martes, 26 de enero de 2010

Tempus fugit


Encima de un enorme iceberg a la deriva por el Atlántico Norte, un señor de Cuenca, funcionario de correos, y un pingüino discutían por el precio de un sello. El debate era agrio, visceral, a cara de perro, y quizás hubiera durado días, meses, años.

Pero el iceberg no.

(Eloy Mon)

lunes, 25 de enero de 2010

Pequeño cuento de amor


Érase una vez un universo oscuro, un universo negro, un universo helado y matemático.

No se sabe por qué, dos estrellas se miraron y se enamoraron. Tan grande y hermoso fue su amor que dejaron de describir infalibles órbitas elípticas para dibujarse tiernos corazones entrelazados.

Se querían tanto..., pero la distancia era grande, y no podían acariciarse ni besarse. ¡Si por un solo instante pudieran estar juntas! Pero eso estaba prohibido en un universo oscuro, en un universo negro, en un universo helado y matemático.

Aun así no se resignaron a vivir separadas, alejadas por un denso y silencioso vacío; así que decidieron quebrantar la eterna ley del perfecto y ordenado universo. Con un cómplice guiño se salieron de sus órbitas convirtiéndose en dos estrellas fugaces, dirigiéndose a un mismo destino a la velocidad del deseo y el cariño

Tan solo querían besarse; sabían que ése sería su primer y último beso, pero a pesar de ello continuaron vertiginosas su sendero suicida..., hasta que se encontraron, fundiéndose en un luminoso y bello abrazo de amor y de muerte. Fue el precio tuvieron que pagar por quererse en un universo oscuro, en un universo negro, en un universo helado y matemático.

Ellas fueron las primeras, pero si alguna noche de verano, mirando el cielo, ves una estrella fugaz, piensa que en algún lugar hay otra, que están enamoradas, y que aunque vivamos en un universo oscuro, en un universo negro, en un universo helado y matemático, lograrán encontrarse, se besarán por un instante nada más y desaparecerán entre destellos de amor y ternura.

(Autor: Alberto Pisa Allué)

domingo, 24 de enero de 2010

Hubo una flor...


Hubo una vez una gran exposición de flores, la había de todos los colores, aromas, texturas. Cada una mostraba su belleza natural y erguía sus formas como símbolo de plenitud y hermosura.

Entre tanta grandiosidad de capullos y pimpollos había una que descollaba, estaba solitaria y en más de una ocasión se veía opaca, en otras descolorida, contrastaba con su entorno.

La gente pasaba y ante tanta beldad se detenía a comprarse cada quién la flor que tuviera más encanto y más fragancia.

Todo el mundo admiraba este vergel y una a una fueron desapareciendo las flores más bonitas; los parroquianos salían enamorados de su compra, miraban una y otra vez las que habían elegido y sonreían porque habían logrado obtener un trozo de vida hecho flor; creían que lo más bello era lo visible a los ojos.

Y así llegó el momento en que la flor opaca quedó sola en medio de un vacío majestuoso; a su alrededor, un silencio increíble; todos pasaban de largo, nadie reparaba en ella que aunque opaca y descolorida estaba llena de vida y ganas de mostrarse.

De repente, y como salido de la nada se acercó un hombre extranjero, se detuvo ante la única flor que había quedado; la miró detenidamente, se alejó y la volvió a mirar. Su rostro mostraba asombro porque aparentemente él veía en esa flor, que todos despreciaron, un algo especial que lo fascinó.

Dio varias vueltas al lugar sin quitar la mirada penetrante sobre la flor. Fue tan llamativa esta actitud que otras personas comenzaron a mirar en la misma dirección pero el extranjero sin dudar un instante y atrapado por lo que él encontraba bello, tomó la flor, la envolvió con el mejor papel que consiguió y apoyándola sobre su pecho partió tal como había llegado.

Cada mañana el extranjero mimaba su flor, la colocó en el mejor lugar de la casa, y poco a poco fue descubriendo que sus pétalos irradiaban luminosidad, que emanaba un perfume distinto a todos los conocidos y notó que la flor era feliz.

Y, el tiempo pasó, y la flor permaneció allí como echando raíces, era la musa del hombre quién la había adorado y cuidado afanosamente desde el día en que la trajo. En la casa había felicidad y muchos se preguntaban:¿Por una flor?¿Qué tiene de distinto esa flor? Para muchos era una flor más pero para el extranjero era la más preciada de las flores conocidas, tanto que la hubo de plasmar en un muro con los colores más puros e idénticos a la realidad que se haya visto.

