sábado, 14 de diciembre de 2013

Historia de los dos que soñaron


Cuentan hombres dignos de fe que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan.
Trabajó tanto que el sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: "Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla". A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros del desierto, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres.
Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por decreto de Alá Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea.
El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte. A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó buscar y le dijo: "¿Quién eres y cuál es tu patria?" El otro declaró: "Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí". El Capitán le preguntó: "¿Qué te trajo a Persia?" El otro optó por la verdad y le dijo: "Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste".
Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y acabó por decrile: "Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete."
El hombre las tomó y regresó a su patria. Debajo de la fuente de su jardín (que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Alá le dio bendición y lo recompensó.

(J.L. Borges)

martes, 10 de septiembre de 2013

El asno de la molinera


 

Hace mucho tiempo, vivía un molinero, que tenía una hija llamada Amapola, a la que envió a palacio para que llevara el trigo molido, llevado hace unos días por el cocinero del rey. Amapola, se puso en marcha enseguida, ya que quería volver cuanto antes a su hogar.

Por el camino, un conejito amigo suyo le advirtió que si no se daba prisa, su preciada carga podría mojarse. Confiando en llegar, apretó todo lo que pudo el paso, cansando demasiado al pobre burro y no pudiendo llegar al palacio, antes de que comenzara a llover.

El cocinero, al ver la harina mojada, ordenó encarcelar a la pobre Amapola y corrió a contarle al rey lo que había sucedido. El rey, muy afectado por la desaparición de su único hijo y heredero, no parecía prestarle demasiada atención, despachándolo con rapidez. Una vez que todos estaban durmiendo, el cocinero, se probaba las insignias reales y fantaseaba con ser el próximo rey.

Al día siguiente, salió a dar un paseo por el boque, con el burro de Amapola y visitar a su amigo, el genio del bosque. El genio, alarmado ante la visión del burro, advirtió al cocinero, que el animal era el príncipe al que tiempo atrás habían encantado.

Abandonado en el bosque, un hada, que había escuchado todo, le devolvió su forma humana y le hizo prometer, que liberaría a Amapola, a la que tomó por esposa.

La paja, la brasa y la alubia


 
Hace muchos años, vivía en un pequeño pueblecito, una anciana a la que le encantaba comer alubias. Un buen día, mientras estaba cociendo su plato favorito, una alubia se escapo de la olla, cayendo al suelo junto a un pequeño trozo de paja y un ascua que acababa de saltar del fuego.
Antes de que las otras dos se decidieran a decir algo, la paja se animó a romper el hielo:
-Saludos ¿cuál es vuestra procedencia?
La brasa le contestó: -Yo vengo del fuego. Por suerte he conseguido escapar, antes de consumirme.
La alubia dijo: – Al igual que tú, he conseguido sortear al destino y no perecer junto a mis hermanas.
-No os creáis que mi destino iba a ser distinto -replicó la paja-.Mis compañeras han sido usadas para encender el fuego y ya veis lo que queda de ellas.
.Y ahora ¿a dónde vamos? –dijo la brasa
-Propongo-sugirió la alubia-que salgamos de aquí cuanto antes y marchemos las tres juntas a ver mundo.

Aceptaron las otras dos la sugerencia y salieron de allí, hacia los desconocido. Al cabo de un rato se encontraron en su camino un arroyo, que solo podían cruzar con la ayuda de la paja. Esta se puso como pasarela, con tan mala suerte que la brasa, al ver las aguas del arroyo, se incendió y cayó junto a la paja al arroyo.
La alubia al verlas, comenzó a reírse tanto, que estallo. Sin embargo, logró sobrevivir gracias a un sastre que por allí pasaba y que la recompuso con hilo de color negro, con el que le dio su característica raya negra.

El perro del jardinero



Hace muchos años, en un lugar muy lejano, vivía un perro, que pertenecía al jardinero  del pueblo y había tenido la mala fortuna de caerse, de forma accidental en un pozo.

El jardinero, al darse cuenta de la situación, intentó sacarle desde arriba, usando todos los medios que tenía a su alcance. Al ver que no podía sacarlo de ninguna otra manera, no le quedó más remedio que meterse dentro del pozo, sujetándose a una cuerda. Tan nervioso estaba el pobre animal, que al ver a su amo bajando por el pozo, pensó que, en lugar de salvarlo, iba a terminar de hundirlo en el agua. Cuando el jardinero, estuvo a su alcance, uso las últimas fuerzas que le quedaban, para morderle.

Al sentir los dientes del perro, clavándose en su piel, subió tan rápido como pudo y al llegar arriba, miró al fondo del pozo y dijo:

-  Bien lo tengo merecido; ¿quién me manda ir a salvar a un animal cuya única intención era suicidarse?

Moraleja: si te ves en algún tipo de apuro, en el que necesites ayuda de los demás, nunca debes despreciar o maltratar a aquel, que quiere ayudarte con la mejor intención del mundo.

La zorra y el leñador

 
Hace mucho tiempo, una pobre zorra huía despavorida de un grupo de cazadores, que pretendían darle caza. En su frenética carrera, se encontró con uno de los leñadores que había por la zona, al que le pidió que la escondiera en su cabaña mientras pasaba el peligro.
Cuando los cazadores llegaron hasta el lugar en el que se encontraba el leñador, le preguntaron si conocía la dirección que había tomado el animal. Este, les contesto que no sabía por dónde había podido irse, a la vez que con una de sus manos les hacía sutiles gestos, con los que les indicaba que su deseada presa, se encontraba en la cabaña.
Afortunadamente para la zorra, los cazadores no se dieron cuenta de lo que les quería indicar el pérfido leñador y continuaron su camino, olvidándose de ella.
Al ver como sus perseguidores se marchaban del lugar, la zorra se deslizó fuera de la caballa, para marcharse a su casa. Cuando ya llevaba un trecho andado, el malvado leñador le gritó desde la cabaña, que le había salvado de una muerte segura y no se lo había agradecido.
Dándose la vuelta la zorra, le dijo:
Te estaría agradecida, si no hubieras dicho una cosa con la boca y otra con tus manos.

Moraleja: no se debe negar con nuestros actos, lo que expresamos con las palabras.

La gata encantada


En un reino muy, muy lejano, vivía un inteligente y virtuoso príncipe, al que todos sus súbditos miraban con admiración. Todas las muchachas del reino, suspiraban por ser elegida por él, para convertirse en su esposa. Pero su príncipe, no parecía estar interesado en ninguna de ellas. En lo único que mostraba verdadero interés, era en juguetear con su gatita Zapaquilda.

Durante uno de estos juegos, exclamó:

-Oh pequeña y bella gatita, si en lugar de animal fueras persona, no dudaría en casarme contigo.

El Hada de los Imposibles, siempre atenta a cualquier tipo de deseo, le dijo:

-Ya que tanto lo deseas, haré realidad tu sueño.

Al mirar hacia el lugar en el que estaba Zapaquilda, el príncipe encontró a una hermosísima muchacha, con la que quiso casarse al instante.

Un día después, se celebraba la boda del príncipe y de la preciosa joven, a cuyo banquete estaban invitados todos y cada uno de los habitantes del reino. Cuando todos parecían estar pasándolo en grande, un pequeño ratoncillo entró en la sala, propiciando que la nueva princesa, se lanzara a comérselo. Arrepentido de su deseo, el príncipe llamó una y otra vez al Hada de los Imposibles, para que deshiciera el encantamiento, pero no hizo caso a sus ruegos, dejando al pobrecillo con un palmo de narices.

El labrador y sus hijos


Tras muchos años de duro trabajo, un  viejo labrador, comenzó a notar que sus fuerzas iban mermando cada vez más. Como no quería que sus tierras fueran abandonadas tras su muerte, trazó un plan, para que sus hijos aprendieran a cuidarlas, sin darse cuenta.

Cuando  tuvo todo apunto, les llamó hasta su presencia y les anunció:

-Queridos hijos míos, siento que mi fin se está acercando; id a la viña que con tanto amor llevo cultivando todos estos años y buscad aquello que escondí para cuando llegara este día.

Pensando que se trataba de un enorme tesoro, corrieron  raudos y veloces al lugar que su padre les había indicado. Allí, cavaron y cavaron durante horas, hasta que no quedaba ni un solo centímetro de tierra sin remover.

A pesar de su empeño y del esfuerzo realizado, no encontraron nada que mereciera la pena vender. Apesadumbrados por el engaño de su padre, se marcharon a su casa, sin sospechar el verdadero propósito de su progenitor.

