelo, antes negro como el carbón, había empezado a encanecer. Y su madre, a la que tanto quería, se había vuelto vieja y frágil. Pero el seguía sin poder vivir el momento. De modo que una vez más, tiró del hilo mágico y esperó a que se produjeran cambios.
Pedro comprobó que ahora tenía 90 años. Su mata de pelo negro se había vuelto blanca y su bella esposa, vieja también, había muerto unos años atrás. Sus hijos se habían hecho mayores y habían iniciado sus propias vidas lejos de casa. Por primera vez en su vida, Pedro comprendió que no había sabido disfrutar de las maravillas de la vida. Había pasado por la vida a toda prisa, sin pararse a ver todo lo bueno que había en el camino.
Pedro se puso muy triste y decidió ir al bosque donde solía pasear de muchacho para aclarar sus ideas y templar su espíritu. Al adentrarse en el bosque, advirtió que los arbolitos de su niñez se habían convertido en robles imponentes. El bosque mismo era ahora un paraíso natural. Se tumbó en un trecho de hierba y se durmió profundamente.
Al cabo de un minuto, oyó una voz que le llamaba. Alzó los ojos y vio que se trataba nada menos que de la anciana qu muchos años atrás le había regalado el hilo mágico. "¿Has disfrutado de mi regalo?", preguntó ella. Pedro no vaciló al responder: "Al principio fue divertido pero ahora odio esa pelota. La vida me ha pasado sin que me enterase, sin poder disfrutarla.Claro que habría habido momentos tristes y momentos estupendos, pero no he tenido oportunidad de experimentar ninguno de los dos. Me siento vacío por dentro. Me he perdido el don de la vida. "Eres un desagradecido, pero igualmente te concederé un último deseo", dijo la anciana. Pedro pensó unos instantes y luego respondió: "Quisiera volver a ser un niño y vivir otra vez la vida". Dicho esto se quedó otra vez dormido.
Pedro volvió a oír una voz que le llamaba y abrió los ojos. ¿Quien podrá ser ahora?, se preguntó. Cual no sería su sorpresa cuando vio a su madre de pie a su lado. Tenía un aspecto juvenil, saludable y radiante. Pedro comprendió que la extraña mujer del bosque le había concedido el deseo de volver a su niñez.
Ni que decir tiene que Pedro saltó de la cama al momento y empezó a vivir la vida tal como había esperado. Conoció muchos momentos buenos, muchas alegrías y triunfos, pero todo empezó cuando tomó la decisión de no sacrificar el presente por el futuro y empezar a vivir en el ahora.

- Fragmento tomado de "El monje que vendió su Ferrari" Robin S. Sharma-
 

La casa imperfecta

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Un maestro de construcción ya entrado en años estaba listo para retirarse a disfrutar su pensión de jubilación. Le contó a su jefe acerca de sus planes de dejar el trabajo para llevar una vida más placentera con su esposa y su familia. Iba a extrañar su salario mensual, pero necesitaba retirarse; ya se las arreglarían de alguna manera.
 
El jefe se dio cuenta de que era inevitable que su buen empleado dejara la compañía y le pidió, como favor personal, que hiciera el último esfuerzo: construir una casa más. El hombre accedió y comenzó su trabajo, pero se veía a las claras que no estaba poniendo el corazón en lo que hacia. Utilizaba materiales de inferior calidad, y su trabajo, lo mismo que el de sus ayudantes, era deficiente. Era una infortunada manera de poner punto final a su carrera.
 
Cuando el albañil terminó el trabajo, el jefe fue a inspeccionar la casa y le extendió las llaves de la puerta principal. "Esta es tu casa, querido amigo ---dijo-. Es un regalo para ti".
 
Si el albañil hubiera sabido que estaba construyendo su propia casa, seguramente la hubiera hecho totalmente diferente. ¡Ahora tendría que vivir en la casa imperfecta que había construido!
 

El vaso de agua

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Un maestro zen en un momento dado levantó un vaso de agua.
Cuando todos esperaban oír la pregunta: "¿Está el vaso medio lleno o medio vacío?" , ella en lugar de esto preguntó:
- ¿Cuánto pesa este vaso?
Las respuestas de los componentes del grupo variaron entre 200 y 250 gramos.
Pero la psicóloga respondió:
- El peso absoluto no es importante, sino el percibido, porque dependerá de cuánto tiempo sostengo el vaso: Si lo sostengo durante 1 minuto, no es problema. Si lo sostengo 1 hora, me dolerá el brazo. Si lo sostengo 1 día, mi brazo se entumecerá y paralizará.
El vaso no cambia, pero cuanto más tiempo lo sujeto, más pesado y más difícil de soportar se vuelve. 

Después continuó diciendo:

- Las preocupaciones son como el vaso de agua. Si piensas en ellas un rato, no pasa nada. Si piensas en ellas un poco más empiezan a doler y si piensas en ellas todo el día, acabas sintiéndote paralizado e incapaz de hacer nada.
¡Acuérdate de soltar el vaso!

El semidiós

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Un hombre tenía en su casa un semidiós, al que ofrecía ricos sacrificios. Como no cesaba de gastar en estos sacrificios sumas considerables, el semidiós se le apareció por la noche y le dijo:
- Amigo mío, deja ya de dilapidar tu riqueza, porque si te gastas todo y luego te ves pobre, me echarás a mí la culpa.

Moraleja: Si gastas tus riquezas en cosas innecesarias, no le eches luego la culpa de tus problemas a nadie más.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Los doce cuervos