Pero...un día el hombre observó que la flor estaba triste, se acercó a ella como todos los días y le preguntó qué le pasaba. La pobrecita respondió débilmente que no se sentía como antes, que tenía profunda pena.

-¿Qué puedo hacer por ti hermosa doncella?- dijo el hombre con angustia en su voz.

Nada respondió pero cayeron algunas gotas parecidas al rocío que se transformaron en perlas blanquísimas sobre las manos del hombre.

-¿Quieres que te lleve al lugar desde el que te traje?

Débilmente se dejó oir la voz de un “NO” rotundo que alegró el corazón del hombre que estaba terriblemente acongojado.

La cuidó más y más hasta que un día se dio cuenta que la flor ya no vivía y entre gemidos de dolor y sollozos decidió guardarla para siempre dentro de un libro de poemas. Sabía que aunque ya no vivía, él podía buscar su recuerdo y revivir los momentos dulces que compartieron.

Todas las tardes el extranjero tomaba su libro y leía viejos poemas de amor en compañía de aquella flor que amó.

Hoy cuenta una leyenda que toda la gente que pasa frente a esa casa escucha el recitado a dos voces de poemas de amor; y dicen los que saben, que en ese jardín, donde eso sucede, está enterrado un libro de poemas con una flor seca entre sus páginas. Todos creen que las voces que se sienten son las voces del extranjero y su flor que siguen, a través del tiempo, prodigándose el amor que se tuvieron.

(Mónica Silva)

viernes, 22 de enero de 2010

Las Semillas de la Discordia


Una noche un campesino de África vio que la Discordia plantaba semillas en su campo. Se abstuvo de intervenir y la observó. Cuando ella terminó y se fue, él se pasó toda la noche recogiendo, con la ayuda de una linterna, las peligrosas semillas. Se las llevó a su casa sin decir una sola palabra a su familia.

Al día siguiente, para deshacerse de las semillas, les dio un puñado a las gallinas. Pero apenas las picotearon se pusieron a pelear furiosamente, a muerte, entre ellas. Terminó con sus manos y brazos cubiertos de crueles picotazos. Buscando otra forma, tiró un puñado al río. Pero los peces, anguilas e incluso los hipopótamos empezaron a desplazarse, mientras olas enormes recorrían ese río habitualmente calmo, tan enormes que una parte de la llanura quedó inundada.

Otro día tuvo la idea de triturar una parte y, sin decirle de qué se trataba, pedirle a su mujer que le preparara una torta. Se puso a comer aquella torta. pero apenas tragó el primer bocado, la encontró mal cocida, demasiado salada y empezó a reprochárselo a su mujer. Ella, que también acababa de terminar su primer bocado, replicó gritando que si su marido la encontraba mal preparada simplemente significaba que él era un imbécil, cosa que ella siempre había sospechado. Se desató tal ira entre ellos que fue necesaria la intervención de vecinos para separarlos.

Pasaron unas semanas. Poco a poco recobraron la calma, pero el campesino, que había perdido el sueño y la sonrisa, sólo pensaba en las semillas que le quedaban. Pensó en hacer un viaje a algún país lejano. Sin embargo, como era un buen hombre, se decía que los países lejanos estaban sembrados de suficientes semillas de la discordia. Incluso pensó dirigirse hasta el mar para tirar su saco de semillas, pero temió crear una tempestad sin igual. Las buenas razones le hicieron renunciar a aquella idea.

Cuando aparecieron los primeros brotes, vio con alegría que tendría una cosecha excepcional. En los campos vecinos se apresuraban a arrancar las malas hierbas. Él no tenía nada que hacer. La cosecha crecía espléndida y sana. Todas las mañanas veía crecer su prosperidad. Se dejó ganar por la ociosidad. Incluso aprovechó para visitar a unos primos que vivían a tres días de camino. A su regreso, las lamentaciones de su mujer y sus hijos le dieron las bienvenidas. En pocas horas una bandada de aves había desvastado su campo. No quedaba ni un solo brote.

