martes, 10 de septiembre de 2013

El asno de la molinera


 

Hace mucho tiempo, vivía un molinero, que tenía una hija llamada Amapola, a la que envió a palacio para que llevara el trigo molido, llevado hace unos días por el cocinero del rey. Amapola, se puso en marcha enseguida, ya que quería volver cuanto antes a su hogar.

Por el camino, un conejito amigo suyo le advirtió que si no se daba prisa, su preciada carga podría mojarse. Confiando en llegar, apretó todo lo que pudo el paso, cansando demasiado al pobre burro y no pudiendo llegar al palacio, antes de que comenzara a llover.

El cocinero, al ver la harina mojada, ordenó encarcelar a la pobre Amapola y corrió a contarle al rey lo que había sucedido. El rey, muy afectado por la desaparición de su único hijo y heredero, no parecía prestarle demasiada atención, despachándolo con rapidez. Una vez que todos estaban durmiendo, el cocinero, se probaba las insignias reales y fantaseaba con ser el próximo rey.

Al día siguiente, salió a dar un paseo por el boque, con el burro de Amapola y visitar a su amigo, el genio del bosque. El genio, alarmado ante la visión del burro, advirtió al cocinero, que el animal era el príncipe al que tiempo atrás habían encantado.

Abandonado en el bosque, un hada, que había escuchado todo, le devolvió su forma humana y le hizo prometer, que liberaría a Amapola, a la que tomó por esposa.

La paja, la brasa y la alubia


 
Hace muchos años, vivía en un pequeño pueblecito, una anciana a la que le encantaba comer alubias. Un buen día, mientras estaba cociendo su plato favorito, una alubia se escapo de la olla, cayendo al suelo junto a un pequeño trozo de paja y un ascua que acababa de saltar del fuego.
Antes de que las otras dos se decidieran a decir algo, la paja se animó a romper el hielo:
-Saludos ¿cuál es vuestra procedencia?
La brasa le contestó: -Yo vengo del fuego. Por suerte he conseguido escapar, antes de consumirme.
La alubia dijo: – Al igual que tú, he conseguido sortear al destino y no perecer junto a mis hermanas.
-No os creáis que mi destino iba a ser distinto -replicó la paja-.Mis compañeras han sido usadas para encender el fuego y ya veis lo que queda de ellas.
.Y ahora ¿a dónde vamos? –dijo la brasa
-Propongo-sugirió la alubia-que salgamos de aquí cuanto antes y marchemos las tres juntas a ver mundo.

Aceptaron las otras dos la sugerencia y salieron de allí, hacia los desconocido. Al cabo de un rato se encontraron en su camino un arroyo, que solo podían cruzar con la ayuda de la paja. Esta se puso como pasarela, con tan mala suerte que la brasa, al ver las aguas del arroyo, se incendió y cayó junto a la paja al arroyo.
La alubia al verlas, comenzó a reírse tanto, que estallo. Sin embargo, logró sobrevivir gracias a un sastre que por allí pasaba y que la recompuso con hilo de color negro, con el que le dio su característica raya negra.

El perro del jardinero



Hace muchos años, en un lugar muy lejano, vivía un perro, que pertenecía al jardinero  del pueblo y había tenido la mala fortuna de caerse, de forma accidental en un pozo.

El jardinero, al darse cuenta de la situación, intentó sacarle desde arriba, usando todos los medios que tenía a su alcance. Al ver que no podía sacarlo de ninguna otra manera, no le quedó más remedio que meterse dentro del pozo, sujetándose a una cuerda. Tan nervioso estaba el pobre animal, que al ver a su amo bajando por el pozo, pensó que, en lugar de salvarlo, iba a terminar de hundirlo en el agua. Cuando el jardinero, estuvo a su alcance, uso las últimas fuerzas que le quedaban, para morderle.

Al sentir los dientes del perro, clavándose en su piel, subió tan rápido como pudo y al llegar arriba, miró al fondo del pozo y dijo:

-  Bien lo tengo merecido; ¿quién me manda ir a salvar a un animal cuya única intención era suicidarse?