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Éranse una vez un rey y una reina que vivían en buena paz y contentamiento con sus doce hijos, todos varones. Un día, el rey dijo a su esposa:
- Si el hijo que has de tener ahora es una niña, deberán morir los doce mayores, para que la herencia sea mayor y quede el reino entero para ella.
Y, así, hizo construir doce ataúdes y llenarlos de virutas de madera, colocando además, en cada uno, una almohadilla. Luego dispuso que se guardasen en una habitación cerrada, y dio la llave a la reina, con orden de no decir a nadie una palabra de todo ello.
Pero la madre se pasaba los días triste y llorosa, hasta que su hijo menor, que nunca se separaba de su lado y al que había puesto el nombre de Benjamín, como en la Biblia, le dijo, al fin:
- Madrecita, ¿por qué estás tan triste?
- ¡Ay, hijito mío! -le respondió ella-, no puedo decírtelo.
Pero el pequeño no la dejó ya en reposo, y, así, un día ella le abrió la puerta del aposento y le mostró los doce féretros llenos de virutas, diciéndole:
- Mi precioso Benjamín, tu padre mandó hacer estos ataúdes para ti y tus once hermanos; pues si traigo al mundo una niña, todos vosotros habréis de morir y seréis enterrados en ellos.
Y como le hiciera aquella revelación entre amargas lágrimas, quiso el hijo consolarla y le dijo:
- No llores, querida madre; ya encontraremos el medio de salir del apuro. Mira, nos marcharemos.
Respondió ella entonces:
- Vete al bosque con tus once hermanos y cuidad de que uno de vosotros esté siempre de guardia, encaramado en la cima del árbol más alto y mirando la torre del palacio. Si nace un niño, izaré una bandera blanca, y entonces podréis volver todos; pero si es una niña, pondré una bandera roja. Huid en este caso tan deprisa como podáis, y que Dios os ampare y guarde. Todas las noches me levantaré a rezar por vosotros: en invierno, para que no os falte un fuego con que calentaros; y en verano, para que no sufráis demasiado calor.
Después de bendecir a sus hijos, partieron éstos al bosque. Montaban guardia por turno, subido uno de ellos a la copa del roble más alto, fija la mirada en la torre. Transcurridos once días, le llegó la vez a Benjamín, el cual vio que izaban una bandera. ¡Ay! No era blanca, sino roja como la sangre, y les advertía que debían morir. Al oírlo los hermanos, dijeron encolerizados:
- ¡Qué tengamos que morir por causa de una niña! Juremos venganza. Cuando encontremos a una muchacha, haremos correr su roja sangre. Se adentraron en el bosque, y en lo más espeso, donde apenas entraba la luz del día, encontraron una casita encantada y deshabitada:
- Viviremos aquí -dijeron-. Tú, Benjamín, que eres el menor y el más débil, te quedarás en casa y cuidarás de ella, mientras los demás salimos a buscar comida.
Y se fueron al bosque a cazar liebres, corzos, aves, palomitas y cuanto fuera bueno para comer. Todo lo llevaban a Benjamín, el cual lo guisaba y preparaba para saciar el hambre de los hermanos. Así vivieron juntos diez años, y la verdad es que el tiempo no se les hacía largo.
Entretanto había crecido la niña que diera a luz la reina; era hermosa, de muy buen corazón, y tenía una estrella de oro en medio de la frente. Un día que en palacio hacían colada, vio entre la ropa doce camisas de hombre y preguntó a su madre:
- ¿De quién son estas doce camisas? Pues a mi padre le vendrían pequeñas.
Le respondió la reina con el corazón oprimido:
- Hijita mía, son de tus doce hermanos.
- ¿Y dónde están mis doce hermanos -dijo la niña-. Jamás nadie me habló de ellos:
La reina le dijo entonces:
- Dónde están, sólo Dios lo sabe. Andarán errantes por el vasto mundo. Y, llevando a su hija al cuarto cerrado, abrió la puerta y le mostró los doce ataúdes, llenos de virutas y con sus correspondientes almohadillas:
- Estos ataúdes -le dijo- estaban destinados a tus hermanos, pero ellos huyeron al bosque antes de nacer tú -y le contó todo lo ocurrido. Dijo entonces la niña:
- No llores, madrecita mía, yo iré en busca de mis hermanos.
Y cogiendo las doce camisas se puso en camino, adentrándose en el espeso bosque.
Anduvo durante todo el día, y al anochecer llegó a la casita encantada. Al entrar en ella se encontró con un mocito, el cual le preguntó:
- ¿De dónde vienes y qué buscas aquí? -maravillado de su hermosura, de sus regios vestidos y de la estrella que brillaba en su frente.
- Soy la hija del rey -contestó ella- y voy en busca de mis doce hermanos; y estoy dispuesta a caminar bajo el cielo azul, hasta que los encuentre.
Le mostró al mismo tiempo las doce camisas, con lo cual Benjamín conoció que era su hermana.
- Yo soy Benjamín, tu hermano menor- le dijo. La niña se echó a llorar de alegría, igual que Benjamín, y se abrazaron y besaron con gran cariño. Después dijo el muchacho:
- Hermanita mía, queda aún un obstáculo. Nos hemos juramentado en que toda niña que encontremos morirá a nuestras manos, ya que por culpa de una niña hemos tenido que abandonar nuestro reino.
A lo que respondió ella:
- Moriré gustosa, si de este modo puedo salvar a mis hermanos.
- No, no -replicó Benjamín-, no morirás; ocúltate debajo de este barreño hasta que lleguen los once restantes; yo hablaré con ellos y los convenceré.
Lo hizo así la niña.
Ya anochecido, regresaron de la caza los demás y se sentaron a la mesa. Mientras comían preguntaron a Benjamín:
- ¿Qué novedades hay?
A lo que respondió su hermanito:
- ¿No sabéis nada?
- No -dijeron ellos.
- ¿Conque habéis estado en el bosque y no sabéis nada, y yo, en cambio, que me he quedado en casa, sé más que vosotros? -replicó el chiquillo.
- Pues cuéntanoslo -le pidieron.
- ¿Me prometéis no matar a la primera niña que encontremos?
- Sí -exclamaron todos-, la perdonaremos; pero cuéntanos ya lo que sepas.
- Entonces dijo Benjamín:
- Nuestra hermana está aquí -y, levantando la cuba, salió de debajo de ella la princesita con sus regios vestidos y la estrella dorada en la frente, más linda y delicada que nunca ¡Cómo se alegraron todos y cómo se le echaron al cuello, besándola con toda ternura!
La niña se quedó en casa con Benjamín para ayudarle en los quehaceres domésticos, mientras los otros once salían al bosque a cazar corzos, aves y palomitas para llenar la despensa. Benjamín y la hermanita cuidaban de guisar lo que traían.
Ella iba a buscar leña para el fuego, y hierbas comestibles, y cuidaba de poner siempre el puchero en el hogar a tiempo, para que al regresar los demás encontrasen la comida dispuesta. Se ocupaba también en la limpieza de la casa y lavaba la ropa de las camitas, de modo que estaban en todo momento pulcras y blanquísimas. Los hermanos se hallaban contentísimos con ella, y así vivían todos en gran unión y armonía. He aquí que un día los dos pequeños prepararon una sabrosa comida, y, cuando todos estuvieron reunidos, celebraron un verdadero banquete; comieron y bebieron, más alegres que unas pascuas.
Pero ocurrió que la casita encantada tenía un jardincito, en el que crecían doce lirios. La niña, queriendo obsequiar a sus hermanos, cortó las doce flores, para regalar una a cada uno durante la comida. Pero en el preciso momento en que acabó de cortarlas, los muchachos se transformaron en otros tantos cuervos, que huyeron volando por encima del bosque, al mismo tiempo que se esfumaba también la casa y el jardín. La pobre niña se quedó sola en pleno bosque, y, al volverse a mirar a su alrededor, se encontró con una vieja que estaba a su lado y que le dijo:
- Hija mía. ¿qué has hecho? ¿Por qué tocaste las doce flores blancas?
Eran tus hermanos, y ahora han sido convertidos para siempre en cuervos. A lo que respondió la muchachita, llorando:
- ¿No hay, pues, ningún medio de salvarlos?
- No -dijo la vieja-. No hay sino uno solo en el mundo entero, pero es tan difícil que no podrás libertar a tus hermanos: pues deberías pasar siete años como muda, sin hablar una palabra ni reír. Una palabra sola que pronunciases, aunque faltara solamente una hora para cumplirse los siete años, y todo tu sacrificio habría sido inútil: aquella palabra mataría a tus hermanos.
Se dijo entonces la princesita, en su corazón: "Estoy segura de que redimiré a mis hermanos." Y buscó un árbol muy alto, se encaramó en él y allí se estuvo hilando, sin decir palabra ni reírse nunca.
Sucedió, sin embargo, que entró en el bosque un rey, que iba de cacería. Llevaba un gran lebrel, el cual echó a correr hasta el árbol que servía de morada a la princesita y se puso a saltar en derredor, sin cesar en sus ladridos. Al acercarse el rey y ver a la bellísima muchacha con la estrella en la frente, quedó tan prendado de su hermosura que le preguntó si quería ser su esposa.
Ella no le respondió de palabra; únicamente hizo con la cabeza un leve signo afirmativo. Subió entonces el rey al árbol, bajó a la niña, la montó en su caballo y la llevó a palacio. Se celebró la boda con gran solemnidad y regocijo, pero sin que la novia hablase ni riese una sola vez.
Al cabo de unos pocos años de vivir felices el uno con el otro, la madre del rey, mujer malvada si las hay, empezó a calumniar a la joven reina, diciendo a su hijo:
- Es una vulgar pordiosera esa que has traído a casa; quién sabe qué perversas ruindades estará maquinando en secreto. Si es muda y no puede hablar, siquiera podría reír; pero quien nunca ríe no tiene limpia la conciencia.
Al principio, el rey no quiso prestarle oídos; pero tanto insistió la vieja y de tantas maldades la acusó, que, al fin, el rey se dejó convencer y la condenó a muerte.
Encendieron en la corte una gran pira, donde la reina debía morir abrasada. Desde una alta ventana, el Rey contemplaba la ejecución con ojos llorosos, pues seguía queriéndola a pesar de todo. Y he aquí que cuando ya estaba atada al poste y las llamas comenzaban a lamerle los vestidos, sonó el último segundo de los siete años de su penitencia.
Se oyó entonces un gran rumor de alas en el aire, y aparecieron doce cuervos, que descendieron hasta posarse en el suelo. No bien lo hubieron tocado, se transformaron en los doce hermanos, redimidos por el sacrificio de la princesa. Se apresuraron a dispersar la pira y apagar las llamas, desataron a su hermana y la abrazaron y besaron tiernamente.
Y puesto que ya podía abrir la boca y hablar, contó al rey el motivo de su mutismo y de por qué nunca se había reído. Mucho se alegró el rey al convencerse de que era inocente, y los dos vivieron juntos y muy felices hasta su muerte.
La malvada suegra hubo de comparecer ante un tribunal, y fue condenada a meterse en una tinaja que fue arrojada al mar y que aún nadie ha encontrado, por lo que se cree que sigue a la deriva. 
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
 