Los sabios del pueblo encontraron la razón de aquella desgracia. En los otros campos (que no habían sido desvastados), dijeron, siempre había habido un hombre trabajando moviéndose, haciendo ruido con sus herramientas. Por eso los pájaros se habían dirigido al único campo en el que no había nadie. Un campo magnifico, por otra parte.

El campesino esperó la llegada de la noche, se levantó sin hacer ruido y sacó del escondite el saco con las últimas semillas. Fue hasta su campo y allí echó las semillas, una a una.

Al volver al pueblo, vio a lo lejos que la Discordia plantaba semillas en un pequeño bosque que pertenecía a uno de sus amigos. Un amigo al que quería mucho, y al que se guardó mucho de avisar.

(Anónimo)

Alas para volar


Un rey recibió como obsequio, dos pequeños halcones, y los entregó al maestro de cetrería para que los entrenara.

Pasando unos meses, el maestro le informó al rey que uno de los halcones estaba perfectamente pero que al otro no sabia que le sucedía, no se había movido de la rama donde lo dejó desde el día que llegó.

Encargó entonces la misión a miembros de la corte, pero nada sucedió. Al día siguiente por la ventana, el monarca pudo observar, que el ave aún continuaba inmóvil.

Entonces decidió comunicar a su pueblo que ofrecería una recompensa, a la persona que hiciera volar al halcón.

A la mañana siguiente,al despertarse,vio al halcón volando ágilmente por los jardines.

El rey dijo a su corte: "traedme al autor de ese milagro".

Su corte rápidamente hizo venir a un humilde campesino que había logrado tal proeza y se lo presentó al rey. Y entonces el rey, que no sálía de su impresión,le pregunto; .

-"¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres mago?"

Intimidado el campesino le dijo al rey:

- "Fue fácil mi rey, sólo corté la rama, y el halcón voló, se dio cuenta que tenía alas y se lanzó a volar".

(Desconozco el autor)

El rico y el espejo


Se cuenta que una vez un hombre muy rico fue a pedirle un consejo a un rabino...

El rabino lo tomó de la mano, lo acercó a la ventana y le dijo:

- "Mira". El rico miró por la ventana a la calle.

El rabino le preguntó:- "¿Qué ves?".

El hombre le respondió: - "Veo gente".

El rabino volvió a tomarlo de la mano y lo llevó ante un espejo y le dijo:

- "¿Qué ves ahora?".

El rico le respondió:

-"Ahora me veo yo".

-"¿Entiendes?" -dijo el rabino."En la ventana hay vidrio y en el espejo hay vidrio. Pero el vidrio del espejo tiene un poco de plata y cuando hay un poco de plata uno deja de ver gente y comienza a verse sólo a sí mismo".

(Anónimo)

Globos


Un niño negro contemplaba extasiado al vendedor de globos en la feria del pueblo. El pueblo era pequeño y el vendedor había llegado pocos días atrás, por lo tanto no era una persona conocida.

En pocos días la gente se dio cuenta de que era un excelente vendedor ya que usaba una técnica muy singular que lograba captar la atención de niños y grandes. En un momento soltó un globo rojo y toda la gente, especialmente los potenciales, pequeños clientes, miraron como el globo remontaba vuelo hacia el cielo.

Luego soltó un globo azul, después uno verde, después uno amarillo, uno blanco...

Todos ellos remontaron vuelo al igual que el globo rojo...

El niño negro, sin embargo, miraba fijamente sin desviar su atención, un globo negro que aún sostenía el vendedor en su mano.

Finalmente decidió acercarse y le preguntó al vendedor: Señor, si soltara usted el globo negro. ¿Subiría tan alto como los demás?

El vendedor sonrió comprensivamente al niño, soltó el cordel con que tenía sujeto el globo negro y, mientras éste se elevaba hacia lo alto, dijo: No es el color lo que hace subir, hijo. Es lo que hay adentro.

(Desconozco el autor)

lunes, 4 de enero de 2010

Las manos más hermosas del mundo


Hace mucho tiempo vivían en un palacio real tres hermosas damas.
Una mañana, mientras paseaban por el maravilloso jardín con sus fuentes y rosales, empezaron a preguntarse cuál de las tres tenía las manos más hermosas.

Elena, que se había teñido los dedos mientras sacaba las deliciosas fresas, pensaba que las suyas eran las más hermosas.

Antonieta había estado entre las rosas fragantes y sus manos habían quedado impregnadas de perfume. Para ella las suyas eran las más hermosas.