Moraleja: si te ves en algún tipo de apuro, en el que necesites ayuda de los demás, nunca debes despreciar o maltratar a aquel, que quiere ayudarte con la mejor intención del mundo.

La zorra y el leñador

 
Hace mucho tiempo, una pobre zorra huía despavorida de un grupo de cazadores, que pretendían darle caza. En su frenética carrera, se encontró con uno de los leñadores que había por la zona, al que le pidió que la escondiera en su cabaña mientras pasaba el peligro.
Cuando los cazadores llegaron hasta el lugar en el que se encontraba el leñador, le preguntaron si conocía la dirección que había tomado el animal. Este, les contesto que no sabía por dónde había podido irse, a la vez que con una de sus manos les hacía sutiles gestos, con los que les indicaba que su deseada presa, se encontraba en la cabaña.
Afortunadamente para la zorra, los cazadores no se dieron cuenta de lo que les quería indicar el pérfido leñador y continuaron su camino, olvidándose de ella.
Al ver como sus perseguidores se marchaban del lugar, la zorra se deslizó fuera de la caballa, para marcharse a su casa. Cuando ya llevaba un trecho andado, el malvado leñador le gritó desde la cabaña, que le había salvado de una muerte segura y no se lo había agradecido.
Dándose la vuelta la zorra, le dijo:
Te estaría agradecida, si no hubieras dicho una cosa con la boca y otra con tus manos.

Moraleja: no se debe negar con nuestros actos, lo que expresamos con las palabras.

La gata encantada


En un reino muy, muy lejano, vivía un inteligente y virtuoso príncipe, al que todos sus súbditos miraban con admiración. Todas las muchachas del reino, suspiraban por ser elegida por él, para convertirse en su esposa. Pero su príncipe, no parecía estar interesado en ninguna de ellas. En lo único que mostraba verdadero interés, era en juguetear con su gatita Zapaquilda.

Durante uno de estos juegos, exclamó:

-Oh pequeña y bella gatita, si en lugar de animal fueras persona, no dudaría en casarme contigo.

El Hada de los Imposibles, siempre atenta a cualquier tipo de deseo, le dijo:

-Ya que tanto lo deseas, haré realidad tu sueño.

Al mirar hacia el lugar en el que estaba Zapaquilda, el príncipe encontró a una hermosísima muchacha, con la que quiso casarse al instante.

Un día después, se celebraba la boda del príncipe y de la preciosa joven, a cuyo banquete estaban invitados todos y cada uno de los habitantes del reino. Cuando todos parecían estar pasándolo en grande, un pequeño ratoncillo entró en la sala, propiciando que la nueva princesa, se lanzara a comérselo. Arrepentido de su deseo, el príncipe llamó una y otra vez al Hada de los Imposibles, para que deshiciera el encantamiento, pero no hizo caso a sus ruegos, dejando al pobrecillo con un palmo de narices.

El labrador y sus hijos


Tras muchos años de duro trabajo, un  viejo labrador, comenzó a notar que sus fuerzas iban mermando cada vez más. Como no quería que sus tierras fueran abandonadas tras su muerte, trazó un plan, para que sus hijos aprendieran a cuidarlas, sin darse cuenta.

Cuando  tuvo todo apunto, les llamó hasta su presencia y les anunció:

-Queridos hijos míos, siento que mi fin se está acercando; id a la viña que con tanto amor llevo cultivando todos estos años y buscad aquello que escondí para cuando llegara este día.

Pensando que se trataba de un enorme tesoro, corrieron  raudos y veloces al lugar que su padre les había indicado. Allí, cavaron y cavaron durante horas, hasta que no quedaba ni un solo centímetro de tierra sin remover.

A pesar de su empeño y del esfuerzo realizado, no encontraron nada que mereciera la pena vender. Apesadumbrados por el engaño de su padre, se marcharon a su casa, sin sospechar el verdadero propósito de su progenitor.

Meses después, cuando uno de los hermano pasaba por allí, descubrió que todo su trabajo no había sido en balde, ya que la viña estaba llena de apetitosos frutos, con los que pudieron enriquecerse.

Moraleja: El mejor de los tesoros, es el que se consigue con nuestro propio esfuerzo.