(Hermanos Grimm)

Las tres hojas de la serpiente

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Vivía una vez un hombre tan pobre, que pasaba apuros para alimentar a su único hijo. Le dijo entonces éste:
- Padre mío, estáis muy necesitado, y soy una carga para vos. Mejor será que me marche a buscar el modo de ganarme el pan.
Le dió el padre su bendición y se despidió de él con honda tristeza.
Sucedió que por aquellos días el Rey sostenía una guerra con un imperio muy poderoso. El joven se alistó en su ejército y partió para la guerra. Apenas llegado al campo de batalla, se trabó un combate. El peligro era grande, y llovían muchas balas; el mozo veía caer a sus camaradas de todos lados, y, al sucumbir también el general, los demás se dispusieron a emprender la fuga. Se adelantó él entonces, los animó diciendo:
- ¡No vamos a permitir que se hunda nuestra patria!
Seguido de los demás, se lanzó a la pelea y derrotó al enemigo. Al saber el Rey que sólo a él le debía la victoria, lo ascendió por encima de todos, le dió grandes tesoros y lo nombró el primero del reino.
Tenía el monarca una hija hermosísima, pero muy caprichosa. Había hecho voto de no aceptar a nadie por marido y señor, que no prometiese antes solemnemente que, en caso de morir ella, se haría enterrar vivo en su misma sepultura: "Si de verdad me ama -decía la princesa-, ¿para qué querrá seguir viviendo?." Por su parte, ella se comprometía a hacer lo mismo si moría antes el marido. Hasta aquel momento, el singularísimo voto había ahuyentado a todos los pretendientes; pero su hermosura impresionó en tal grado al joven, que, sin pensarlo un instante, la pidió a su padre.
- ¿Sabes la promesa que has de hacer? -le preguntó el rey.
- Que debo bajar con ella a la tumba, si muere antes que yo -respondió el mozo-. Tan grande es mi amor, que no me arredra este peligro.
Consintió entonces el rey, y se celebró la boda con gran solemnidad y esplendor.
Los recién casados vivieron una temporada felices y contentos, hasta que, un día, la joven princesa contrajo una grave enfermedad, a la que ningún médico supo hallar remedio. Cuando hubo muerto, su esposo recordó la promesa que había hecho. Le horrorizaba la idea de ser sepultado en vida; pero no había escapatoria posible. El rey había mandado colocar centinelas en todas las puertas, y era inútil pensar en sustraerse al horrible destino.
Llegado el día en que el cuerpo de la princesa debía ser bajado a la cripta real, el príncipe fue conducido a ella, y tras él se cerró la puerta a piedra y lodo. Junto al féretro había una mesa, y con ella cuatro velas, cuatro hogazas de pan y cuatro botellas de vino. Cuando hubiera consumido aquellas vituallas, habría de morir de hambre y sed.
Dolorido y triste, comía cada día sólo un pedacito de pan y bebía un sorbo de vino; pero bien veía que la muerte se iba acercando irremisiblemente.
Una vez que tenía la mirada fija en la pared, vio salir de uno de los rincones de la cripta una serpiente, que se deslizaba en dirección al cadáver. Pensando que venía para devorarla, sacó la espada y exclamó: "¡Mientras yo esté vivo, no la tocarás!." Y la partió en tres pedazos.
Al cabo de un rato salió del mismo rincón otra serpiente, que enseguida retrocedió, al ver a su compañera muerta y despedazada. Pero regresó a los pocos momentos, llevando en la boca tres hojas verdes. Cogió entonces los tres segmentos de la serpiente muerta y, encajándolos debidamente, aplicó a cada herida una de las hojas. Inmediatamente quedaron soldados los trozos; el animal comenzó a agitarse, recobrada la vida, y se retiró junto con su compañera.
Las hojas quedaron en el suelo, y al desgraciado príncipe, que había asistido a aquel prodigio, se le ocurrió que quizás las milagrosas hojas que había devuelto la vida a la serpiente, tendrían también virtud sobre las personas.
Las recogió y aplicó una en la boca de la difunta, y las dos restantes, en sus ojos. Y he aquí que apenas lo hubo hecho, la sangre empezó a circular por las venas y restituyó al lívido rostro su color sonrosado. Respiró la muerta y, abriendo los ojos, dijo:
- ¡Dios mío!, ¿dónde estoy?
- Estás conmigo, esposa querida -respondióle el príncipe, y le contó todo lo ocurrido y cómo la había vuelto a la vida.
Le dió luego un poco de pan y vino, y cuando la princesa hubo recobrado algo de vigor, la ayudó a levantarse y a ir hasta la puerta, donde ambos se pusieron a golpear y gritar tan fuertemente, que los guardias los oyeron y corrieron a informar al rey.
Éste bajó personalmente a la cripta y se encontró con la pareja sana y llena de vida. Todos se alegraron sobremanera ante la inesperada solución del triste caso. El joven príncipe se guardó las tres hojas de la serpiente y las entregó a su criado, diciéndole:
- Guárdamelas con el mayor cuidado y llévalas siempre contigo. ¡Quién sabe si algún día podemos necesitarías!
Sin embargo, habíase producido un cambio en la resucitada esposa. Parecía como si su corazón no sintiera ya afecto alguno por su marido. Transcurrido algún tiempo, quiso él emprender un viaje por mar para ir a ver a su viejo padre, y los dos esposos embarcaron. Ya en la nave, olvidó ella el amor y fidelidad que su esposo le mostrara cuando le salvó la vida, y comenzó a sentir una inclinación culpable hacia el piloto que los conducía.
Y un día, en que el joven príncipe se hallaba durmiendo, llamó al piloto y, cogiendo ella a su marido por la cabeza y el otro por los pies, lo arrojaron al mar. Cometido el crimen, dijo la princesa al marino:
- Regresemos ahora a casa; diremos que murió en ruta. Yo te alabaré y encomiaré ante mi padre en términos tales, que me casará contigo y te hará heredero del reino.
Pero el fiel criado, que había asistido a la escena, bajó al agua un botecito sin ser advertido de nadie, y en él se dirigió, a fuerza de remos, al lugar donde cayera su señor, dejando que los traidores siguiesen su camino. Sacó del agua el cuerpo del ahogado, y, con ayuda de las tres hojas milagrosas que llevaba consigo y que aplicó en sus ojos y boca, lo restituyó felizmente a la vida.
Los dos se pusieron entonces a remar con todas sus fuerzas, de día y de noche, y con tal rapidez navegaron en su barquita, que llegaron a presencia del rey antes que la gran nave.
Asombrado éste al verlos regresar solos, les preguntó qué les había sucedido. Al conocer la perversidad de su hija, dijo:
- No puedo creer que haya obrado tan criminalmente; mas pronto la verdad saldrá a la luz del día- y, enviando a los dos a una cámara secreta, los retuvo en ella sin que nadie lo supiera.
Poco después llegó el barco, y la impía mujer se presentó ante su padre con semblante de tristeza. Le preguntó él:
- ¿Por qué regresas sola? ¿Dónde está tu marido?
- ¡Ay, padre querido! -exclamó la princesa-, ha ocurrido una gran desgracia. Durante el viaje mi esposo enfermó súbitamente y murió y, de no haber sido por la ayuda que me prestó el patrón de la nave, yo también lo habría pasado muy mal. Estuvo presente en el acto de su muerte, y puede contároslo todo.
Dijo el rey:
- Voy a resucitar al difunto -y, abriendo el aposento, mandó salir a los dos hombres.
Al ver la mujer a su marido, quedó como herida de un rayo y, cayendo de rodillas, imploró perdón. Pero el rey dijo:
- No hay perdón. Él se mostró dispuesto a morir contigo y te restituyó la vida; en cambio, tú le asesinaste mientras dormía, y ahora recibirás el pago que merece tu acción.
Fue embarcada junto con su cómplice en un navío perforado y llevada a alta mar, donde muy pronto los dos fueron tragados por las olas.
 