Meses después, cuando uno de los hermano pasaba por allí, descubrió que todo su trabajo no había sido en balde, ya que la viña estaba llena de apetitosos frutos, con los que pudieron enriquecerse.

Moraleja: El mejor de los tesoros, es el que se consigue con nuestro propio esfuerzo.

La tetera


Había una vez una tetera muy orgullosa; tan orgullosa estaba de sus formas y de todos los elementos que la formaban, que no paraba de presumir de su hermosura. De todos menos de su tapa encolada y rota a causa de un mal golpe. Una tapa que ella admitía como su más terrible secreto y que pensaba que era usada por los demás para reírse de ella.

-Mira esas tazas tan perfectas y relucientes-pensaba para sí misma- se creen tan bonitas, que no ven todos los fallos que tiene su decoración. Menos mal que yo sé diferenciar entre mis cualidades y mis defectos, admitiendo estos últimos con humildad.

En todas estas cavilaciones estaba la tetera durante su dorada juventud. Un mal día, mientras cumplía su misión en la mesa, una mano bastante torpe, la hizo caer al suelo y perder su preciosa asa y su extraordinario pitón. Mientras el contenido se escapaba por las grietas, todos sus compañeros se reían de su lastimosa apariencia.

-Que ingrato recuerdo-exclamaba la tetera al recordar aquel episodio-.Ese fue mi fin, ya nunca volvieron a usarme y a los pocos días, abandone mi hogar en las manos de una mujer que vino buscando algo de comida. Me deprimí enormemente, pues había perdido toda mi categoría, pero un tiempo después, descubrí que podía seguir siendo útil. Rellenaron mi cuerpo de tierra y enterraron en ella un pequeño bulbo, que comenzó a crecer en mi interior, descubriéndome una vida nueva llena de luz y color, en la que lo que más me importaba era mi precioso compañero.

Tan bonito era, que alguien pensó en que yo no era la mejor maceta y que para encontrarle un hogar más adecuado, había que partirme por la mitad. Eso sí que fue doloroso, sobretodo, porque a mí me lanzaron al patio trasero, donde ya solo soy un puñado de trozos viejos. A pesar de todo, lo recuerdo con cariño y eso es algo que nadie podrá arrebatarme.

sábado, 7 de septiembre de 2013

El don más hermoso


En tiempos remotísimos, el pavo real, el búho y el ruiseñor eran muy diferentes de lo que son ahora. Vivían  en la selva entre muchos otros compañeros, ocupados en procurarse el necesario alimento y defenderse a sí mismos y a los suyos de los peligros y de los enemigos.
Un día en la gran selva, pasó Buda. Estaba fatigado, buscaba un rincón tranquilo para descansar. Volvióse hacia el búho:
-Amigo búho, indícame un lugar donde pueda echarme y dormir un poco.
-Búscalo - contestó  el Búho, con grosera arrogancia.
Buda camino otro trecho, cada vez más cansado. Encontró al pavo real.
-Amigo, vengo de muy lejos, y hace tres días que no descanso. Te ruego me indiques un lugar tranquilo.
El pavo real volvió la cabeza hacia un punto indeterminado.
-Ve allá abajo-dijo.
Buda reanudó el fatigoso camino. Encontró finalmente al ruiseñor.
-Buen pajarito, ¿conoces en este bosque un rinconcito de paz, donde poder descansar?
-Sígueme- invitó la gentil criaturita.
Y volando bajo, acompaño a Buda a un plácido claro, en medio del cual murmuraba el cristalino chorro de una fuente.
Al cabo de unos momentos el aire y la luz anunciaron a todos los habitantes de la gran selva que Buda, el sublime Buda, el todopoderoso, se hallaba entre ellos, bajo el humilde aspecto de un peregrino.
El búho se alegró.
-Lo conozco. Es el que me ha interrogado, voy a pedirle un don.
También el pavo real sintió inmensos deseos de volver a ver al sublime personaje para obtener algún privilegio.
Uno y otro se trasladaron al claro del bosque. Buda dormía recostado junto a la fuente. Y su amigo el ruiseñor velaba su sueño divino desde lo alto de un árbol.
Largamente durmió en el solitario rincón de la selva el señor del universo.
Cuando abrió los ojos, miró al búho:
-Te daré  dos ojos fríos como el hielo y  al mismo tiempo ardientes, dos ojos misteriosos e inmóviles que fascinarán y aterrorizarán a todas las criaturas.
-¡Seré temido, entonces!- se alegró el búho. No podías hacerme mejor regalo.
Buda volviese hacia el pavo real.
Tendrás un espléndido vestido. El oro del sol, la plata de la luna, el azul del cielo, el verde de la esmeralda, la cálida profundidad de la sombra estival, te envolverán de gracia multicolor  darás a tu amplia cola la suntuosidad de un manto imperial. Serás rey de la hermosura.
-Gracias- exclamó el pavo real. Así pues todos me admiraran. Seré el más hermoso entre los más bellos pájaros.
-Y tú, ¿qué quieres?- preguntó Buda a su amigo el ruiseñor.
-¡Oh, Padre! Haced que jamás cause espanto a nadie. No me des tampoco la belleza que me haría frívolo y vanidoso y despertaría la envidia de los malos.
¿Qué deseas, entonces?
-¡Oh Padre! Pon en mi garganta un poco de canto. Así podré hacer serenatas a las estrellas, podré susurrar canciones de cuna a los pajaritos que temen a la oscuridad de la noche, podré encender la esperanza en el corazón dolorido de una madre que vela a su hijo enfermo.
Buda dijo:
-Pongo en tu garganta, amiguito mío, un poco de la música que alegra la vida bienaventurada de los cielos. Todas las criaturas te amarán, y tú sobre la tierra podrás ser verdaderamente feliz.

La mujer y el río


A-Tu, la mujer creada por el señor del mundo, era bellísima, inteligentísima y sabia. Y no temía al tiempo, ya que la vejez no debía ofuscar nunca su mente, no debía jamás destruir su gracia.
Traía consigo m por todos los caminos de la tierra, su alegría, fresca y perenne. Un día, el espíritu del aire se presentó a A-Tu.
-El señor del mundo te ama. Por eso mismo te confía las bestezuelas inocentes que tienen necesidad de ayuda. Ve a buscarlas. Busca los pajaritos heridos, las mariposas cansadas de volar, gusanos que no tienen un refugio seguro; busca los pequeños animales del bosque que quedan solos e indefensos cuando la madre va a procurarles un poco de comida. Donde vayas con tu sonrisa, con tu bondad, harás renacer la confianza, ahuyentaras el mal. El señor del mundo renovará de continuo tus energías, y serás como el agua del río que corre bienhechora y alegre sin descansar jamás.
A-Tu escuchó con respeto y agradecimiento el divino mandamiento.
-Obedezco-dijo.
Y empezó su sublime obra de consuelo y de salud. Velaba por los nidos donde yacían abandonados los recién nacidos; recogía en su propia alojamiento los tiernos animalitos fatigados; alejaba con el milagro de su sonrisa, la furia del viento para que las tímidas lagartijas pudiesen llegar sanas y salvas a su refugio.
Pero una tarde, olvidando el mandamiento divino, se detuvo a la orilla del río Azul, Sentose y se encantó mirando al agua luminosa que se deslizaba a sus pies. Vio su propia imagen entre las ondas y admiro su belleza, Su cabellera parecía una nube negra asaeteada por los rayos del sol, sus ojos tenían el brillo de los astros, su boca rojeaba en el agua como un capullo de rosa.
No se daba cuenta de que su inteligencia, cual un líquido de una botella abierta e inclinada, caía al agua, se disipaba entre los remolinos de plata. En su cabeza, que iba vaciándose de pensamientos nobles, danzaban fútiles imágenes abigarradas. Mas sentíase satisfecha de la propia hermosura, se sonreía a sí misma. De repente le pareció que su rostro, en el río, palidecía. Los ojos ya no brillaban, los cabellos eran una mancha opaca, la boca se ensanchaba en una mueca dura. Se levantó  con un grito de doloroso asombro.
El señor del mundo le envió el espíritu del aire.
-Mujer, has desobedecido. En castigo, has sido desposeída del inefable tesoro de la inteligencia. Y ahora perderás la belleza.
-¡Oh, no!- imploro la mujer. ¡La belleza, no! El espíritu aconsejó:
-Por lo contrario, deberías resignarte a perder la belleza, y suplicar al Señor del mundo, que te restituyera la inteligencia. Es esta la llama sobrehumana de la que mana la verdadera alegría, la alegría del pensamiento.
La mujer insistió, terca:
-Quiero la belleza, me es absolutamente necesaria la belleza.
-Verás satisfecho tu estúpido deseo. Pero ten en cuenta que la belleza que pides está hecha de elementos caducos. El tiempo la ultraja, la dispersa, la anula.
A-Tu no razonaba. Ahora era una mísera criatura hecha solamente de carne.
-Dale las gracias al señor del mundo- dijo el espíritu del aire.
Luego contempló su imagen en el agua. La juzgo muy graciosa y sintiose contenta.
Pasaron los días, pasaron los años. A-Tu vio poco a poco desvanecerse su gracia. Ya no sabía sonreír, sentía el corazón  grávido de añoranzas. Tarde, demasiado tarde, cuando llegaba al umbral de la muerte, comprendió que había sido presuntuosa, que había despreciado un tesoro inestimable a cambio de una pequeña cosa inútil. Y se propuso entonces hacer el bien a las demás mujeres, cuando estuviera en el reino de oro de la eternidad.
Dícese en efecto, que, desde hace milenios, A-Tu, convertida en espíritu, llama al corazón de las mujeres para darles sabios consejos. Pero pocas mujeres la escuchan. Porque la complacencia en la propia belleza las ilusiona, las domina, las pierde, impide que escuchen la limpia voz de la verdad.