La tetera


Había una vez una tetera muy orgullosa; tan orgullosa estaba de sus formas y de todos los elementos que la formaban, que no paraba de presumir de su hermosura. De todos menos de su tapa encolada y rota a causa de un mal golpe. Una tapa que ella admitía como su más terrible secreto y que pensaba que era usada por los demás para reírse de ella.

-Mira esas tazas tan perfectas y relucientes-pensaba para sí misma- se creen tan bonitas, que no ven todos los fallos que tiene su decoración. Menos mal que yo sé diferenciar entre mis cualidades y mis defectos, admitiendo estos últimos con humildad.

En todas estas cavilaciones estaba la tetera durante su dorada juventud. Un mal día, mientras cumplía su misión en la mesa, una mano bastante torpe, la hizo caer al suelo y perder su preciosa asa y su extraordinario pitón. Mientras el contenido se escapaba por las grietas, todos sus compañeros se reían de su lastimosa apariencia.

-Que ingrato recuerdo-exclamaba la tetera al recordar aquel episodio-.Ese fue mi fin, ya nunca volvieron a usarme y a los pocos días, abandone mi hogar en las manos de una mujer que vino buscando algo de comida. Me deprimí enormemente, pues había perdido toda mi categoría, pero un tiempo después, descubrí que podía seguir siendo útil. Rellenaron mi cuerpo de tierra y enterraron en ella un pequeño bulbo, que comenzó a crecer en mi interior, descubriéndome una vida nueva llena de luz y color, en la que lo que más me importaba era mi precioso compañero.

Tan bonito era, que alguien pensó en que yo no era la mejor maceta y que para encontrarle un hogar más adecuado, había que partirme por la mitad. Eso sí que fue doloroso, sobretodo, porque a mí me lanzaron al patio trasero, donde ya solo soy un puñado de trozos viejos. A pesar de todo, lo recuerdo con cariño y eso es algo que nadie podrá arrebatarme.

sábado, 7 de septiembre de 2013

El don más hermoso


En tiempos remotísimos, el pavo real, el búho y el ruiseñor eran muy diferentes de lo que son ahora. Vivían  en la selva entre muchos otros compañeros, ocupados en procurarse el necesario alimento y defenderse a sí mismos y a los suyos de los peligros y de los enemigos.
Un día en la gran selva, pasó Buda. Estaba fatigado, buscaba un rincón tranquilo para descansar. Volvióse hacia el búho:
-Amigo búho, indícame un lugar donde pueda echarme y dormir un poco.
-Búscalo - contestó  el Búho, con grosera arrogancia.
Buda camino otro trecho, cada vez más cansado. Encontró al pavo real.
-Amigo, vengo de muy lejos, y hace tres días que no descanso. Te ruego me indiques un lugar tranquilo.
El pavo real volvió la cabeza hacia un punto indeterminado.
-Ve allá abajo-dijo.
Buda reanudó el fatigoso camino. Encontró finalmente al ruiseñor.
-Buen pajarito, ¿conoces en este bosque un rinconcito de paz, donde poder descansar?
-Sígueme- invitó la gentil criaturita.
Y volando bajo, acompaño a Buda a un plácido claro, en medio del cual murmuraba el cristalino chorro de una fuente.
Al cabo de unos momentos el aire y la luz anunciaron a todos los habitantes de la gran selva que Buda, el sublime Buda, el todopoderoso, se hallaba entre ellos, bajo el humilde aspecto de un peregrino.
El búho se alegró.
-Lo conozco. Es el que me ha interrogado, voy a pedirle un don.
También el pavo real sintió inmensos deseos de volver a ver al sublime personaje para obtener algún privilegio.
Uno y otro se trasladaron al claro del bosque. Buda dormía recostado junto a la fuente. Y su amigo el ruiseñor velaba su sueño divino desde lo alto de un árbol.
Largamente durmió en el solitario rincón de la selva el señor del universo.
Cuando abrió los ojos, miró al búho:
-Te daré  dos ojos fríos como el hielo y  al mismo tiempo ardientes, dos ojos misteriosos e inmóviles que fascinarán y aterrorizarán a todas las criaturas.
-¡Seré temido, entonces!- se alegró el búho. No podías hacerme mejor regalo.
Buda volviese hacia el pavo real.
Tendrás un espléndido vestido. El oro del sol, la plata de la luna, el azul del cielo, el verde de la esmeralda, la cálida profundidad de la sombra estival, te envolverán de gracia multicolor  darás a tu amplia cola la suntuosidad de un manto imperial. Serás rey de la hermosura.
-Gracias- exclamó el pavo real. Así pues todos me admiraran. Seré el más hermoso entre los más bellos pájaros.
-Y tú, ¿qué quieres?- preguntó Buda a su amigo el ruiseñor.
-¡Oh, Padre! Haced que jamás cause espanto a nadie. No me des tampoco la belleza que me haría frívolo y vanidoso y despertaría la envidia de los malos.
¿Qué deseas, entonces?
-¡Oh Padre! Pon en mi garganta un poco de canto. Así podré hacer serenatas a las estrellas, podré susurrar canciones de cuna a los pajaritos que temen a la oscuridad de la noche, podré encender la esperanza en el corazón dolorido de una madre que vela a su hijo enfermo.
Buda dijo:
-Pongo en tu garganta, amiguito mío, un poco de la música que alegra la vida bienaventurada de los cielos. Todas las criaturas te amarán, y tú sobre la tierra podrás ser verdaderamente feliz.