(Hermanos Grimm)

Las Princesas bailarinas

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Érase una vez un rey que tenía doce hijas, a cual más hermosa. Dormían todas juntas en una misma sala, con las camas alineadas, y por la noche, a la hora de acostarse, el rey cerraba la puerta con llave y corría el cerrojo. Mas por la mañana, al abrir de nuevo el aposento, advertía que todos los zapatos estaban estropeados de tanto bailar sin que nadie pudiese poner en claro el misterio.
Al fin, el rey mandó pregonar que quien descubriese dónde iban a bailar sus hijas por la noche, podría elegir a una por esposa, y, a la muerte del monarca, heredaría el trono; pero con la condición de que quien se ofreciese y al cabo de tres días con sus noches no hubiese esclarecido el caso, perdería la vida.
Al cabo de poco tiempo se presentó un príncipe, que se declaró dispuesto a intentar la empresa. Fue bien recibido, y al llegar la noche se le condujo a una habitación contigua al dormitorio de las princesas. Le pusieron allí la cama. Él debía averiguar adónde se iban ellas a bailar, y para que no pudiesen hacerlo en secreto o escaparse a otro lugar, dejaron abierta la puerta de la sala. Mas al príncipe le pareció que tenía plomo en los ojos y se quedó dormido; y cuando se despertó por la mañana, se encontró con que las doce habían ido al baile, pues todas tenían agujereadas las suelas de los zapatos. Lo mismo se repitió la segunda noche y la tercera, por lo cual el príncipe fue decapitado sin compasión. Después de él vinieron otros muchos dispuestos a correr la suerte, y todos dejaron la vida en la empresa.
En esto, un pobre soldado que, habiendo recibido una herida, no podía seguir en el servicio, acertó a pasar por las inmediaciones de la ciudad donde aquel rey vivía. Se topó con una vieja, que le preguntó adónde iba.
- Ni yo mismo lo sé - le respondió él y, en broma, añadió -: Me entran ganas de averiguar dónde se desgastan los zapatos bailando las hijas del rey. Así, un día podría subir al trono.
- Pues no es tan difícil - replicó la vieja -. Para ello, basta con que no bebas el vino que te servirán por la noche y simules que estás dormido -. Luego, dándole una pequeña capa, añadió -: Cuando te la pongas, quedarás invisible y podrás seguir a las doce muchachas.
Con aquellas instrucciones, el soldado se tomó en serio la cosa y, cobrando ánimos, se presentó al rey como pretendiente. Le recibieron con las mismas atenciones que a los demás y le dieron vestidos principescos. A la hora de acostarse, lo condujeron a la antesala de costumbre, y, cuando ya se dispuso a meterse en la cama, entró la princesa mayor a ofrecerle un vaso de vino. Pero él se había atado una esponja bajo la barbilla y, echando en ella el líquido, no se tragó ni una gota.
Se acostó luego y, al cabo de un ratito, se puso a roncar como si durmiese profundamente. Al oírlo, las princesas soltaron las carcajadas, y la mayor exclamó:
- He aquí otro que podría haberse ahorrado la muerte.
Se levantaron. Abrieron armarios, arcas y cajones y sacaron de ellos magníficos vestidos; y mientras se ataviaban y acicalaban ante el espejo, saltaban de alegría pensando en el baile.
Sólo la más joven dijo:
- No sé. Vosotras estáis muy contentas, y yo, en cambio, siento una impresión rara. Presiento que nos ocurrirá una desgracia.- Eres una boba - replicó la mayor -. Siempre tienes miedo. ¿Olvidaste ya cuántos príncipes han tratado, en vano, de descubrirnos? A este soldado ni siquiera hacía falta darle narcótico. No se habría despertado el muy zopenco.
Cuando todas estuvieron listas, salieron a echar una mirada al mozo; pero éste mantenía los ojos cerrados y permaneció inmóvil, por lo que ellas se creyeron seguras. Entonces la mayor se acercó a su cama y le dio unos golpes. Inmediatamente, el mueble empezó a hundirse en el suelo, y todas pasaron por aquella abertura, una tras otra, guiadas por la mayor.
El soldado, que lo había visto todo, sin titubear se puso su capita y bajó también detrás de la menor. A mitad de la escalera le pisó ligeramente el vestido, por lo cual la princesa, asustada, exclamó:
- ¿Qué es eso? ¿Quién me tira de la falda?
- ¡No seas tonta! - exclamó la mayor -. Te habrás enganchado en algo.
Llegaron todos abajo, encontrándose en una maravillosa avenida de árboles, cuyas hojas, de plata, brillaban y refulgían esplendorosamente. Pensó el soldado: "Es cuestión de proporcionarme una prueba," y rompió una rama, produciendo un fuerte crujido al quebrarla.
La más joven volvió a exclamar:
- Pasa algo extraño. ¿No oísteis un crujido?
Pero la mayor replicó: - Son disparos de regocijo, por la pronta liberación de nuestros príncipes.
Llegaron luego a otra avenida cuyos árboles eran de oro, y, finalmente, a una tercera, en que eran de diamantes; y de cada una desgajó el soldado una rama, con gran susto de la pequeña; pero la mayor insistió en que eran disparos de regocijo. Prosiguiendo, no tardaron en hallarse a la orilla de un gran río, en el que había doce barquitas, y, en cada una, un gallardo príncipe. Aguardaban a las princesas, y cada cual subió a una en su barca, sentándose el soldado en la de la menor.
Dijo el príncipe:
- No sé por qué, pero esta barca es hoy mucho más pesada que de costumbre. Tengo que remar con todas mis fuerzas para hacerla avanzar.
- Debe de ser el tiempo - respondió la princesa -. Hoy está bochornoso, y también yo me siento deprimida.
En la orilla opuesta se levantaba un magnífico y bien iluminado castillo, de cuyo interior llegaba una alegre música de timbales y trompetas. Entraron en él, y cada príncipe bailó con su preferida. Y también el soldado bailó, invisible, y cuando la princesa menor levantaba un vaso de vino, él se lo bebía, vaciándolo antes de que llegase a los labios de la muchacha, con el consiguiente azoramiento de ella; pero la mayor siempre le imponía silencio.
Duró la danza hasta las tres de la madrugada, hora en que todos los zapatos estaban agujereados y hubieron de darla por terminada. Los príncipes las devolvieron a la orilla opuesta, y esta vez el soldado se embarcó con la mayor. En la ribera se despidieron de sus acompañantes, prometiéndoles volver a la noche siguiente. Al llegar a la escalera, el soldado pasó delante y se metió en su cama. Cuando las doce muchachas entraron fatigadas y arrastrando los pies, reanudó él sus ronquidos, y ellas, al oírlos, se dijeron entre sí:
- ¡De éste nos hallamos seguras!,
Se desvistieron, guardando sus ricas prendas y, dejando los estropeados zapatos debajo de las respectivas camas, se acostaron.
A la mañana siguiente, el soldado no quiso decir nada, deseoso de participar de nuevo en la magnífica fiesta, a la que concurrió la segunda noche y la tercera. Todo discurrió como la primera vez, durando el baile hasta el desgaste total de los zapatos.
La tercera noche, empero, el soldado se llevó una copa como prueba. Cuando sonó la hora de rendir cuentas, cogió el mozo las tres ramas y la copa y se presentó al Rey, mientras las doce hermanas escuchaban detrás de la puerta lo que decía. Al preguntar el rey:
- ¿Dónde han estropeado mis hijas sus zapatos? - respondió él:
- Bailando con doce príncipes en un palacio subterráneo ­ y relató cómo habían ocurrido las cosas, aportando en prueba las ramas y la copa.
Mandó entonces el rey que compareciesen sus hijas, y les preguntó si el soldado decía la verdad. Al verse ellas descubiertas, y que de nada les serviría el seguir negando, hubieron de confesar. Entonces preguntó el rey al soldado a cuál de ellas quería por mujer.
- Como ya no soy joven, dadme a la mayor - contestó.
El mismo día se celebró la boda, y el rey lo nombró heredero del trono. En cuanto a los príncipes, quedaron encantados durante tantos días como noches habían bailado con las princesas.
(Hermanos Grimm)

viernes, 16 de diciembre de 2016

La Ondina

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Un hermanito jugaba con su hermanita al borde de un manantial, y he aquí que, jugando, se cayeron los dos adentro. En el fondo vivía una ondina, que les dijo:
- ¡Ya os he cogido! Ahora vais a trabajar para mí, y de firme.
A la niña le dió a hilar un lino sucio y enredado, y luego la obligó a echar agua en un barril sin fondo; el niño hubo de cortar un árbol con un hacha mellada. Y para comer no les daba más que unas albóndigas, duras como piedra.
Finalmente, los niños perdieron la paciencia y, esperando un domingo a que la bruja estuviese en la iglesia, huyeron. Terminada la función, al darse cuenta la ondina de que sus pájaros habían volado, salió en su persecución a grandes saltos.
La vieron los niños desde lejos, y la hermanita soltó detrás de sí un cepillo, que se convirtió en una montaña erizada de miles y miles de púas, sobre las cuales hubo de trepar la ondina con grandes trabajos; pero al final pudo pasarla.
Entonces el muchachito dejó caer un peine, que se convirtió en una enorme sierra con innumerables picachos; pero también se las compuso la ondina para cruzarla.
Como último recurso, la niña arrojó hacia atrás un espejo, el cual produjo una montaña llana, tan lisa y bruñida que su perseguidora no pudo ya pasar por ella.
Pensó entonces: "Volveré a casa corriendo, y cogeré un hacha para romper el cristal."
Pero al tiempo que iba y volvía y se entretenía partiendo el cristal a hachazos, los niños habían tomado una enorme delantera, y la ondina no tuvo más remedio que volverse, pasito a paso, a su manantial.
 