Las tres monedas de cobre


Un vendedor ambulante de tabaco fue abordado en la calle por un anciano que llevaba una larga barba blanca.
-Anda, jovencito, llena mi pipa con tabaco del más fino.
El hombre examinó al cliente. Parecía muy pobre. Su cuerpo enjuto estaba cubierto de una túnica harapienta.
-No creo-dijo, mirando con suspicacia al viejo- que estés en condiciones de pagar lo que me pides.
El anciano se encolerizó. Sus ojuelos, hundidos en el lívido abismo de las orbitas, relampaguearon de desdén.
Dame el tabaco, calabacín. Y no te preocupes por la recompensa.
El vendedor llenó entonces de tabaco la pipa que el viejo le tendía.
-Bueno- dijo. Tu edad y tu abandono  me dan lastima. Y me gusta hacerte un regalito.
-No quiero regalitos; no necesito limosna.
El anciano, con ademan orgulloso, arrojo en uno de los cestos que el hombre llevaba, tres monedas de cobre  y se alejó sin mirar atrás.
“Mi tabaco vale más pensó el joven.” Anochecía; el vendedor había agotado casi su mercancía y se encamino hacia su cabaña.
“Si, el tabaco vale realmente más” Pero no importa. Estoy contento de haber hecho una buena obra. Buda, que ve todas las cosas y lee en el corazón de los hombres, sabrá ciertamente recompensarme de algún modo”.
Mientras recorría a buen paso una larga calle desierta, el vendedor se dio cuenta de que el cesto en que el viejo arrojara las tres míseras monedas de cobre pesaba mucho. Se detuvo un instante y vio, con enorme asombro, que las moneditas se habían multiplicado. Lucían de forma extraordinaria y formaban un pesado montón e iban aumentando misteriosamente por momentos.
El joven, para poder transportar sin excesiva fatiga, puso una parte de ellas en el cesto que llevaba en la otra mano, pero el dinero no cesaba de multiplicarse milagrosamente. Cuando medio muerto de cansancio, llego a su cabaña, los cestos eran insuficientes para contener las monedas, que comenzaron a derramarse, y a amontonarse  en el pavimento. Para guardarlas y esconderlas, el hombre cavó detrás de su pequeña cabaña un hoyo ancho y profundo. Hasta que lucio el alba no ceso el maravilloso chorro de monedas. Pero ahora el joven vendedor de tabaco poseía una suma considerable.
Decidió abandonar su humilde comercio. Aunque procuro disimular con tierra y maleza la abertura del hoyo que contenía el tesoro; al alejarse, no quería correr el riesgo de ser robado. Volviese suspicaz, desconfiado. La avaricia empezó a corroerle. De noche, en lugar de dormir, contaba las monedas. Le asaltó  el deseo loco de poseer más dinero. La codicia de ganancias sugiriole la idea de explotar a la gente pobre, prestando dinero con usura. Quitaba a los miserables lo poco que poseían, pagándoles poco o nada.
Un día se presentó un anciano. Parecía muy pobre; estaba enfermo y cansado. Sacó de su bolsa mugrienta dos medallas de oro macizo.
Hace cinco días que no cómo- dijo. Quiero comprar un poco de arroz para no morir de hambre.
El usurero examinó las medallas.
-¿Las vendes?
Si, las vendo. ¿Cuánto ofreces por ellas?
Puedo darte tres monedas de cobre. No más, te lo aseguro.
Los ojos del anciano brillaron misteriosamente.
-¿Te parece justo?
-Es justo. Te digo que es justísimo. Si mi propuesta no te satisface, vete. Y el arroz, conténtate en comerlo con la imaginación.
-No discutamos. El hambre no tiene espera. Dame las tres monedas de cobre, pues,  y toma las medallas.
El usurero fue a buscar la miserable cantidad y la entregó al viejo.
-Los tiempos son difíciles. Hoy en día nadie compra trastos inútiles. Pero tengo buen corazón y la pobre gente me da lástima.
-Mira-dijo el anciano-; ya anochece. Tú debes contar tus monedas. Nunca podrás contarlas todas. El hoyo está lleno.
-¿Qué sabes tú de mis monedas?- preguntó, alarmado, el usurero. ¿Eres un ladrón, tal vez? ¿Un espía?
El hombre no podía sufrir que alguien conociera su secreto.
-¿Quién te ha hablado del hoyo? No existe tal hoyo. Yo no soy rico.
El anciano había desaparecido. Cuando el usurero se dio cuento de ello, le entró una terrible inquietud. Y no paraba de gritar, como un loco:
-El hoyo no existe. Yo soy pobre, pobre y desnudo como un gusano. Buda lo sabe.
Oyó una voz que le helo la sangre en las venas:
-Sí, Buda lo sabe. Buda sabe que eres pobre. Más pobre que los mendigos, más pobre que las pobrísimas personas que explotas. Buda sabe que el hoyo no existe.


El usurero salió de la cabaña y arrojose sobre la tierra y la maleza que disimulaba la abertura del hoyo. Las apartó. Y encontró más tierra sobrepuesta y más maleza. Cavó aullando como una fiera herida, desesperadamente. Nada. No halló rastro de su tesoro. Volvió a la cabaña, trastornado. Comprendió entonces que su riqueza le había venido de Buda. No había sabido administrarla noblemente. Y Buda  había vuelto para llevársela. Y todavía comprendió otra cosa: que la fortuna es un don del cielo, que comporta deberes y responsabilidades. Quien no tiene alma limpia y el corazón caritativo, se hunde bajo su propio peso.

viernes, 6 de septiembre de 2013

El halcón que no podía volar

 
Un rey recibió como obsequio dos pequeños halcones y los entregó al maestro de cetrería para que los entrenara. Pasado unos meses, el maestro le informó al rey  que uno de los halcones estaba perfectamente, pero que al otro, no sabía que le sucedía pues no se había movido de la rama donde lo dejó, desde el día que llegó. El rey mandó a llamar a curanderos y sanadores para que vieran al halcón, pero nadie pudo hacerlo volar. Al día siguiente el monarca decidió comunicar a su pueblo que ofrecería una recompensa a  la persona que hiciera volar al halcón. A la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente por los jardines. El rey le dijo a su corte:
Traedme al autor de este milagro. Su corte le llevó a un humilde campesino. El rey le preguntó:
—¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres acaso un mago?
 Intimidado el campesino le dijo al rey:
 —Fue fácil, mi Señor, sólo corté la rama y el halcón voló, se dio cuenta de que tenía alas y se largó a volar.