La mujer y el río


A-Tu, la mujer creada por el señor del mundo, era bellísima, inteligentísima y sabia. Y no temía al tiempo, ya que la vejez no debía ofuscar nunca su mente, no debía jamás destruir su gracia.
Traía consigo m por todos los caminos de la tierra, su alegría, fresca y perenne. Un día, el espíritu del aire se presentó a A-Tu.
-El señor del mundo te ama. Por eso mismo te confía las bestezuelas inocentes que tienen necesidad de ayuda. Ve a buscarlas. Busca los pajaritos heridos, las mariposas cansadas de volar, gusanos que no tienen un refugio seguro; busca los pequeños animales del bosque que quedan solos e indefensos cuando la madre va a procurarles un poco de comida. Donde vayas con tu sonrisa, con tu bondad, harás renacer la confianza, ahuyentaras el mal. El señor del mundo renovará de continuo tus energías, y serás como el agua del río que corre bienhechora y alegre sin descansar jamás.
A-Tu escuchó con respeto y agradecimiento el divino mandamiento.
-Obedezco-dijo.
Y empezó su sublime obra de consuelo y de salud. Velaba por los nidos donde yacían abandonados los recién nacidos; recogía en su propia alojamiento los tiernos animalitos fatigados; alejaba con el milagro de su sonrisa, la furia del viento para que las tímidas lagartijas pudiesen llegar sanas y salvas a su refugio.
Pero una tarde, olvidando el mandamiento divino, se detuvo a la orilla del río Azul, Sentose y se encantó mirando al agua luminosa que se deslizaba a sus pies. Vio su propia imagen entre las ondas y admiro su belleza, Su cabellera parecía una nube negra asaeteada por los rayos del sol, sus ojos tenían el brillo de los astros, su boca rojeaba en el agua como un capullo de rosa.
No se daba cuenta de que su inteligencia, cual un líquido de una botella abierta e inclinada, caía al agua, se disipaba entre los remolinos de plata. En su cabeza, que iba vaciándose de pensamientos nobles, danzaban fútiles imágenes abigarradas. Mas sentíase satisfecha de la propia hermosura, se sonreía a sí misma. De repente le pareció que su rostro, en el río, palidecía. Los ojos ya no brillaban, los cabellos eran una mancha opaca, la boca se ensanchaba en una mueca dura. Se levantó  con un grito de doloroso asombro.
El señor del mundo le envió el espíritu del aire.
-Mujer, has desobedecido. En castigo, has sido desposeída del inefable tesoro de la inteligencia. Y ahora perderás la belleza.
-¡Oh, no!- imploro la mujer. ¡La belleza, no! El espíritu aconsejó:
-Por lo contrario, deberías resignarte a perder la belleza, y suplicar al Señor del mundo, que te restituyera la inteligencia. Es esta la llama sobrehumana de la que mana la verdadera alegría, la alegría del pensamiento.
La mujer insistió, terca:
-Quiero la belleza, me es absolutamente necesaria la belleza.
-Verás satisfecho tu estúpido deseo. Pero ten en cuenta que la belleza que pides está hecha de elementos caducos. El tiempo la ultraja, la dispersa, la anula.
A-Tu no razonaba. Ahora era una mísera criatura hecha solamente de carne.
-Dale las gracias al señor del mundo- dijo el espíritu del aire.
Luego contempló su imagen en el agua. La juzgo muy graciosa y sintiose contenta.
Pasaron los días, pasaron los años. A-Tu vio poco a poco desvanecerse su gracia. Ya no sabía sonreír, sentía el corazón  grávido de añoranzas. Tarde, demasiado tarde, cuando llegaba al umbral de la muerte, comprendió que había sido presuntuosa, que había despreciado un tesoro inestimable a cambio de una pequeña cosa inútil. Y se propuso entonces hacer el bien a las demás mujeres, cuando estuviera en el reino de oro de la eternidad.
Dícese en efecto, que, desde hace milenios, A-Tu, convertida en espíritu, llama al corazón de las mujeres para darles sabios consejos. Pero pocas mujeres la escuchan. Porque la complacencia en la propia belleza las ilusiona, las domina, las pierde, impide que escuchen la limpia voz de la verdad.