(Hermanos Grimm)
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Había una vez un hombre muy hábil en toda clase de artes y oficios. Sirvió en el ejército, mostrándose valiente y animoso; pero al terminar la guerra lo licenciaron sin darle más que tres reales como ayuda de costas.
- Aguardad un poco -dijo-, que de mí no se burla nadie. En cuanto encuentre los hombres que necesito, no le van a bastar al Rey, para pagarme, todos los tesoros del país.
Partió muy irritado, y al cruzar un bosque vio a un individuo que acababa de arrancar de cuajo seis árboles con la misma facilidad que si fuesen juncos. Le dijo:
- ¿Quieres ser mi criado y venirte conmigo?
- Sí -respondió el hombre-, pero antes déjame que lleve a mi madre este hacecillo de leña -; asió uno de los troncos, lo hizo servir de cuerda para atar los cinco restantes, y, cargándose el haz al hombro, se lo llevó. Al poco rato estaba de vuelta, y él y su nuevo amo se pusieron en camino. Díjole el amo:
- Vamos a salirnos de todo, nosotros dos.
Habían andado un rato, cuando encontraron un cazador que ponía rodilla en tierra y apuntaba con la escopeta. Le preguntó el amo:
- ¿A qué apuntas, cazador?
A lo cual respondió el cazador:
- A dos millas de aquí hay una mosca posada en la rama de un roble, y quiero acertarla en el ojo izquierdo.
- ¡Vente conmigo! -dijo el amo-, que los tres juntos vamos a salirnos de todo.
Se avino el cazador y se unió a ellos. Pronto llegaron a un lugar donde se levantaban siete molinos de viento, cuyas aspas giraban a toda velocidad, a pesar de que no se sentía la más ligera brisa, y de que no se movía una sola hojita de árbol. Dijo el hombre:
- No sé qué es lo que mueve estos molinos, pues no sopla un hálito de viento -y siguió su camino con sus compañeros. Habían recorrido otras dos millas, cuando vieron a un individuo subido a un árbol que, tapándose con un dedo una de las ventanillas de la nariz, soplaba con la otra.
- ¡Oye!, ¿qué estás haciendo ahí arriba? -preguntó el hombre; a lo cual respondió el otro:
- A dos millas de aquí hay siete molinos de viento, y estoy soplando para hacerlos girar.
- Ven conmigo -le dijo el otro-, que yendo los cuatro vamos a salirnos de todo.
Bajó del árbol el soplador y se unió a los otros. Al cabo de un buen trecho se toparon con un personaje que se sostenía sobre una sola pierna; se había quitado la otra y la tenía a su lado. Le dijo el amo:
- ¡Pues no te has ingeniado mal para descansar!
- Soy andarín -replicó el hombre-, y me he desmontado una pierna para no ir tan deprisa; cuando corro con las dos piernas, ni los pájaros pueden seguirme.
- Ven conmigo, que yendo los cinco juntos vamos a salirnos de todo.
Se marchó con ellos, y poco rato después les salió al paso otro que llevaba el sombrero puesto sobre la oreja.
- ¡Vaya finura! -exclamó el soldado-. ¡Quítate el sombrero de la oreja y póntelo en la cabeza! Diríase que te falta un tornillo.
- Me guardaré muy bien de hacerlo -replicó el otro-, pues si me lo pongo en la cabeza, empezará a hacer un frío tan terrible, que las aves del cielo se helarán y caerán muertas.
- Vente conmigo -dijo el jefe-, que yendo los seis juntos vamos a salirnos de todo.
Y el grupo llegó a la ciudad cuyo rey había mandado pregonar que la mano de su hija sería para el hombre que se aviniese a competir con ella en la carrera y la venciese; entendiéndose que si fracasaba, perdería también la cabeza. Se presentó el jefe al Rey y le dijo:
- Haré que uno de mis criados corra por mí.
A lo cual contestó el Rey:
- Bien, pero a condición de que pongas tú también tu cabeza en prenda, de manera que si pierde, moriréis los dos.
Aceptada la condición, el hombre mandó al corredor que se pusiera la otra pierna y le dijo:
- Y ahora, listo, y procura que ganemos.
Habíase convenido que el vencedor sería aquel que volviera primero de una fuente muy alejada, trayendo un jarro de agua. Dieron sendos jarros a la princesa y a su competidor, y los dos partieron simultáneamente. Pero en un momento, cuando la princesa no había recorrido sino un breve espacio, ya el andarín se había perdido de vista, como si se lo hubiera llevado el viento.
Llegó a la fuente y, después de llenar el jarro de agua, emprendió el regreso. A mitad del camino, empero, se sintió fatigado y, echándose en el suelo con el jarro a su lado, se quedó dormido. Tuvo, empero, la precaución de usar como almohada un duro cráneo de caballo que encontró por allí, para que lo duro del cojín no le dejara dormir mucho.
Entretanto la princesa, que era muy buena corredora, tanto como cabe en una persona normal, había llegado a su vez a la fuente y, llenando el jarro, había emprendido la vuelta. Al ver a su rival dormido en el suelo, se alegró, diciendo:
- ¡El enemigo está en mis manos! -y, vaciándole la vasija, siguió su camino.
Todo se habría perdido de no ser por el cazador de los ojos de lince, que había visto la escena desde la azotea del palacio. Se dijo para sus adentros:
- Pues la hija del Rey no se saldrá con la suya -y, cargando la escopeta, disparó con tal puntería, que acertó el cráneo que servía de almohada al durmiente, sin tocar a éste. Despertó sobresaltado el andarín y se dio cuenta de que su jarro estaba vacío y la princesa le llevaba la delantera. No se desanimó el hombre por tan poca cosa; volvió a la fuente, llenó el jarro de nuevo, y todavía llegó al palacio diez minutos antes que su competidora.