Juana había metido los dedos en el claro arroyo y las gotas de agua daban resplandores como si fueran diamantes. Ella pensaba que sus manos eran las más hermosas.

En esos momentos, llegó una muchacha menesterosa que pidió que le dieran una limosna, pero las damas reales apartaron de ella sus vestiduras reales y se alejaron.

La mendiga, pasó a una cabaña que se hallaba cerca de allí y una mujer tostada por el sol y con las manos manchadas por el trabajo, le dió pan.
La mendiga, continúa diciendo la leyenda, se transformó en un ángel que apareció en la puerta del jardín y dijo:

Las manos más hermosas son aquellas que están dispuestas a ayudar a sus semejantes.

(Autor desconocido)

Las dos sortijas


Un hombre que tenia dos hijos murió y, entre sus bienes, dejo dos sortijas.

Una de ellas lucia un excepcional diamante, en tanto que la otra era simplemente de plata.

El hermano primogénito, nada más ver las sortijas, dijo lleno de avaricia:

“Como soy el hermano mayor, no cabe duda de que la sortija de diamantes la ha dejado nuestro padre para mí. Es justicia me corresponde.”

Y el hermano se conformo.

Cada hermano se colocó en un dedo la sortija y cada uno de ellos emprendió su vida por separado. Unos días después, estaba el hermano menor jugueteando con la sortija cuando, de repente, examino su interior y leyó

“Esto también cambiará”.

“Bueno, se dijo, este debería ser el mantra de mi padre”.

Transcurrió el tiempo. La vida seguía su curso para ambos hermanos. Vinieron los buenos y los malos tiempos; la fortuna y el infortunio; las situaciones favorables y las desfavorables; el placer y el dolor.

El hermano mayor, ante las vicisitudes y cambios de la vida, comenzó a desequilibrarse. Se exaltaba en demasía con las situaciones favorables y se hundía en el desánimo con las desfavorables. Todo le alteraba mucho, de tal forma que tuvo que comenzar a tomar somníferos para poder dormir, a visitar psiquiatras y a soportar el desorden de su mente.
¿De que le servia haber vendido el fabuloso diamante de la sortija y con ese dinero haber amasado una colosal fortuna?

También el hermano menor se veía abocado a las vicisitudes de la vida y tenía que afrontar los buenos y malos momentos, las circunstancias favorables y las desfavorables, la alegría y la tristeza; pero nunca dejaba de tener presente la inscripción de la sortija:

“Esto también cambiará”

De ese modo mantenía una actitud de firmeza y ecuanimidad y no se dejaba arrastrar a estados de exaltación ni de depresión. Ni se aferraba al placer ni aborrecía el dolor. Estaba siempre en paz consigo mismo y fluía armónicamente con los acontecimientos.

¡que maravillosa herencia le había dejado su padre!.

(Cuento zen)

Los tres hermanos

Sufría mucho un labrador al ver siempre disputando a sus hijos.

Jamás estaban de acuerdo en nada, y sus continuas peleas los separaban cada vez más.

El pobre hombre pensó entonces que había que darles una lección y un día los reunió a su alrededor.

He recogido estas ramas para hacer fuego -les explicó-, y quisiera cortarlas, pero parece que ya no tengo fuerza, por lo que les pido que me ayuden.

Y al decirlo, entregó al mayor de los jóvenes las ramas reunidas en un haz.
Muy orgulloso de su fuerza, lo tomó el muchacho para partirlo, pero todos sus intentos fracasaron.

Pasó el haz de leño a otro de sus hermanos, y este a otro, y el otro a aquel, pero ninguno logró quebrar las ramas reunidas.

Entonces el labrador soltó el atado y dándoles las ramas por separado, hizo que las partieran, lo que consiguieron con toda facilidad.

-¿Lo ven hijos? -dijo entonces- Mientras estén separados, será fácil vencerlos. Pero nadie podrá contra ustedes si están unidos.


(Anónimo)

El Hada Muérdago


El hada Muérdago es pequeña, muy pequeña. Viste de verde y rojo y, cuando se siente especialmente entusiasmada o nerviosa, agita sin parar sus hermosas y centelleantes alas de color dorado.

