domingo, 29 de enero de 2017

Ana Isabel

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Ana Isabel era un verdadero querubín, joven y alegre: un auténtico primor, con sus dientes blanquísimos, sus ojos tan claros, el pie ligero en la danza, y el genio más ligero aún. ¿Qué salió de ello? Un chiquillo horrible. No, lo que es guapo no lo era. Se lo dieron a la mujer del peón caminero. Ana Isabel entró en el palacio del conde, ocupó una hermosa habitación, se adornó con vestidos de seda y terciopelo… No podía darle una corriente de aire, ni nadie se hubiera atrevido a dirigirle una palabra dura, pues hubiera podido afectarse, y eso tendría malas consecuencias. Criaba al hijo del conde, que era delicado como un príncipe y hermoso como un ángel. ¡Cómo lo quería! En cuanto al suyo, el propio, crecía en casa del peón caminero; trabajaba allí más la boca que el puchero, y era raro que hubiera alguien en casa. El niño lloraba, pero lo que nadie oye, a nadie apena; y así seguía llorando hasta dormirse; y mientras se duerme no se siente hambre ni sed; para eso se inventó el sueño. Con los años – con el tiempo, la mala hierba crece – creció el hijo de Ana Isabel. La gente decía, sin embargo, que se había quedado corto de talla. Pero se había incorporado a la familia que lo había adoptado por dinero. Ana Isabel fue siempre para él una extraña. Era una señora ciudadana, fina y atildada, lo pasaba bien y nunca salía sin su sombrero. Jamás se le ocurrió ir a visitar al peón caminero, vivía demasiado lejos de la ciudad, y además no tenía nada que hacer allí. El chico era de ellos y consumía lo suyo; algo tenía que hacer para pagar su manutención, por eso guardaba la vaca bermeja de Mads Jensen. Sabía ya cuidar del ganado y entretenerse.
El mastín de la hacienda estaba sentado al sol, orgulloso de su perrera y ladrando a todos los que pasaban; cuando llueve se mete en la casita, donde se tumba, seco y caliente. El hijo de Ana Isabel estaba sentado al sol en la zanja, tallando una estaca; en primavera había tres freseras floridas que seguramente darían fruto. Era un pensamiento agradable; mas no hubo fresas. Allí estaba él, expuesto al viento y a la intemperie, calado hasta los huesos; para secarse las ropas que llevaba puestas no tenía más fuego que el viento cortante. Si trataba de refugiarse en el cortijo, lo echaban a golpes y empujones; era demasiado feo y asqueroso, decían las sirvientas y los mozos. Estaba acostumbrado a aquel trato. Nunca lo había querido nadie.
¿Qué fue del hijo de Ana Isabel? ¿Qué podría ser del muchacho? su destino era éste: jamás sentiría el cariño de nadie.
Arrojado de la tierra firme, fue a remar en una mísera lancha, mientras el barquero bebía. Sucio y feo, helado y voraz, se habría dicho que nunca estaba harto; y, en efecto, así era.
El año estaba ya muy avanzado, el tiempo era duro y tempestuoso, y el viento penetraba cortante a través de las gruesas ropas. Y aún era peor en el mar, surcado por una pobre barca de vela con sólo dos hombres a bordo, o, mejor, uno y medio: el patrón y su ayudante. Durante todo el día había reinado una luz crepuscular, que en el momento de nuestra narración se hacía aún más oscura; el frío era intensísimo. El patrón sorbió un trago de aguardiente para calentarse por dentro. La botella era vieja, y también la copa, cuyo roto pie había sido sustituido por un tarugo de madera, tallado y pintado de azul; gracias a él se sostenía. «Un trago reconforta, pero dos reconfortan más todavía», pensó el patrón. El muchacho seguía sentado al remo, que sostenía con su mano dura y embreada. Realmente era feo, con el cabello hirsuto y el cuerpo achaparrado y encorvado. Según la gente, era el chico del peón caminero mas de acuerdo con el registro de la parroquia, era el hijo de Ana Isabel.