Las tres monedas de cobre


Un vendedor ambulante de tabaco fue abordado en la calle por un anciano que llevaba una larga barba blanca.
-Anda, jovencito, llena mi pipa con tabaco del más fino.
El hombre examinó al cliente. Parecía muy pobre. Su cuerpo enjuto estaba cubierto de una túnica harapienta.
-No creo-dijo, mirando con suspicacia al viejo- que estés en condiciones de pagar lo que me pides.
El anciano se encolerizó. Sus ojuelos, hundidos en el lívido abismo de las orbitas, relampaguearon de desdén.
Dame el tabaco, calabacín. Y no te preocupes por la recompensa.
El vendedor llenó entonces de tabaco la pipa que el viejo le tendía.
-Bueno- dijo. Tu edad y tu abandono  me dan lastima. Y me gusta hacerte un regalito.
-No quiero regalitos; no necesito limosna.
El anciano, con ademan orgulloso, arrojo en uno de los cestos que el hombre llevaba, tres monedas de cobre  y se alejó sin mirar atrás.
“Mi tabaco vale más pensó el joven.” Anochecía; el vendedor había agotado casi su mercancía y se encamino hacia su cabaña.
“Si, el tabaco vale realmente más” Pero no importa. Estoy contento de haber hecho una buena obra. Buda, que ve todas las cosas y lee en el corazón de los hombres, sabrá ciertamente recompensarme de algún modo”.
Mientras recorría a buen paso una larga calle desierta, el vendedor se dio cuenta de que el cesto en que el viejo arrojara las tres míseras monedas de cobre pesaba mucho. Se detuvo un instante y vio, con enorme asombro, que las moneditas se habían multiplicado. Lucían de forma extraordinaria y formaban un pesado montón e iban aumentando misteriosamente por momentos.
El joven, para poder transportar sin excesiva fatiga, puso una parte de ellas en el cesto que llevaba en la otra mano, pero el dinero no cesaba de multiplicarse milagrosamente. Cuando medio muerto de cansancio, llego a su cabaña, los cestos eran insuficientes para contener las monedas, que comenzaron a derramarse, y a amontonarse  en el pavimento. Para guardarlas y esconderlas, el hombre cavó detrás de su pequeña cabaña un hoyo ancho y profundo. Hasta que lucio el alba no ceso el maravilloso chorro de monedas. Pero ahora el joven vendedor de tabaco poseía una suma considerable.
Decidió abandonar su humilde comercio. Aunque procuro disimular con tierra y maleza la abertura del hoyo que contenía el tesoro; al alejarse, no quería correr el riesgo de ser robado. Volviese suspicaz, desconfiado. La avaricia empezó a corroerle. De noche, en lugar de dormir, contaba las monedas. Le asaltó  el deseo loco de poseer más dinero. La codicia de ganancias sugiriole la idea de explotar a la gente pobre, prestando dinero con usura. Quitaba a los miserables lo poco que poseían, pagándoles poco o nada.
Un día se presentó un anciano. Parecía muy pobre; estaba enfermo y cansado. Sacó de su bolsa mugrienta dos medallas de oro macizo.
Hace cinco días que no cómo- dijo. Quiero comprar un poco de arroz para no morir de hambre.
El usurero examinó las medallas.
-¿Las vendes?
Si, las vendo. ¿Cuánto ofreces por ellas?
Puedo darte tres monedas de cobre. No más, te lo aseguro.
Los ojos del anciano brillaron misteriosamente.
-¿Te parece justo?
-Es justo. Te digo que es justísimo. Si mi propuesta no te satisface, vete. Y el arroz, conténtate en comerlo con la imaginación.
-No discutamos. El hambre no tiene espera. Dame las tres monedas de cobre, pues,  y toma las medallas.
El usurero fue a buscar la miserable cantidad y la entregó al viejo.
-Los tiempos son difíciles. Hoy en día nadie compra trastos inútiles. Pero tengo buen corazón y la pobre gente me da lástima.
-Mira-dijo el anciano-; ya anochece. Tú debes contar tus monedas. Nunca podrás contarlas todas. El hoyo está lleno.
-¿Qué sabes tú de mis monedas?- preguntó, alarmado, el usurero. ¿Eres un ladrón, tal vez? ¿Un espía?
El hombre no podía sufrir que alguien conociera su secreto.
-¿Quién te ha hablado del hoyo? No existe tal hoyo. Yo no soy rico.
El anciano había desaparecido. Cuando el usurero se dio cuento de ello, le entró una terrible inquietud. Y no paraba de gritar, como un loco:
-El hoyo no existe. Yo soy pobre, pobre y desnudo como un gusano. Buda lo sabe.
Oyó una voz que le helo la sangre en las venas:
-Sí, Buda lo sabe. Buda sabe que eres pobre. Más pobre que los mendigos, más pobre que las pobrísimas personas que explotas. Buda sabe que el hoyo no existe.