El Mono que salvó al pez

 
- «¿Qué demonios estás haciendo?», le pregunté al mono cuando le vi sacar un pez del agua y colocarlo en la rama de un árbol.
- «Estoy salvándole de perecer ahogado», me respondió.

martes, 13 de agosto de 2013

El joven monje y el anciano


En otros tiempos, un joven monje presa de dudas no podía comprender qué había que hacer para creer, para tener fe. Fue a ver a su maestro y le preguntó si podía en el futuro conseguir comprender, aunque solo un  fuera un poco.
-No es necesario comprender -respondió el anciano maestro.
-Si no comprendo, ¿cómo tener fe?
-Inútil tener fe – dijo el Maestro.
-Entonces, no entiendo nada – dijo el monje.
-Lo único que necesitas es una fuerte certeza – replicó el Maestro.
Anochecía, y el anciano maestro salió del templo con su discípulo. Apuntando hacia el cielo con el dedo, le preguntó:
-¿Ves la estrella que brilla allí arriba?
El joven miró en la dirección indicada y respondió:
-Sí, la veo.
-¿Ves ahora esa otra que está justo al lado?
-No hay ninguna al lado – dijo el discípulo.
-Mira bien – agregó el Maestro.
Y efectivamente, el discípulo percibió una estrella casi invisible. Si trataba de mirarla directamente, no la veía; en cambio, si la miraba ligeramente de soslayo, la estrella se volvía perceptible. El Maestro le dijo entonces:
-Es lo mismo que la certeza. Comprender es ver la estrella que brilla; tener fe, es estar seguro de que existe una estrella aunque uno no la vea; la certeza interna es saber que existe aunque no se le perciba claramente. He utilizado esta metáfora para educarte, ahora debes comprender por tí mismo.
Al joven monje le impresionó muchísimo la sabiduría de su maestro, pero se preguntaba cómo podía éste saber que había una estrella invisible justo en ese sitio.
El Maestro le dijo entonces:
-Las estrellas son innumerables; creo que tú y yo no mirábamos la misma. El número de estrellas es tan grande, que siempre existe una invisible, en cualquier lugar, que solo se puede ver si se mira sin mirar.

(Cuento zen)

jueves, 11 de julio de 2013

Por si acaso...




Un anciano está haciendo cola para subir al autobús y un joven que está detrás de él, le pregunta:

- "Perdone, ¿tiene fuego?"

- "¡No!" –le contesta algo enfadado el anciano.

El joven piensa: «No me muerdas», y pide fuego a otra persona.

Unos minutos más tarde, el anciano que tiene delante ¡¡¡enciende un cigarrillo!!!... Así que el joven le dice:

- "Oiga, ¿por qué me ha dicho que no tenía fuego cuando está claro que sí?"

- "Verá usted" –responde el anciano-. "Si le hubiera dado fuego, es probable que usted y yo nos hubiéramos puesto a hablar. Y si nos hubiéramos puesto a hablar, es probable que hubiéramos acabado sentándonos juntos en el autobús, es probable que hubiéramos acabado conversando. Usted parece un tipo agradable y es probable que hubiera empezado a caerme bien. Y entonces, podría haberle invitado a bajarse en mi parada para venir a casa a cenar. Y si usted hubiera venido a cenar, es probable que hubiera conocido a mi hija. Y si hubiera conocido a mi hija, es probable que hubiera salido con ella. Y si hubiera salido con ella, quién sabe, una cosa lleva a la otra, y es posible que todo hubiera acabado en boda... ¡y yo no quiero que ella se case con alguien que ni siquiera puede comprarse un encendedor!"

(Hanock McCarty)

lunes, 8 de julio de 2013

Los niños que no creían en nada


Nadie le daría trabajo con lo vieja que estaba, e indagar sobre si disponía de ahorros para montar un negocio en toda regla sería una falta de sensibilidad; por no decir un exceso de estupidez. Qué hacer cuando las carnes te exigen sobrevivir. ¿Pedir limosna? Buenos Aires ya no estaba para eso. Tendría que ganarse la vida haciendo algo de dudosa moralidad. Qué cosa. Qué podría hacer sin perjudicar a la gente. Optó por vender aire, como lo hacían miles de empresas, pero ella no sería una desalmada. Cobraría montos irrelevantes y el aire que daría a cambio no contendría un valor superfluo.

Empezaría a venderlo de inmediato porque, además, sabía que ningún pariente le iba a dar cobijo. No los tenía, ni hacia los lados ni hacia abajo. Hacia arriba, menos. Sandra realmente era vieja. 57 años olvidada en la cárcel por haber matado a su marido le impidieron procrear. Era él o ella. Los moratones acumulados en su cuerpo lo demostraban, pero en el juicio no valieron. El abogado contratado por su suegra era de los caros, de esos con influencias.
Desde el 12 de octubre de 2003, Sandra anduvo libre por las calles. ¡Vaya mentira! Sus carnes la arrinconaron más que nunca. En su estómago tenía aire, pero uno muy distinto del que estaba por vender. En la cárcel había aprendido algo de magia. Hacía desaparecer objetos pequeños, como cigarrillos y monedas. Con una esfera de cristal de cuatro centímetros de diámetro no tendría problemas.
Entre la basura, encontró cajas de un tamaño ideal para empaquetar, una y otra vez, su única esfera. Sólo le faltaban cintas de colores para, en el momento de la venta, atar la caja correspondiente y adornarla con un listón. Las consiguió enseguida. 
Frente a una tienda de juguetes, interpretando el papel de una bruja buena de cuento, atraía la atención de los pequeños con un discurso dulce en el tono y seductor en las palabras: “Mira esta bola de cristal. Es ligera como el aire. Es mágica. Mágica para los que poseen el don. ¿Tú lo posees? No mires a tus padres, la respuesta sólo la puede saber uno mismo. Meteré esta bola especial en esta caja… así, ¿ves? Ahora, ataremos la caja con esta cinta para asegurarnos de que se mantenga cerrada hasta que llegues a tu casa. Si al abrirla descubres que la bola se ha desmaterializado (que ya no está), sabrás que posees el don. Pero la bola no habrá desaparecido, sólo habrá cambiado de lugar. Habitará dentro de ti para siempre y te será muy útil en tus sueños, porque con ella vencerás a cualquier monstruo y te ayudará a encontrar mundos llenos de personas y cosas bellas y alegres. Dormirás feliz”. Los padres, confiando en que la vieja los timase con una caja vacía, se la compraban por unas cuantas monedas.
Funcionaba.
El boca a boca hizo cada vez más conocida a la vieja de enfrente de la juguetería en Rivadavia, entre la avenida Otamendi y Campichuelo.
A Sandra Febres Queipo se le recuerda como “La bruja de la bola invisible”. Murió el 7 de enero de 2005. Ni bien pasaron dos meses, la juguetería —que no voy nombrar para no hacerle publicidad— lanzó un producto con la imagen ilustrada de su personaje y con el nombre con el que se le conocía. No lo vendieron como esperaban. En 2008 dejaron de producirlo. Pensaron que la magia de Sandra también era comercializable, pero pasaron por alto el truco de su éxito. Era la voz de ella, la convicción en su tono, lo que agudizaba en los niños el don de creer… de creer que en esa nada que encontraban en la caja fuese posible todo.

(Rafael R. Valcárcel)

viernes, 5 de julio de 2013

Coherencia

Sentado sobre mi hombro izquierdo el diablillo con voz grave me sentencia en el oído "como es que no la besaste?", a mi derecha veo , con el rabillo del ojo, la cabecita del angel asintiendo ...
 
(Harry Haller)

Efecto mariposa

En el mismo instante en que el maestro Nyojo Zenj voltea la primera página del libro, una leve brisa se levanta en los campos de arroz de Longji en Pingjan.

Promediando el undecimo capítulo, el temporal arrecia en toda la región cercana a Longsheng. La cansada vista del monje le incita a encender una vela.
El incendio se desata ahora, en las aldeas mas cercanas. Al notar lo sucedido Nyojo cierra el libro y llora profusamente sobre él. Entonces el viento cede y las lágrimas apagan todo el fuego.

(Harry Haller)

Infinito


"¿Te imaginas si fuéramos infinitos?" preguntó el 5 al 8. Entonces el 8 se tendió a imaginar.
(Jorge Ulloa)

domingo, 9 de junio de 2013

¡Ninguno!

El pequeño Chad era un muchachito tímido y callado. Un día, al llegar a casa, dijo a su madre que quería preparar una tarjeta de San Valentín para cada chico de su clase. Ella pensó, con el corazón oprimido: "Ojalá no haga eso", pues había observado que, cuando los niños volvían de la escuela, Chad iba siempre detrás de los demás. Los otros reían, conversaban e iban abrazados, pero Chad siempre quedaba excluido. Así y todo, por seguirle la corriente compró papel, pegamento y lápices de colores. Chad, dedicó tres semanas a trabajar con mucha paciencia, noche tras noche, hasta hacer treinta y cinco tarjetas.
Al amanecer del Día de San Valentín, Chad no cabía en sí de entusiasmo.
Apiló los regalos con todo cuidado, los metió en una bolsa y salió corriendo a la calle. La madre decidió prepárale sus bizcochos favoritos, para servírselos cuando regresara de la escuela. Sabía que llegaría desilusionado y de ese modo esperaba aliviarle un poco la pena. Le dolía pensar que él
no iba a recibir muchos obsequios. Ninguno, quizá.
Esa tarde, puso en la mesa los bizcochos y el vaso de leche. Al oír el bullicio de los niños, miró por la ventana. Como cabía esperar, venían riendo y divirtiéndose en grande. Y como siempre, Chad venía último, aunque caminaba algo más de prisa que de costumbre.
La madre supuso que estallaría en lágrimas en cuanto entrara. El pobre venía con los brazos vacíos. Le abrió la puerta, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas.
-Mami te preparó leche con bizcochos-dijo.
Pero él apenas oyó esas palabras. Pasó a su lado con expresión radiante, sin decir más que:
-¡Ninguno! ¡Ninguno!
Ella sintió que el corazón le daba un vuelco.
Y entonces el niño agregó:
-No me olvidé de ninguno! ¡Ninguno!