El hada Muérdago es graciosa, muy graciosa y también divertida, alegre y bulliciosa pero, sobre todo, es una de las hadas más responsables y sensatas de todo el bosque mágico lo cual motivó -hace ya muchos, muchos años- que el Consejo Supremo de las Hadas decidiera nombrarla Guardiana de la Magia de la Navidad. Una gran elección, sin duda. Ni un sólo año, desde que ella se hizo cargo del asunto, ha faltado la Navidad en nuestro mundo.

Bueno, hubo cierta vez en que casi, casi nos quedamos sin ella. Pero sólo casi.

Cada año, la pequeña Muérdago, días antes de emprender el vuelo para esparcir la magia por todo el mundo, inspeccionaba el cofre donde la guardaba -bajo siete llaves y siete candados- para asegurarse de que todo estuviera en perfectas condiciones, le quitaba un poco el polvo, le daba brillo y la dejaba lista para el gran día. Pero ese triste año, Muérdago se llevó una gran -y desagradable- sorpresa: la preciosa cajita había desaparecido. Puf. No estaba en su sitio. Puf. Se había esfumado. Puf. Se había evaporado.

Muérdago primero se sorprendió. Después se enfadó. Luego se asustó. Por último se inquietó, agitó sus alas con nerviosismo y se mordió las uñas mientras pensaba en dónde podía estar el arca.

Recorrió su casa-abeto de arriba abajo, de abajo arriba, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Nada.

Miró bajo la cama, las sillas, las mesas, la cocina, las alfombras y hasta bajo los jarrones. Nada.

Miró en las macetas, las ollas, los armarios, entre las sábanas e, incluso, en la bañera. Nada.

Buscó en las copas más altas de los árboles más altos. Nada.

Buscó entre las hojas al pie de cada árbol. Nada.

Husmeó en guaridas, madrigueras y cubiles. Nada.

Recorrió el bosque mágico de norte a sur y de este a oeste. Escudriñó cada rincón y bajo cada planta y animal. Nada.

La pobre Muérdago se sentía cada vez más triste y desesperada. Si no encontraba pronto la caja no habría magia, no habría luces de colores, no habría canciones, no habría brillantes adornos, no habría árboles decorados, no habría reuniones familiares, ni regalos, ni niños sonrientes…

El hada lloraba con enorme desconsuelo. Era la primera vez que fallaba en su importante misión. ¿Cómo iba a explicarlo ante el Consejo Supremo? ¿Y qué iba a ser de los niños? ¿Cómo iba a mirar a la cara a los habitantes del bosque? ¿Qué sería de los niños? ¿Quién se habría llevado la cajita? ¿Y qué iba a ser de los niños? (Como se puede comprobar a Muérdago le preocupaban mucho los niños…).

No había tiempo de ponerse a investigar. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, tenía que encontrar una solución pronto. Y, mientras le daba vueltas al asunto y pensaba en las caras llenas de ilusión de los niños, a Muérdago se le ocurrió una idea. En un instante tuvo claro lo que debía hacer.

¿Cómo no se le había ocurrido antes? La respuesta estaba en los niños. Por supuesto.

Daba igual que no encontrara la cajita. La magia que guardaba en ella no era la importante, la verdadera magia, la que contaba, era la que guardaban los niños durante todo el año en sus corazones.

Ellos eran los auténticos cofres mágicos.

Muérdago saltó, bailó y cantó llena de alegría. Agitó sus doradas alas y, alzando el vuelo, puso rumbo a nuestro mundo, para recoger la magia infantil y luego repartirla por todos los corazones adultos del mundo.

De sus sonrisas tomó la luz, de sus voces la música, de sus ojos el brillo mágico, de sus abrazos el calor, de sus sueños la ilusión, de su corazón el amor. Fue de aquí para allá, recolectando un poco de cada niño y, cuando hubo reunido una considerable cantidad de magia volvió a sobrevolar el mundo dejándola caer sobre pueblos y ciudades, sobre cada casa y cada edificio. Y, a su paso, todo cobraba color y calor.

A partir de entonces, Muérdago, dejó de guardar la magia navideña en una cajita escondida en su casa-abeto en lo profundo del bosque mágico. No lo necesitaba. Tenía una fuente inagotable de magia en los cálidos corazones de los niños.