- ¡Ahora sí que he hecho servir las piernas! -dijo-; lo que he hecho a la ida no puede llamarse correr.
Pero al Rey, y más aún a su hija, les dolía aquel casamiento con un vulgar soldado, por lo que deliberaron sobre la manera de deshacerse de él y sus hombres. Dijo el Rey:
- He ideado un medio, no te preocupes; verás cómo nos deshacemos de ellos -. Y, dirigiéndose a los seis, les habló así-: Ahora tenéis que celebrar vuestra victoria con un buen banquete -y los condujo a una sala que tenía el suelo y las puertas de hierro; en cuanto a las ventanas, estaban aseguradas por gruesos barrotes, de hierro también. En la habitación habían puesto una mesa con suculentas viandas, y el Rey prosiguió-: ¡entrad ahí y regalaos!
Y cuando ya estuvieron dentro mandó cerrar las puertas y echarles los cerrojos. Llamando luego al cocinero, le ordenó que encendiese fuego debajo de la habitación y lo mantuviese todo el tiempo necesario para que el hierro se pusiera candente. Obedeció el cocinero, y al cabo de poco los seis comensales encerrados en la habitación empezaron a sentir un intenso calor. Al principio creyeron que era por lo bien que habían comido; pero al ir en aumento la temperatura, trataron de salir, encontrándose con que puertas y ventanas estaban cerradas. Entonces comprendieron el malvado designio del Rey.
- ¡Pues no va a salirse con la suya! -exclamó el del sombrero-; voy a provocar una helada tal, que el fuego se retirará avergonzado.
Y, colocándose el sombrero sobre la cabeza, a los pocos momentos comenzó a sentirse un frío rigurosísimo, hasta el punto de que la comida se helaba en los platos. Transcurridas un par de horas, creyendo el Rey que todos estarían ya achicharrados, mandó abrir la puerta y fue personalmente a ver el resultado de su estratagema. Y he aquí que no bien se abrió la puerta salieron los seis, frescos y sanos, diciendo que ya estaban deseando salir para calentarse un poco, pues en aquella habitación hacía tanto frío que se helaban hasta los manjares. El Rey, fuera de sí, fue a reñir al cocinero por no haber cumplido sus órdenes. Y respondió el hombre:
- Pues hay un buen fuego, Véalo Vuestra Majestad.
Entonces el Rey pudo comprobar que bajo el piso de hierro de la habitación ardía un fuego enorme, y comprendió que nada podría con aquella gente.
Tras nuevas cavilaciones, siempre buscando el medio de deshacerse de tan molestos huéspedes, mandó llamar al jefe de los seis y le dijo:
- ¿Quieres oro a cambio de la mano de mi hija? Te daré cuanto quieras.
- De acuerdo, Señor Rey -respondió el jefe-; con que me deis el que pueda llevar uno de mis criados, renunciaré a vuestra hija.
Se puso el Rey la mar de contento, y el otro prosiguió:
- Dentro de dos semanas volveré a buscarlo.
Y, acto seguido, reunió a todos los sastres del país, los cuales se pasaron catorce días cosiendo un saco. Cuando estuvo terminado, el forzudo de los seis, aquel que arrancaba los árboles de cuajo, se lo cargó a la espalda y se presentó al Rey. Exclamó éste:
- ¡Vaya hombre fornido, que lleva sobre sus hombros una bala de tela como una casa! -y pensó, asustado: "¡Cuánto oro podrá llevar!." Ordenó que trajeran una tonelada, para lo cual se necesitaron dieciséis de sus hombres más robustos; pero el forzudo lo levantó con una sola mano y, metiéndolo en el saco, dijo:
- ¿Por qué no traéis más? ¡Esto apenas llena el fondo del saco!
Y, así, el Rey tuvo que entregar poco a poco todo su tesoro, que el forzudo fue metiendo en el saco, y aún éste no se llenó más que hasta la mitad.
- ¡Que traigan más! -decía el hombre-. ¡Qué hago con estos puñaditos!
Hubo que enviar carros a todo el reino, y se cargaron siete mil carretas, que el forzudo metió en el saco junto con los bueyes que las arrastraban:
- No seré exigente -dijo-, y meteré lo que venga, con tal de llenar el saco -. Cuando ya no quedaba nada por cargar, dijo:
- Terminemos de una vez; bien puede atarse un saco aunque no esté lleno del todo -. Y, echándoselo a cuestas, fue a reunirse con sus compañeros.
Al ver el Rey que aquel hombre solo se marchaba con las riquezas de todo el país, ordenó, fuera de sí, que saliese la caballería en persecución de los seis, con orden de quitar el saco al forzudo. Dos regimientos no tardaron en alcanzarlos y les gritaron:
- ¡Daos presos! ¡Dejad el saco del oro, si no queréis que os hagamos polvo!
- ¿Qué dice? -exclamó el soplador-, ¿que nos demos presos? ¡Antes vais a volar todos por el aire! -y, tapándose una ventanilla de la nariz, se puso a soplar con la otra en dirección de los dos regimientos, los cuales, en un abrir y cerrar de ojos, quedaron dispersos, con los hombres y caballos volando por los aires, precipitados más allá de las montañas. Un sargento mayor pidió clemencia, diciendo que tenía nueve heridas, y era hombre valiente que no se merecía aquella afrenta. El soplador aflojó entonces un poco para dejarlo aterrizar sin daño, y luego le dijo:
- Ve al Rey y dile que mande más caballería, pues tengo grandes deseos de hacérsela volar toda.
Cuando el Rey oyó el mensaje, exclamó:
- Dejadlos marchar; no hay quien pueda con ellos.
Y los seis se llevaron el tesoro a su país, donde se lo repartieron y vivieron felices el resto de su vida.