Dale Galloway

jueves, 14 de marzo de 2013

El Gallo


Había una vez, en la antigua China, un extraordinario pintor cuya fama atravesaba todas las fronteras. En las vísperas del año del Gallo, un rico comerciante pensó que le gustaría tener en sus aposentos un cuadro que representase a un gallo, pintado por este fabuloso artista.

Así que se trasladó a la aldea donde vivía el pintor y le ofreció una muy generosa suma de dinero por la tarea. El viejo pintor accedió de inmediato, pero puso como única condición que debía volver un año más tarde a buscar su pintura. El comerciante se amargó un poco. Había soñado con tener el cuadro cuanto antes y disfrutarlo durante el año signado por dicho animal. Pero como la fama del pintor era tan grande, decidió aceptar y volvió a su casa sin chistar.

Los meses pasaron lentamente y el comerciante aguardaba que llegase el ansiado momento de ir a buscar su cuadro. Cuando finalmente llegó el día, se levantó al alba y acudió a la aldea del pintor de inmediato. Tocó a la puerta y el artista lo recibió. Al principio no recordaba quien era.

- "Vengo a buscar la pintura del gallo", le dijo el comerciante.

- "¡Ah, claro!", contestó el viejo pintor.

Y allí mismo extendió un lienzo en blanco sobre la mesa, y ante la mirada del comerciante, con un fino pincel dibujó un gallo de un solo trazo. Era la sencilla imagen de un gallo y, de alguna manera mágica, también encerraba la esencia de todos los gallos que existen o existieron jamás. El comerciante se quedó boquiabierto con el resultado, pero no pudo evitar preguntarle:

- "Maestro, por favor, contésteme una sola pregunta. Su talento es incuestionable, pero... ¿era necesario hacerme esperar un año entero?"

Entonces el artista lo invitó a pasar a la trastienda, donde se encontraba su taller. Y allí, el ansioso comerciante pudo ver cubriendo las paredes y el piso, sobre las mesas y amontonados en enormes pilas hasta el techo, cientos y cientos de bocetos, dibujos y pinturas de gallos, el trabajo intenso de todo un año de búsqueda.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Palabras



Los discípulos estaban enzarzados en una discusión sobre la sentencia de Lao-Tse:

"Los que saben no hablan;

los que hablan no saben"

Cuando el Maestro entró donde ellos estaban, le preguntaron cuál era el significado exacto de aquellas palabras.

El maestro les dijo:

- "¿Quién de vosotros conoce la fragancia de una rosa?"

Todos la conocían.

Entonces les dijo:

- "Expresadlo con palabras".

Y todos guardaron silencio.

El Agua de la Perseverancia


Un hombre decidió cavar un pozo en un terreno que poseía. Eligió un lugar y profundizó hasta los cinco metros, pero no encontró agua.

Pensando que aquel no era el sitio idóneo, buscó otro lugar y se esforzó más, llegando hasta los siete metros, pero tampoco esta vez halló agua. Decidió probar una tercera ocasión, en distinto lugar, y cavar aún mucho más, pero cuando llegó a los diez metros, concluyó que en su terreno no había agua, y que lo mejor era venderlo.

Un día fue a visitar al hombre al cual había vendido el terreno, y se encontró con un hermoso pozo.

- "Amigo, mucho has tenido que cavar para encontrar agua. Recuerdo que yo piqué más de veinte metros, y no encontré ni rastro", dijo el recién llegado.

- "Te equivocas", contestó el aludido. "La verdad es que yo sólo cavé doce metros, pero a diferencia de ti, siempre lo hice en el mismo sitio."

El Tiempo y los Plátanos


Un hombre decidió pasar algunas semanas en un monasterio de Nepal. Cierta tarde entró en uno de los numerosos templos de la región y encontró a un monje sentado en el altar, sonriendo. Le preguntó por qué sonreía.

- "Porque entiendo el significado de los plátanos", fue su respuesta.

Dicho esto, abrió la bolsa que llevaba, extrayendo de ella un plátano podrido.

- "Esta es la vida que pasó y no fue aprovechada en el momento adecuado; ahora es demasiado tarde."

Seguidamente, sacó de la bolsa un plátano aún verde, lo mostró y volvió a guardarlo.

- "Esta es la vida que aún no sucedió, es necesario esperar el momento adecuado."

Finalmente tomó un plátano maduro, lo peló y lo compartió con él.

"Esta es la vida en el momento presente. Aliméntate con ella y vívela sin miedos y sin culpas."

Cargando piedras



Hu-Ssong propuso a sus discípulos el siguiente relato:

- "Un hombre que iba por el camino tropezó con una gran piedra. La recogió y la llevó consigo. Poco después tropezó con otra. Igualmente la cargó. Todas las piedras con que iba tropezando las cargaba, hasta que aquel peso se volvió tan grande que el hombre ya no pudo caminar. ¿Qué piensan ustedes de ese hombre?"

- "Que es un necio", respondió uno de los discípulos. "¿Para qué cargaba las piedras con que tropezaba?"

Dijo Hu-Ssong:

- "Eso es lo que hacen aquellos que cargan las ofensas que otros les han hecho, los agravios sufridos, y aun la amargura de las propias equivocaciones. Todo eso lo debemos dejar atrás, y no cargar las pesadas piedras del rencor contra los demás o contra nosotros mismos. Si hacemos a un lado esa inútil carga, si no la llevamos con nosotros, nuestro camino será más ligero y nuestro paso más seguro."

viernes, 1 de marzo de 2013

Ata tu camello


Un discípulo llegó a lomos de su camello ante la tienda de su maestro sufí. Desmontó, entró en la tienda, hizo una profunda reverencia y dijo:

- “Tengo tan gran confianza en Dios, que he dejado suelto a mi camello ahí afuera, porque estoy convencido de que Dios protege los intereses de los que le aman”.

- “¡Pues sal fuera y ata tu camello estúpido!”, le dijo el maestro. “Dios no puede ocuparse de hacer en tu lugar lo que eres perfectamente capaz de hacer por ti mismo.”

(Anthony de Mello)

martes, 26 de febrero de 2013

El agua del paraíso


Un beduino seco y miserable, que se llamaba Harith, vivía desde siempre en el desierto. Se desplazaba de un sitio a otro con su mujer Nafisa. Hierba seca para su camello, comía insectos, de vez en cuando un puñado de dátiles, un poco de leche.

Llevaba realmente una vida dura y amenazada. Harith cazaba las ratas del desierto para apoderarse de su piel y hacía cuerdas con las fibras de las palmeras, que intentaba vender en las caravanas.

Sólo bebía el agua salobre que encontraba en los pozos enfangados.

Un día apareció un nuevo río en la arena. Harith probó aquella agua desconocida, que era amarga y salada, e incluso un poco turbia. Pero le pareció que el agua del verdadero paraíso acababa de deslizarse por su garganta.

Llenó dos botas de piel de cabra, una para él y otra el califa Harun Al-Rashid, y se puso en camino hacia Bagdad. A su llegada, tras un penoso viaje, le contó su historia a a los guardias, según la práctica establecida, y fue admitido ante el califa. Harith se postró ante el Príncipe de los Creyentes y le dijo:

- "No soy más que un pobre beduino, ligado al desierto donde el destino me ha hecho nacer. No conozco nada más que el desierto, pero lo conozco bien. Conozco todas la aguas que allí se pueden encontrar. Por eso he decidido traértela para que la pruebes."

Harun Al-Rashid se hizo traer un vaso y probó el agua del río amargo. Toda la corte lo observaba. Bebió un buen trago y su rostro no expresó ningún sentimiento. Se quedó pensativo un instante y entonces con fuerza repentina pidió que el hombre fuera llevado y encerrado, con la orden estricta de que no viese a nadie. El beduino, sorprendido y decepcionado, fue encerrado en una celda.