El viento cortaba a su manera, y la lancha lo hacía a la suya. La vela, que había cogido el viento, se hinchó, y la embarcación se lanzó a una carrera velocísima; todo en derredor era áspero y húmedo, pero las cosas podían ponerse aún peores.
¡Alto! ¿Qué ha pasado? ¿Un choque? ¿Un salto? ¿Qué hace la barca? ¡Vira de bordo! ¿Ha sido una tromba, una oleada? El remero lanzó un grito:
-¡Dios nos ampare!
La embarcación había chocado contra un enorme arrecife submarino, y se hundía como un zapato viejo en la balsa del pueblo, se hundía con toda su tripulación, hasta con las ratas, como suele decirse. Ratas sí había, pero lo que es hombres, tan sólo uno y medio: el patrón y el chico del peón caminero. Nadie presenció el drama aparte las chillonas gaviotas y los peces del fondo, y aún éstos no lo vieron bien, pues huyeron asustados cuando el agua invadió la barca que se hundía. Apenas quedó a una braza de fondo, con los dos tripulantes sepultados, olvidados. Únicamente siguió flotando la copa con su pie de madera azul, pues el tarugo la mantenía a flote; marchó a la deriva, para romperse y ser arrojada a la orilla, ¿dónde y cuándo? ¡Bah! ¡Qué importa eso! Había prestado su servicio y se había hecho querer. No podía decir otro tanto el hijo de Ana Isabel. Pero en el reino de los cielos, ningún alma podrá decir: «¡Nadie me ha querido!».
Ana Isabel vivía en la ciudad desde hacía ya muchos años. La llamaban señora, y erguía la cabeza cuando hablaba de viejos recuerdos, de los tiempos del palacio condal, en que salía a pasear en coche y alternaba con condesas y baronesas. Su dulce condecito había sido un verdadero ángel de Dios, la criatura más cariñosa que imaginarse pueda. La quería mucho, y ella a él. Se habían besado y acariciado; era su alegría, la mitad de su vida. Ahora era ya mayor, con sus catorces años, muy instruido y muy guapo. No lo había vuelto a ver desde que lo llevara en brazos. Hacía muchos años que no iba al palacio de los condes. Era todo un viaje ir hasta allí.
-Tendré que decidirme -dijo Ana Isabel-. He de ir a ver a mis señores, a mi precioso condecito. Seguramente me echa de menos, se acuerda de mí me quiere como entonces, cuando me rodeaba el cuello con sus bracitos de ángel y me decía « An-Lis». Parecía la voz de un violín. Sí, he de ir a verlo.
Partió en la carreta de bueyes e hizo parte del camino a pie. Llegó al palacio condal, espacioso y brillante; y, como antes, se quedó en el jardín. Todo el servicio era nuevo; nadie conocía a Ana Isabel, nadie sabía el cargo que en otros tiempos había desempeñado en la casa. Ya se lo dirían la señora condesa y su hijo. De seguro que ellos la echaban de menos.
Y allí estaba Ana Isabel. Tuvo que esperar largo rato, y quien espera desespera. Antes de que los señores pasaran al comedor fue recibida por la condesa, que le dirigió palabras muy amables. A su pequeño no lo vería hasta después de comer; ya la llamarían entonces.
¡Qué alto, espigado y esbelto estaba! Conservaba aquellos ojos preciosos y su boquita de ángel. La miró sin decirle una palabra; seguramente no la había reconocido. Se Volvió para marcharse, pero entonces ella le cogió la mano y se la llevó a sus labios.
-¡Está bien! -dijo él-, y salió de la habitación; él, el objeto de todo su cariño, a quien había querido y seguía queriendo por encima de todo, su orgullo en la Tierra.
Ana Isabel partió del palacio, y se alejó por el camino vecinal. Se sentía muy triste. Se le había mostrado tan extraño, sin un pensamiento, sin una palabra para ella. Y pensar que lo había llevado en brazos día y noche, y que seguía llevándolo en el pensamiento.