(Hermanos Grimm)

La Pícara Cocinera

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Érase una cocinera llamada Margarita, que calzaba zapatos de tacón colorado; y cuando salía con ellos, se contoneaba, muy satisfecha y presumida, y pensaba: "¡Eres una guapa moza!."
Y cuando llegaba a casa, de puro contenta se bebía un trago de vino, y como el vino le abría el apetito, empezaba a probar los guisados que tenía en el fuego, hasta quedarse harta, al tiempo que decía: "La cocinera ha de vigilar cómo sabe el guisado."
Un día le dijo su señor:
- Margarita, esta noche vendrá un invitado; prepárame un par de gallinas tiernas, que estén bien asadas.
- ¡Descuide el señor! -respondió Margarita.
Degolló las dos gallinas, las escaldó, las desplumó, las ensartó en el asador y, al anochecer, las puso al fuego para que se asaran. Las gallinas comenzaron a dorarse, y el huésped no comparecía, por lo que dijo Margarita a su amo:
- Si no viene el invitado tendré que sacar las gallinas del fuego, y será lástima no poder comerlas pronto, pues ahora es cuando están más jugosas y en su punto.
- Me llegaré yo a buscar al invitado -respondió el dueño.
No bien hubo vuelto el amo la espalda, Margarita puso de lado el asador con las gallinas, diciéndose: "El estar junto al fuego hace sudar y da sed. ¡Sabe Dios cuándo volverán! Mientras tanto, bajaré a la bodega a echar un traguito." Bajó muy ligera, se llenó un jarro y diciendo: "Que Dios te lo bendiga, Margarita," se echó al coleto un buen trago. "Eso del vino se pega -añadió-, y no es bueno cortarlo," y volvió a empinar el codo. Volvió luego a la cocina, puso otra vez las gallinas al fuego, bien untadas con mantequilla, y empezó a dar vueltas alegremente al asador. El asado desprendía un tufillo de lo más delicioso, y pensó Margarita: "Tengo que probarlo, no fuera caso que le faltara algo," y les pasó un dedo y se lo chupó. "¡Caramba -exclamó-, y qué buenas son las gallinas! Es un pecado y una vergüenza no comérselas cuando están a punto." Corrió a la ventana para ver si llegaban el dueño y su invitado; y como no venía nadie, se volvió a sus gallinas y pensó: "Esta ala se quemará; mejor es que me la coma." La cortó, pues, se la zampó, ¡y lo bien que le supo! Una vez terminada, se dijo: "Hay que quitar también la otra, para que el señor no note que falta algo." Zampado que se hubo las dos alas, volvió a la ventana; pero el amo no aparecía por ninguna parte. "¡Quién sabe! -se le ocurrió-; a lo mejor no vienen, se habrán metido en alguna parte," y al cabo de un ratito: "Vamos, Margarita, anímate; una está ya empezada, otro traguito y te la comes entera; verás qué tranquila te quedas. ¿Por qué desperdiciar este don que te hace Dios?." Bajó, pues, a la bodega, echó un buen trago y se comió la gallina en buena paz y alegría, Desaparecida ya la primera, y como quiera que aún no comparecía el señor, mirándose la otra pensó Margarita: "Donde está la una debe estar la otra, pues forman pareja; hay que medir a todos con el mismo rasero. Creo que otro traguito no me haría ningún daño." Y otra vez alzó el codo, e hizo seguir a la segunda gallina el camino de la primera. Y he aquí que, hallándose en plenas delicias, llega el señor y le grita:
- Date prisa, Margarita, que enseguida estará aquí el invitado.
- Sí, señor, voy a servir inmediatamente -respondió Margarita. Mientras tanto, el dueño fue a comprobar si la mesa estaba bien puesta, y cogiendo el gran cuchillo con el que pensaba cortar las gallinas, lo afiló en el borde de un plato. En esto llegó el invitado y llamó modosa y delicadamente a la puerta. Margarita corrió a abrir y ver quién era, y al encontrarse con el invitado, poniéndose el dedo en los labios le dijo:
- ¡Chiss, chiss! Volveos deprisa, pues si mi señor os atrapa, lo pasaréis mal. Os ha invitado a cenar, pero su verdadera intención es cortaros las dos orejas. Escuchad, si no, como está afilando el cuchillo.
Oyó el forastero el ruido y echó a correr escaleras abajo. Margarita no se durmió, sino que, corriendo al comedor, exclamó:
- ¡Valiente personaje habéis invitado!
- ¿Por qué, Margarita? ¿Qué quieres decir?
- Pues -respondió ella- que estaba yo trayendo las dos gallinas y me las ha quitado de la fuente y ha escapado con ellas.- ¡Vaya modales! -dijo el dueño, sintiendo en el alma la pérdida de las aves-. Si al menos nos hubiese dejado una, nos habría quedado algo de cena.
Y salió a la calle, gritándole que volviese, pero el otro se hizo el sordo. Echó entonces a correr tras él, cuchillo en mano y gritándole:
- ¡Sólo una, sólo una! -para que, al menos, no se llevase toda la cena. Pero el invitado, entendiendo que quería decir que se conformaría con una sola oreja, apresuró la carrera con todo el vigor de sus piernas, deseoso de salvar las dos.