- "Lo que nada es para nosotros, lo es todo para él. Lo que para él es el agua del Paraíso, no es más que una desagradable bebida para nosotros. Pero tenemos que pensar en la felicidad de ese hombre", dijo el califa a las personas de su entorno, curiosos por su decisión.

Al caer la noche hizo llamar al beduino. Dio la orden a sus guardias de que lo acompañasen de inmediato fuera de la ciudad, hasta la entrada del desierto, sin permitirle ver ni el río Tigris ni ninguna de las fuentes de la ciudad, sin darle otra agua que la suya para beber. Cuando el beduino se iba del palacio en la oscuridad de la noche, vio por última vez al califa. Éste le dio mil monedas de oro y le dijo:

- "Te doy las gracias. Te nombro guardián del agua del Paraíso. La administrarás en mi nombre. Vigílala y protégela. Que todos los viajeros sepan que te he nombrado para tal puesto."

El beduino, feliz, besó la mano del gran califa y regresó rápidamente a su desierto.

La paz perfecta


Había una vez un rey que ofreció un gran premio a aquel artista que pudiera captar en una pintura la paz perfecta. Muchos artistas lo intentaron. El rey observó y admiró todas las pinturas, pero solamente hubo dos que a él realmente le gustaron y tuvo que escoger entre ellas.

La primera era un lago muy tranquilo. Este lago era un espejo perfecto donde se reflejaban unas plácidas montañas que lo rodeaban. Sobre éstas se encontraba un cielo muy azul con tenues nubes blancas. Todos quienes miraron esta pintura pensaron que ésta reflejaba la paz perfecta.

La segunda pintura también tenía montañas. Pero éstas eran escabrosas y descubiertas. Sobre ellas había un cielo furioso del cual caía un impetuoso aguacero con rayos y truenos. Montaña abajo parecía retumbar un espumoso torrente de agua. Todo esto no se revelaba para nada pacífico.

Pero cuando el Rey observó cuidadosamente, el vio tras la cascada un delicado arbusto creciendo en una grieta de la roca. En este arbusto se encontraba un nido. Allí, en medio del rugir de la violenta caída de agua, estaba sentado plácidamente un pajarito en el medio de su nido...

El Rey escogió la segunda...

- "Porque", explicaba el Rey, "paz no significa estar en un lugar sin ruidos, sin problemas, sin trabajo duro o sin dolor. Paz significa que, a pesar de estar en medio de todas estas cosas, permanezcamos calmados dentro de nuestro corazón. Este es el verdadero significado de la paz."

Contemplar un agujero


Un avaro enterró su oro al pie de un árbol que se alzaba en su jardín. Todas las semanas lo desenterraba y lo contemplaba durante horas. Pero, un buen día, llegó un ladrón, desenterró el oro y se lo llevó. Cuando el avaro fue a contemplar su tesoro, todo lo que encontró fue un agujero vacío.

El hombre comenzó a dar alaridos de dolor, al punto que sus vecinos acudieron corriendo a averiguar lo que ocurría. Y, cuando lo averiguaron, uno de ellos preguntó:

- “¿Empleaba usted su oro en algo?”

- “No”, respondió el avaro. “Lo único que hacía era contemplarlo todas las semanas”.

- “Bueno, entonces”, dijo el vecino, “por el mismo precio puede usted seguir viniendo todas las semanas y contemplar el agujero”.

(Antohny de Mello)

lunes, 25 de febrero de 2013

El precio del tiempo


Un hombre vino a casa tarde del trabajo, cansado e irritado, y encontró a su hijo de 5 años esperando en la puerta.

- "¿Papá, puedo hacerte una pregunta?"

- "Sí... ¿cuál es?" contestó el hombre.

- "¿Papá, cuánto ganas en una hora?"

- "Eso no es asunto tuyo. ¿Por qué preguntas eso?", dijo el hombre enojado.

- "Sólo quiero saberlo. Por favor, dime, ¿cuánto ganas en una hora?", repitió el pequeño.

- "Si quieres saberlo, en una hora gano 20 euros."

- "¡Oh!", contestó el pequeño, cabizbajo. Volviendo a mirarlo, dijo:

– "Papá, puedo pedirte prestados 10 euros?"

El padre se puso furioso:

- "Si la única razón por la que me has preguntado eso es para poder pedirme prestado dinero para comprar un juguete tonto o alguna otra cosa sin sentido, entonces vete directamente a tu cuarto y acuéstate. Piensa sobre por qué estás siendo tan egoísta. Yo trabajo muy duro muchas horas todos los días, y no tengo tiempo para estas tonterías infantiles."

El chico fue calladamente a su cuarto y cerró la puerta. El hombre se sentó y empezó a ponerse aún más enfadado pensando en la pregunta del muchacho.

- "¿Cómo se atreve a preguntar cosas así sólo para conseguir algún dinero?"

Después de aproximadamente una hora o así, el hombre se había tranquilizado, y empezó a pensar que quizás había sido un poco duro con su hijo. Quizás había algo que realmente necesitara comprar con los 10 euros, y realmente no pedía dinero muy a menudo. El hombre fue a la puerta del cuarto del muchacho y abrió la puerta.

- "¿Estás dormido, hijo?", preguntó.

- "No papá, estoy despierto", contestó al muchacho.

- "He estado pensando, quizá haya sido demasiado duro contigo antes", dijo el hombre. "Ha sido un día largo y he pagado mi agresividad contigo. Aquí están los 10 euros que me pediste."

El pequeño se sentó y sonrió.

- "¡Oh, gracias papá!", gritó.

Entonces, buscando bajo su almohada, sacó algunos billetes arrugados. El hombre, viendo que el muchacho ya tenía dinero, empezó a ponerse enfadado de nuevo.

El pequeño contó despacio su dinero, entonces miró a su padre.

- "¿Por qué pides más dinero si ya tienes?", refunfuñó el padre.

- "Porque no tenía bastante, pero ahora sí", contestó.

- "Papá, ahora ya tengo 20 euros... ¿puedo comprar una hora de tu tiempo?. Por favor ven a casa temprano mañana. Me gustaría cenar contigo."

La anciana y su gallo


La anciana que vivía en una granja observó que su gallo cantaba siempre a la misma hora, minutos antes de comenzar el día; pensó entonces que era el canto de su gallo el que producía la salida del sol.

Los vecinos molestos por el canto, protestaron. La anciana decidió entonces irse a vivir a otro pueblo llevándose el gallo.

La primera madrugada en su nuevo hogar fue igual que siempre: el gallo cantó y el sol comenzó a elevarse sobre el horizonte. Poco a poco la claridad invadió el lugar.

La mujer pensó:

- "Lo lamento por la gente del otro pueblo a quienes dejé a oscuras para siempre".

Le extrañó que nunca la hubieran llamado para que regresara.

El atardecer de la vida


Allí estaba... sentado en una banqueta, con los pies descalzos sobre las baldosas rotas de la vereda; gorra marrón, manos arrugadas sosteniendo un viejo bastón de madera; pantalones que arremangados dejaban libres sus pantorrillas y una camisa blanca, gastada, con un chaleco de lana tejido a mano. El anciano miraba a la nada…

Y el viejo lloró, y en su única lágrima expresó tanto, que me fue muy difícil acercarme a preguntarle, o siquiera consolarlo. Por el frente de su casa pasé mirándolo, al voltear su mirada la fijó en mi, le sonreí, lo saludé con un gesto, aunque no crucé la calle... no me animé, no lo conocía, y si bien entendí que en la mirada de aquella lágrima se mostraba una gran necesidad, seguí mi camino, sin convencerme de estar haciendo lo correcto.

En mi camino guardé la imagen, la de su mirada encontrándose con la mía.

Traté de olvidarme. Caminé rápido como escapándome. Compré un libro y, ni bien llegué a mi casa, comencé a leerlo, esperando que el tiempo borrara esa presencia.... pero esa lágrima no se borraba...

Los viejos no lloran así por nada, me dije.

Esa noche me costó dormir, la conciencia no entiende de horarios, y decidí que a la mañana volvería a su casa y conversaría con él, tal como entendí que me lo había pedido. Luego de vencer mi pena, logré dormir.

Recuerdo haber preparado un poco de café, compré galletas, y muy deprisa fui a su casa convencido de tener mucho por conversar.

Llamé a la puerta, cedieron las rechinantes bisagras y salió otro hombre.

- “¿Qué desea?”, preguntó, mirándome con un gesto adusto.