En esto pasó volando sobre el camino, a poca altura, un gran cuervo negro, que graznaba incesantemente.
-¡Pajarraco de mal agüero! -exclamó ella.
Llegó frente a la casa del peón caminero, y, como la mujer se hallara en la puerta, entablaron conversación.
-¡Cómo te luce el pelo! -dijo la mujer del peón-. Estás rolliza y redonda. Parece que te van bien las cosas.
-Desde luego -respondió Ana Isabel.
-La barca se fue a pique con ellos -dijo la mujer-. Se ahogaron, el patrón Lars y el chico. Todo terminó. Yo había esperado que el muchacho me ayudase algún día, y trajera unos chelines a casa. ¡A ti nada te costó, Ana Isabel!
-¡Ahogados! -exclamó Ana Isabel, y ya no pronunció una palabra más sobre el drama. Estaba afligida porque su condecito no le había dirigido la palabra, con lo que ella lo quería, y después de haber recorrido aquel largo camino para llegar al palacio. Y el dinero que le había costado, y todo inútilmente. Pero nada dijo de lo ocurrido. No quería abrir su corazón a la mujer del peón caminero. A lo mejor habría pensado que ya no tenía prestigio en el palacio. El cuervo volvió a graznar encima de su cabeza.
-¡Maldito pajarraco! -exclamó-. Bastante me ha asustado hoy.
Llevaba café en grano y achicoria. Sería una buena acción dárselo a la mujer para que preparase unas tazas de café caliente. También a ella le sentaría bien. Y la mujer salió a preparar la infusión, mientras Ana Isabel se sentaba en una silla y se quedaba dormida. Y he aquí que soñó con él; nunca le había ocurrido, ¡qué cosa más rara! Soñó con su propio hijo, que había llorado y sufrido hambre en aquella casa; nadie había cuidado de él, y ahora estaba en el fondo del mar, Dios sabía dónde. Soñó que se le presentaba allí, mientras la mujer del peón salía a preparar café; le llegaba incluso el aroma de los granos. Y en la puerta, de pie, había un mozo hermosísimo, tanto como el condecito, que le decía:
-¡Se hunde el mundo! ¡Cógete fuertemente a mí, que después de todo eres mi madre! Tienes un ángel en el cielo. ¡Cógete a mí, cógete fuertemente!
En esto se produjo un gran estruendo; seguramente era el mundo que se salía de quicio. Pero el ángel la levantó, sosteniéndola tan firmemente por las mangas que a ella le pareció que la levantaban de la Tierra. Pero algo muy pesado se había agarrado a sus piernas y la sujetaba por la espalda, como si centenares de mujeres la agarrasen, diciendo: «¡Si tú has de salvarte, también hemos de salvarnos nosotras! ¡Tente firme, tente firme!». Y todas se colgaban de ella. Aquello era demasiado. Se oyó un ¡ris, ras!, la manga se desgarró, y Ana Isabel cayó desde una altura enorme. La despertó la sacudida y estuvo a punto de irse al suelo con la silla en que se sentaba. Se sentía tan trastornada, que no recordaba siquiera lo que había soñado: indudablemente había sido algo malo.
Tomaron el café y hablaron, y luego Ana Isabel se encaminó a la ciudad próxima, para ver al carretero, con el que debía regresar a su tierra aquella misma noche. Mas el hombre le dijo que no podía emprender el regreso hasta la tarde del día siguiente. Calculó ella entonces lo que le costaría quedarse allí, así como la distancia, y le pareció que la abreviaría cosa de dos millas si, en vez de seguir la carretera, tomaba por la costa. El tiempo era espléndido, y brillaba la luna llena. Ana Isabel decidió marcharse a pie; al día siguiente podría estar en casa.
El sol se había puesto y las campanas vespertinas doblaban aún; pero no, eran las ranas de Peder Oxe, que croaban en el cenagal. Cuando se callaron, todo quedó silencioso; no se oía ni un pájaro, todos se habían acostado, y la lechuza aún no había salido. Reinaba un gran silencio en el bosque y en la orilla, por la que andaba; sólo percibía el rumor de sus propios pasos en la arena. No se oía ni el chapoteo del agua; del mar no llegaba ni un rumor. Todo estaba mudo, los vivos y los muertos.