Ah, nadie supo jamás quién o qué hizo desaparecer la caja mágica aunque cuentan de cierto viejo y gruñón dragón al que, aquel año, se le vio sonreír más de lo habitual y llevar unos curiosos y brillantes adornos en sus alas pero, bueno, eso es otra historia bien diferente.

Igual la cuento otro día…

(Dolores Espinosa)

El corazón de la sandía


Cuando era chico, la sandía en Minnesota era una exquisitez. Un compañero de mi padre, Bernie, era un próspero mayorista de fruta y verduras que tenía un depósito en St. Paul.

Todos los veranos, cuando llegaban las primeras sandías, Bernie nos llamaba. Papá y yo íbamos al depósito de Bernie y tomábamos posiciones. Nos sentábamos en el borde del muelle, con los pies colgando, y nos inclinábamos, minimizando el volúmen del jugo que estábamos a punto de derramarnos encima. Bernie traía su machete, abría nuestra primera sandía, nos alcanzaba a ambos un gran pedazo y se sentaba junto a nosotros. Entonces enterrábamos la cara en la sandía, comíamos sólo el corazón -la parte más roja, jugosa, firme, libre de semillas y perfecta- y tirábamos el resto.

Bernie era lo que mi padre consideraba un hombre rico. Siempre pensé que se debía a que era un hombre de negocios de mucho éxito. Años después, me dí cuenta de que aquello que mi padre admiraba en la riqueza de Bernie era menos la sustancia que su aplicación. Bernie sabía cuándo dejar de trabajar, reunirse con amigos y comer sólo el corazón de la sandía.

Lo que aprendí de Bernie es que ser rico es un estado de ánimo. Algunos de nosotros, al margen de cuánto dinero tengamos, nunca seremos lo bastante libres como para comer sólo el corazón de la sandía. Otros son ricos sin tener más que un cheque de sueldo por delante.

Si uno no se toma el tiempo para dejar que los pies cuelguen sobre el muelle y disfrutar de los pequeños placeres, su carrera probablemente será abrumadora.

Durante muchos años, me olvidé de esa lección que aprendí de chico en el muelle de carga. Estaba demasiado ocupado haciendo todo el dinero que podía. Bueno, la volví a aprender. Tengo tiempo para alegrarme con los éxitos de los demás y para disfrutar del día. Ése es el corazón de la sandía. He aprendido a arrojar el resto.

¡Por fin soy rico!.

(Harvey Mackay)

domingo, 3 de enero de 2010

Ignorancia


Se trataba de dos amigos no demasiado inteligentes. Se despertaron a medianoche y uno le dijo al otro:

- Sal fuera y dime si ya ha amanecido. Observa si ha salido el sol.

El hombre salió al exterior y comprobó que todo estaba muy oscuro. De vuelta explicó:

- Está todo tan oscuro que no me es posible ver si el sol ha salido.

Y el otro repuso:

- No seas necio. ¿Acaso no puedes encender una linterna para ver si el sol ha salido?

Muchas veces así procede el ser humano en la búsqueda espiritual, sin utilizar sabiamente el discernimiento, la capacidad de discriminación.

(Cuento zen)

Tiro al blanco


Después de ganar varias competencias de tiro al blanco, el joven y algo presumido campeón, desafió a un maestro del Zen famoso por su habilidad como arquero. El joven demostró una notable habilidad técnica cuando impactó el centro de un apartado blanco en su primer intento, y después, cuando partió esa flecha con su segundo tiro. "¡Allí lo tiene!" le dijo al anciano, "¡vea si puede igualar eso!" Imperturbado, el maestro no sacó su arco, en vez de eso le hizo un gesto para que lo acompañara a la montaña.

Curioso sobre las intenciones del viejo, el campeón lo siguió, hasta que llegaron a un profundo abismo atravesado por un débil e inestable tronco.

Caminando tranquilamente hasta el centro del frágil y ciertamente peligroso puente, el viejo maestro escogió un lejano árbol como blanco, sacó su arco, y disparó un tiro limpio y directo.

"Ahora es su turno", le dijo mientras regresaba distinguidamente hasta suelo seguro.

Mirando con terror el aparente abismo sin fondo, el joven no pudo forzarse a caminar sobre el tronco, ni menos disparar al blanco.

"Usted tiene mucha habilidad con su arco", dijo el maestro, notando el aprieto de su desafiante, "pero tiene poca habilidad con la mente, que le deja aflojar el tiro".

(Cuento zen)