- “Busco al anciano que vive en esta casa.”

- “Mi padre murió ayer por la tarde”, dijo entre lágrimas.

- “¿Murió?”, dije decepcionado. Las piernas se me aflojaron, la mente se me nubló y los ojos se me humedecieron.

- “¿Y usted quien es?”, volvió a preguntar.

- “En realidad, nadie”, contesté. Y agregué: “ayer pasé por la puerta de su casa, y estaba su padre sentado, vi que lloraba y, a pesar de que lo saludé, no me detuve a preguntarle qué le sucedía… hoy volví para hablar con él, pero veo que es tarde.”

- “No me lo va a creer pero usted es la persona de quien hablaba en su diario.”

Extrañado por lo que me decía, lo miré pidiéndole más explicación.

- “Por favor, pase”, me dijo aún sin contestarme.

Luego de servir un poco de café, me llevó hasta donde estaba su diario, y la ultima hoja rezaba:

- "Hoy me regalaron una sonrisa plena y un saludo amable... hoy es un día bello".

El trabajador honesto


Juan trabajaba en una empresa hacia dos años. Era muy serio, dedicado y cumplido con sus obligaciones. Llegaba muy puntual, y estaba orgulloso de no haber recibido nunca ni una amonestación. Cierto día, buscó al gerente para hacerle una petición:

- "Señor, trabajo en la empresa desde hace dos años con, bastante esmero, y estoy a gusto con mi puesto, pero siento que he sido dejado de lado. Mire, Femando ingresó en un puesto igual al mío hace sólo seis meses, y ya ha sido promovido a supervisor."

- "¡Aha!", contesto el gerente. Y, mostrando cierta preocupación, le dijo:

- "Mientras resolvemos esto, quisiera me ayudes a resolver un problema. Quiero dar frutas para la sobremesa del almuerzo de hoy. Por favor, averigua si en la tienda de enfrente tienen frutas frescas."

Juan se esmeró en cumplir con el encargo, y a los cinco minutos estaba de vuelta.

- "Bien, ¿qué averiguaste?"

- "Señor, tienen naranjas a la venta."

- "Y, ¿cuanto cuestan?."

- "¡Ah!, no pregunté."

- "Bien. ¿Viste si tenían suficientes naranjas para todo el personal?."

- "Tampoco pregunté eso."

- "¿Hay alguna fruta que pueda sustituir a la naranja?."

- "No lo sé señor, pero creo. .."

- "Bueno, siéntate un momento."

El gerente cogió el teléfono e hizo llamar a Fernando. Cuando se presentó, le dio las mismas instrucciones que a Juan, y a los diez minutos estaba de vuelta. El gerente le preguntó:

- "Bien Fernando, ¿qué noticias me tienes?."

- "Señor, serían naranjas, las suficientes para atender a todo el personal y si prefiere tienen plátanos, papayas, melones o mangos. La naranja esta a 1,50 euros el kilo; el plátano a 2,20; el mango 2,30; la papaya y el melón a 1,80 euros el kilo."

- " Me dicen que si la compra es por cantidades, nos dan un descuento del 10 %. Dejé separadas las naranjas, pero si usted escoge otra fruta, debo regresar para confirmar el pedido."

- "Muchas gracias, Fernando. Espera un momento."

Entonces se dirigió a Juan, que seguía allí:

- "Juan, ¿qué me decías?."

- "Nada señor... eso es todo. Con su permiso."

Amaneceres y ocasos


El sol se despedía del Imperio Tré. El vasallo caminaba junto a la anciana del molino amarillo. Iban conversando sobre la vida.

- “¿Qué es lo que más te gusta de la vida, anciana?”

La viejecilla del molino amarillo se entretenía en lanzar los ojos hacia el ocaso.

- “Los atardeceres”

El vasallo preguntó, confundido:

- “¿No te gustan más los amaneceres? Mira que no he visto cosa más hermosa que el nacimiento del sol allá, detrás de las verdes colinas de Tré”

Y, reafirmándose en lo dicho, agregó:

- “¿Sabes?... Yo prefiero los amaneceres.”

La anciana dejó sobre el piso la canastilla de espigas que sus arrugadas manos llevaban. Dirigiéndose hacia el vasallo, con tono de voz dulce y conciliador, dijo:

- “Los amaneceres son bellos, sí. Pero las puestas de sol me dicen más. Son momentos en los que me gusta reflexionar y pensar mucho. Son momentos que me dicen cosas de mí misma.”

- “¿Cosas? ¿De ti misma...?”, inquirió el vasallo. No sabía a qué se refería la viejecilla con aquella frase.

Antes de cerrar la puerta del molino amarillo, la anciana añadió:

- “Claro. La vida es como un amanecer para los jóvenes como tú. Para los ancianos, como yo, es un bello atardecer. Lo que al inicio el precioso, al final llega a ser plenamente hermoso. Por eso prefiero los atardeceres... ¡mira!”

La anciana apuntó con su mano hacia el horizonte. El sol se ocultó y un cálido color rosado se extendió por todo el cielo del Imperio Tré. El vasallo guardó silencio. Quedó absorto ante tanta belleza.

Presentimiento

 
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno con una expresión de preocupación en su rostro. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:

- “No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo”.

El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

- “Te apuesto un peso a que no la haces”

Todos se ríen. El se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Y él contesta:

- “Es cierto, pero me he quedado preocupado por algo que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a sucederle a este pueblo”.

Todos se ríen de él, y el que se ganó su peso regresa a casa, donde está con su mamá. Feliz con su dinero dice:

- “Le gané este peso a Dámaso de la forma más sencilla porque es un tonto”

- “¿Por qué es un tonto?”

- “Porque no pudo hacer una carambola sencillísima preocupado porque su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.”

Su madre le dice:

- "No te burles de los presentimientos de los mayores porque a veces se hacen realidad... "

Una pariente oye esto y va a comprar carne. Le pide al carnicero:

- “Deme un kilo de carne”, y en el momento que la está cortando, le dice “mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar le dice:

- “Mejor lleve dos kilos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas”.

Entonces la señora responde:

- “Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos...”

Se lleva los cuatro kilos, y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor.

Llega un momento en que toda la gente en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde alguien dice:

- "¿Se han dado cuenta del calor que está haciendo?"

- "¡Pero si en este pueblo siempre hizo calor! Tanto calor que los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos."

- "Sin embargo" -dice uno-, "a esta hora nunca hizo tanto calor."

- "Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor."

- "Sí, pero no tanto calor como ahora". Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

- “Hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.

- "Pero señores, siempre hay pajaritos que bajan."

- "Sí, pero nunca a esta hora". Es tal la tensión de los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.

- “Yo que soy muy macho” - grita uno – “Me voy”.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve. Hasta que los demás dicen:

- “Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos”. Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:

- “Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa”, y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra; en medio de ellos va la señora que tuvo el presentimiento y le dice a su hijo :

- “¿Viste mi hijo que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?”.
 
(Gabriel García Márquez)

Alejandro Magno y Diógenes


Al oír hablar sobre Diógenes, Alejandro Magno quiso conocerlo. Así que un día en que el filósofo estaba acostado tomando el sol, Alejandro se paró ante él.

Diógenes se percató también de la presencia de aquel joven espléndido. Levantó la mano como comprobando que, efectivamente, el sol ya no se proyectaba sobre su cuerpo. Apartó la mano que se encontraba entre su rostro y el del extraño y se quedó mirándolo.

El joven se dio cuenta de que era su turno de hablar y pronunció:

- "Mi nombre es Alejandro El Grande”. Pronunció esto último poniendo cierto énfasis enaltecedor que parecía más bien aprendido.

- "Yo soy Diógenes el perro”

Hay quienes dicen que retó a Alejandro Magno con esta frase, pero es cierto también que en Corinto era conocido como Diógenes el perro. Alejandro Magno era conocido en la polis así como en toda la Magna Grecia.

A Diógenes no parecía importarle quien era, o quizá no lo sabía.

El emperador recuperó el turno:

- "He oído de ti Diógenes, de quienes te llaman perro y de quienes te llaman sabio. Me place que sepas que me encuentro entre los últimos y, aunque no comprenda del todo tu actitud hacia la vida, tu rechazo del hombre virtuoso, del hombre político, tengo que confesar que tu discurso me fascina".

Diógenes parecía no poner atención en lo que su interlocutor le comunicaba. Más bien comenzaba a mostrarse inquieto. Sus manos buscaban el sol que se colaba por el contorno de la figura de Alejandro Magno y cuando su mano entraba en contacto con el cálido fluir, se quedaba mirándola encantado.