Ana Isabel seguía caminando sin pensar en nada. Había abandonado sus pensamientos, pero sus pensamientos no la abandonaban a ella. No nos dejan nunca, yacen como adormecidos, tanto los vivos, que se han echado un momento a descansar, como los que no se han despertado aún. Pero acuden, siempre; ora se agitan en el corazón o en la cabeza, ora nos acometen impensadamente. «Toda buena acción lleva su bendición», está escrito allí; y también: «En el pecado está la muerte». Muchas cosas hay allí escritas, muchas se dicen, sólo que se ignoran, no se piensa en ellas. Esto le ocurría a Ana Isabel. Mas pueden presentarse de repente, pueden acudir.
En nuestro corazón -el tuyo, el mío- hay los gérmenes de todos los vicios y de todas las virtudes. Están en él como diminutas e invisibles semillas. Un día llega del exterior un rayo de sol, el contacto de una mano perversa. Vuelves una esquina, a derecha o a izquierda, pues un detalle así puede ser decisivo, y la minúscula semilla se agita, se hincha, estalla y vierte su jugo en la sangre. Y ya estás en camino. Hay pensamientos angustiosos, que uno no advierte cuando está, sumido en sueños, pero que se agitan. Ana Isabel andaba como en sueños y sus pensamientos se movían. De una Candelaria a la siguiente, el corazón registra muchas cosas en su tablilla, el balance de todo un año. Muchas cosas han sido olvidadas: pecados de pensamiento y de palabra contra Dios, contra nuestros prójimos y contra nuestra propia conciencia. No pensamos en ellos, como tampoco pensó Ana Isabel; nada de malo había cometido contra la ley y el derecho de su país, era bien considerada, honrada y respetable lo sabía bien. Y seguía avanzando por la orilla… ¿Qué era aquello que yacía en el suelo? Se detuvo. ¿Qué había arrojado el mar? Un sombrero viejo de hombre. ¿Se habría caído por la borda? Se acercó a la prenda, volvió a detenerse y miró: ¿Qué era aquello? Se asustó mucho, y, sin embargo, nada había allí que pudiese asustarla. Sólo un montón de algas y juncos enredados en torno a una piedra alargada, que parecía un cuerpo humano. No eran sino algas y juncos, y, sin embargo, ella se asustó. Y al proseguir su camino le vinieron a la mente muchas cosas que oyera de niña. Aquellas supersticiones acerca del «fantasma de la costa», el espectro de los cuerpos insepultos arrojados por las olas a la playa. El cuerpo muerto, que nada hacía, pero cuyo espectro, el fantasma de la playa, seguía al caminante solitario, se agarraba fuertemente a él y le pedía que lo llevase al cementerio y le diese cristiana sepultura. «¡Tente firme, tente firme!», decía. Y al repetir para sí estas palabras Ana Isabel, se le presentó de repente todo su sueño, con las madres cogidas a ella y exclamando: «¡Tente firme, tente firme!». Y luego el mundo se había hundido, y se le habían desgarrado las mangas, y se había desprendido de su hijo, que se esforzaba por llevarla consigo al juicio final. Su hijo, el hijo de su carne y de su sangre, al que nunca quisiera, en quien nunca había pensado, aquel hijo estaba ahora en el fondo del mar. Podía aparecérsele en figura de espectro y gritarle: «¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!». Y al pensar en esto, la angustia le espoleó los talones, obligándola a apresurar el paso. El miedo, como una mano fría y húmeda, le apretaba el corazón. Se sintió a punto de desmayarse, y al mirar a lo lejos, mar adentro, vio que el aire se volvía más denso y espeso. Descendía una pesada niebla, envolviendo árboles y matas, y dándoles un aspecto maravilloso. Se volvió ella a mirar la luna, que quedaba a su espalda y parecía un disco pálido, sin rayos, y sintió como si algo muy pesado se posara sobre sus miembros. «¡Tente firme, tente firme!», pensó, y al volverse a mirar a la luna le pareció como si su blanca cara estuviese junto a ella, y como si la niebla colgara sobre sus hombros a modo de blanco sudario: «¡Cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!», creyó oír, y le pareció percibir también un sonido hueco y extraño, que no venía ni de las ranas del pantano, ni de los cuervos, ni de las cornejas, pues no veía ninguna. «¡Entiérrame, entiérrame!», decía una voz gritando. Sí, era el espectro de su hijo, yaciente en el fondo del mar, y que no encontraba reposo mientras no fuera llevado al cementerio y depositado en tierra cristiana. Quiso ir allí y darle sepultura, y tomó la dirección de la iglesia. Le pareció entonces como si la carga se hiciera más liviana y desapareciera; reemprendió su camino anterior, el más corto para ir a su casa. Pero de nuevo oyó: «¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte!». Resonaba como el croar de las ranas, como el grito de un ave quejumbrosa, pero ahora se entendía claramente: «¡Entiérrame, por amor de Dios, entiérrame!».