El usurero salió de la cabaña y arrojose sobre la tierra y la maleza que disimulaba la abertura del hoyo. Las apartó. Y encontró más tierra sobrepuesta y más maleza. Cavó aullando como una fiera herida, desesperadamente. Nada. No halló rastro de su tesoro. Volvió a la cabaña, trastornado. Comprendió entonces que su riqueza le había venido de Buda. No había sabido administrarla noblemente. Y Buda  había vuelto para llevársela. Y todavía comprendió otra cosa: que la fortuna es un don del cielo, que comporta deberes y responsabilidades. Quien no tiene alma limpia y el corazón caritativo, se hunde bajo su propio peso.

viernes, 6 de septiembre de 2013

El halcón que no podía volar

 
Un rey recibió como obsequio dos pequeños halcones y los entregó al maestro de cetrería para que los entrenara. Pasado unos meses, el maestro le informó al rey  que uno de los halcones estaba perfectamente, pero que al otro, no sabía que le sucedía pues no se había movido de la rama donde lo dejó, desde el día que llegó. El rey mandó a llamar a curanderos y sanadores para que vieran al halcón, pero nadie pudo hacerlo volar. Al día siguiente el monarca decidió comunicar a su pueblo que ofrecería una recompensa a  la persona que hiciera volar al halcón. A la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente por los jardines. El rey le dijo a su corte:
Traedme al autor de este milagro. Su corte le llevó a un humilde campesino. El rey le preguntó:
—¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres acaso un mago?
 Intimidado el campesino le dijo al rey:
 —Fue fácil, mi Señor, sólo corté la rama y el halcón voló, se dio cuenta de que tenía alas y se largó a volar.

El Mono que salvó al pez

 
- «¿Qué demonios estás haciendo?», le pregunté al mono cuando le vi sacar un pez del agua y colocarlo en la rama de un árbol.
- «Estoy salvándole de perecer ahogado», me respondió.