- “Quería demostrarte mi admiración", dijo el emperador. Y continuó: "Pídeme lo que tú quieras. Puedo darte cualquier cosa que desees, incluso aquellas que los hombre más ricos de Atenas no se atreverían ni a soñar".

- “Por supuesto. No seré yo quien te impida demostrar tu afecto hacia mí. Querría pedirte que te apartes del sol. Que sus rayos me toquen es, ahora mismo, mi más grande deseo. No tengo ninguna otra necesidad y también es cierto que solo tú puedes darme esa satisfacción”

Mas tarde Alejandro comentó a sus generales: "Si no fuera Alejandro, me hubiera gustado ser Diógenes."

martes, 19 de febrero de 2013

La Puerta

A Carlos, que después de esta historia, ya en plena democracia, volvió a prisión por el delito de ser periodista.

En una barraca, por pura casualidad, Carlos Fasano encontró la puerta de la celda donde había estado preso

Durante la dictadura militar uruguaya, él había pasado seis años conversando con un ratón y con esa puerta de la celda número 282. El ratón se escabullía y volvía cuando quería, pero la puerta estaba siempre. Carlos la conocía mejor que la palma de su mano. No bien la vio, reconoció los tajos que él había cavado con la cuchara, y las manchas, las viejas manchas de la madera, que eran los mapas de los países secretos adonde él había viajado a lo largo de cada día de encierro.

Esa puerta y las puertas de todas las otras celdas fueron a parar a la barraca que las compró, cuando la cárcel se convirtió en shopping center. El centro de reclusión pasó a ser un centro de consumo y ya sus prisiones no encerraban gente, sino trajes de Armani, perfumes de Dior y videos de Panasonic.

Cuando Carlos descubrió su puerta, decidió quedársela. Pero las puertas de las celdas se habían puesto de moda en Punta del Este, y el dueño de la barraca exigió un precio imposible. Carlos regateó y regateó hasta que por fin, con la ayuda de algunos amigos, pudo pagarla. Y con la ayuda de otros amigos, pudo llevarla: más de un musculoso fue necesario para acarrear aquella mole de madera y hierro, invulnerable a los años y a las fugas, hasta la casa de Carlos, en las quebradas de Cuchilla Pereira.

Allí se alza, ahora, la puerta. Está clavada en lo alto de una loma verde, rodeada de verderías, de cara al sol. Cada mañana el sol ilumina la puerta, y en la puerta el cartel que dice: Prohibido cerrar.
(Eduardo Galeano)

miércoles, 13 de febrero de 2013

Juan el Bobo



Allá en el campo, en una vieja mansión señorial, vivía un anciano propietario que tenía dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa había mandado pregonar que tomaría por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio.

Los dos hermanos estuvieron preparándose por espacio de ocho días; éste era el plazo máximo que se les concedía, más que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabía de memoria toda la enciclopedia latina, y además la colección de tres años enteros del periódico local, tanto del derecho como del revés. El otro conocía todas las leyes gremiales párrafo por párrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba, podría hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. Además, sabía bordar tirantes, pues era fino y ágil de dedos.

-Me llevaré la princesa -afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabía de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. Además, se untaron los ángulos de los labios con aceite de hígado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareció también el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no contaba, pues no se podía comparar en ciencia con los dos mayores, y, así, todo el mundo lo llamaba el bobo.

-¿Adónde vais con el traje de los domingos? -preguntó.

-A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ¿No oíste al pregonero? -y le contaron lo que ocurría.

-¡Demonios! Pues no voy a perder la ocasión -exclamó el bobo-. Y los hermanos se rieron de él y partieron al galope.

-¡Dadme un caballo, padre! -dijo Juan el bobo-. Me gustaría casarme. Si la princesa me acepta, me tendrá, y si no me acepta, ya veré de tenerla yo a ella.

-¡Qué sandeces estás diciendo! -intervino el padre-. No te daré ningún caballo. ¡Si no sabes hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden presentarse en todas partes.

-Si no me dais un caballo -replicó el bobo- montaré el macho cabrío; es mío y puede llevarme.

Se subió a horcajadas sobre el animal, y, dándole con el talón en los ijares, emprendió el trote por la carretera. ¡Vaya trote!

-¡Atención, que vengo yo! -gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz resonaba a gran distancia.

Los hermanos, en cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para reflexionar sobre las grandes ideas que pensaban exponer.

-¡Eh, eh! -gritó el bobo, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado en la carretera!-. Y les mostró una corneja muerta.

-¡Imbécil! -exclamaron los otros-, ¿para qué la quieres?

-¡Se la regalaré a la princesa!

-¡Haz lo que quieras! -contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino.

-¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! ¡Miren lo que he encontrado! ¡No se encuentra todos los días!

Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro.

-¡Estúpido! -dijeron-, es un zueco viejo, y sin la pala. ¿También se lo regalarás a la princesa?

-¡Claro que sí! -respondió el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho.

-¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! -volvió a gritar el bobo-. ¡Voy de mejor en mejor! ¡Arrea! ¡Se ha visto cosa igual!

-¿Qué has encontrado ahora? - preguntaron los hermanos.

-¡Oh! -exclamó el bobo-. Es demasiado bueno para decirlo. ¡Cómo se alegrará la princesa!

-¡Qué asco! -exclamaron los hermanos-. ¡Si es lodo cogido de un hoyo!

-Exacto, esto es -asintió el bobo-, y de clase finísima, de la que resbala entre los dedos - y así diciendo, se llenó los bolsillos de barro.

Los hermanos pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora. Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seis de frente, tan apretados que no podían mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se habrían roto mutuamente los trajes, sólo porque el uno estaba delante del otro.

Todos los demás moradores del país se habían agolpado alrededor del palacio, encaramándose hasta las ventanas, para ver cómo la princesa recibía a los pretendientes. ¡Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecía como si se le hiciera un nudo en la garganta, y no podía soltar palabra.

-¡No sirve! -iba diciendo la princesa-. ¡Fuera!

Llegó el turno del hermano que se sabía de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantón se le había olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el suelo crujía, y el techo era todo él un espejo, por lo cual nuestro hombre se veía cabeza abajo; además, en cada ventana había tres escribanos y un corregidor que tomaban nota de todo lo que se decía, para publicarlo enseguida en el periódico, que se vendía a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por añadidura, habían encendido la estufa, que estaba candente.

-¡Qué calor hace aquí dentro! -fueron las primeras palabras del pretendiente.

-Es que hoy mi padre asa pollos -dijo la princesa.

-¡Ah! -y se quedó clavado; aquella respuesta no la había previsto; no le salía ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenía preparadas.

-¡No sirve! ¡Fuera! -ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo.

-¡Qué calor más terrible! -dijo éste.

-¡Sí, asamos pollos! -explicó la hija del Rey.

-¿Cómo di... di, cómo di... ? -tartamudeó él, y todos los escribanos anotaron: «¿Cómo di... di, cómo di... ?».

-¡No sirve! ¡Fuera! -decretó la princesa.

Le tocó entonces el turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrío.

-¡Demonios, qué calor! -observó.

-Es que estoy asando pollos -contestó la princesa.

-¡Al pelo! -dijo el bobo-. Así, no le importará que ase también una corneja, ¿verdad?

-Con mucho gusto, no faltaba más -respondió la hija del Rey-. Pero, ¿traes algo en que asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador.

-Yo sí los tengo -exclamó alegremente el otro-. He aquí un excelente puchero, con mango de estaño.

Y, sacando el viejo zueco, metió en él la corneja.

-Pues, ¡vaya banquete! -dijo la princesa-. Pero, ¿y la salsa?

-La traigo en el bolsillo -replicó el bobo-. Tengo para eso y mucho más.

Y se sacó del bolsillo un puñado de barro.

-¡Esto me gusta! -exclamó la princesa-. Al menos tú eres capaz de responder y de hablar. ¡Tú serás mi marido! Pero, ¿sabes que cada palabra que digamos será escrita y mañana aparecerá en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es el peor, pues no entiende nada.

-Desde luego, esto sólo lo dijo para amedrentar al solicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo.

-¿Aquellas señorías de allí? -preguntó el bobo-. ¡Ahí va esto para el corregidor!

Y, vaciándose los bolsillos, arrojó todo el barro a la cara del personaje.

-¡Magnífico! -exclamó la princesa-. Yo no habría podido. Pero aprenderé.

Y de este modo Juan el bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentó en un trono

Y todo esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que debamos creerlo a pies juntillas.
(Hans Christian Andersen)