(Hermanos Grimm)
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Un guardabosque salió un día de caza y, hallándose en el espesor de la selva, oyó de pronto unos gritos como de niño pequeño.
Dirigiéndose hacia la parte de la que venían las voces, llegó al pie de un alto árbol, en cuya copa se veía una criatura de poca edad. Su madre se había quedado dormida, sentada en el suelo con el pequeño en brazos, y un ave de rapiña, al descubrir el bebé en su regazo, había bajado volando y, cogiendo al niño con el pico, lo había depositado en la copa del árbol.
Trepó a ella el guardabosque, y, recogiendo a la criatura, pensó: "Me lo llevaré a casa y lo criaré junto con mi hija Lenita."
Y, dicho y hecho, los dos niños crecieron juntos. Al que había sido encontrado en el árbol, por haberlo llevado allí un ave le pusieron por nombre Piñoncito. Él y Lenita se querían tanto, tantísimo, que en cuanto el uno no veía al otro se sentía triste.
Tenía el guardabosque una vieja cocinera, la cual, un atardecer, cogió dos cubos y fue al pozo por agua; tantas veces repitió la operación, que Lenita, intrigada, hubo de preguntarle:
- ¿Para qué traes tanta agua, viejecita?
- Si no se lo cuentas a nadie, te lo diré -le respondió la cocinera. Le aseguró Lenita que no, que no se lo diría a nadie, y entonces le reveló la vieja su propósito-: Mañana temprano, en cuanto el guardabosque se haya marchado de caza, herviré esta agua, y, cuando ya esté hirviendo en el caldero, echaré en él a Piñoncito y lo coceré.
Por la mañana, de madrugada, se levantó el hombre y se fue al bosque, mientras los niños seguían aún en la cama. Entonces dijo Lenita a Piñoncito:
- Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
Le respondió Piñoncito:
- ¡Jamás de los jamases!
Y le díjo Lenita:
- Pues voy a descubrirte una cosa a ti solo. Anoche, al ver que la vieja traía tantos cubos de agua del pozo, le pregunté por qué lo hacía, y me dijo que me lo diría si no se lo contaba a nadie. Yo se lo prometí, y entonces me dijo ella que esta mañana, cuando padre estuviese de caza, herviría el agua en el caldero, te echaría en él y te cocería. Así que levantémonos enseguida, vistámonos y nos escaparemos.
Se levantaron los dos niños, se vistieron rápidamente y huyeron. Cuando el agua hirvió en el caldero, la cocinera se dirigió a la habitación en busca de Piñoncito, con el propósito de echarlo a cocer; pero al acercarse a la cama se encontró con que los dos pequeños se habían marchado. Le entró a la vieja un gran miedo, y pensó: "¿Qué diré cuando vuelva el guardabosque y vea que no están los niños? Hay que correr y traerlos de nuevo."
Envió a tres mozos, con el encargo de alcanzar a los niños y traerlos a casa. Los pequeños se habían sentado a la orilla del bosque, y, al ver de lejos a los tres criados que se dirigían hacia ellos, dijo Lenita a Piñoncito:
- Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
- ¡Jamás de los jamases! -respondió Piñoncito.
Y Lenita:
- Transfórmate en rosal, y yo seré una rosa.
Al llegar los tres criados al bosque no vieron más que un rosal con una sola rosa; pero de los niños, ni rastro. Se dijeron entonces:
- Aquí no hay nada -y, regresando a la casa, dijeron a la cocinera que sólo habían visto un rosal con una rosa. Riñólos la vieja:
- ¡Bobalicones! Debisteis cortar el rosal y traer a casa la rosa. ¡Id a buscarla corriendo!
Y tuvieron que encaminarse nuevamente al bosque. Pero los niños los vieron venir de lejos, y dijo Lenita:
- Piñoncito, si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
Respondió Piñoncito:
- ¡Jamás de los jamases!
Y Lenita:
- Transfórmate en una iglesia, y yo seré una corona dentro de ella.
Al llegar los mozos vieron la iglesia, con la corona en su interior, por lo que se dijeron:
- ¡Qué vamos a hacer aquí! Volvámonos a casa.
Ya en ella, les preguntó la cocinera si habían encontrado algo. Ellos respondieron que no, aparte una iglesia con una corona dentro.
- ¡Zoquetes! -los increpó la vieja-. ¿Por qué no derribasteis la iglesia y trajisteis la corona?
Entonces se puso en camino la propia cocinera, acompañada de los tres criados, en busca de los niños. Pero éstos vieron acercarse a los tres hombres y, detrás de ellos, renqueando, a la vieja. Y dijo Lenita:- Piñoncito, si tú no me abandonas, yo jamás te abandonaré.
Y dijo Piñoncito:
- ¡Jamás de los jamases!
- Pues transfórmate en un estanque, y yo seré un pato que nada en él -dijo Lenita.
Llegó la cocinera y, al ver el estanque, se tendió en la orilla para sorberlo. Pero el pato acudió nadando a toda prisa y, cogiéndola por la cabeza con el pico, se la hundió en el agua, y de este modo se ahogó la bruja.
Los niños regresaron a casa, alegres y contentos; y si no han muerto, todavía deben de estar vivos.
(Hermanos Grimm)