La niebla era fría y húmeda; la mano y el rostro de la mujer lo estaban también, pero de terror. Sentía la presencia de algo, y en su mente se había hecho espacio para pensamientos que nunca había tenido antes.
En las tierras del Norte, los hayedos pueden abrirse en una noche de primavera, y presentarse en su juvenil magnificencia bajo el sol del día siguiente. También en un segundo, la semilla del pecado que hay latente en nuestra vida puede germinar y desarrollarse. Y así lo hace cuando despierta la conciencia, que Dios despabila cuando menos lo esperamos. No hay disculpa posible, el hecho está allí, testificando en contra de nosotros; los pensamientos se tornan palabras, y éstas resuenan en los espacios. Nos espantamos de lo que hemos estado llevando dentro sin conseguir sofocarlo; nos espantamos de lo que hemos propagado en nuestra presunción y ligereza. El corazón encierra en sí todas las virtudes, pero también todos los vicios, los cuales pueden germinar y crecer, hasta en la tierra más estéril.
Todo esto estaba encerrado en los pensamientos de Ana Isabel. Anonadada, cayó al suelo y continuó un trecho a rastras. «¡Entiérrame, entiérrame!», oía; y habría querido enterrarse a sí misma si la tumba hubiese significado eterno olvido. Era la hora tremenda de su despertar, con toda su angustia y su horror. Un supersticioso terror le producía escalofríos; acudían a su mente muchas cosas de las que nunca hubiera querido acordarse. Silenciosa, como la sombra de una nube a la luz de la luna, caminaba delante de ella una aparición de la que oyera hablar en otros tiempos. Junto a ella pasaban galopando cuatro jadeantes corceles, despidiendo fuego por los ojos y los ollares, tirando de un coche ardiente ocupado por el perverso señor que más de un siglo atrás había vivido en aquella comarca. Se decía que cada media noche recorría su propiedad y se volvía enseguida. No era blanco, como parece que son los muertos, sino negro como carbón, como carbón consumido. Hizo un gesto con la cabeza dirigiéndose a Ana Isabel, y, guiñándole el ojo le dijo: «¡Cógete firme, cógete firme! ¡Aún podrás montar en el coche de los condes y olvidar a tu hijo!».
Ella apretó el paso y llegó al cementerio; pero las cruces negras y los negros cuervos flotaban, confundiéndose ante sus ojos. Los cuervos gritaban como el que había oído antes, pero ahora comprendía su lenguaje: «¡Soy un cuervo madre, soy un cuervo madre!», decían todos, y Ana Isabel sabía que aquel nombre se aplicaba a ella. Tal vez sería transformada en uno de aquellos negros pajarracos y condenada a gritar incesantemente lo que ellos gritaban si no conseguía cavar la tumba.
Se arrojó al suelo, y con las manos cavó un hoyo en la dura tierra; y la sangre le manaba de los dedos.
«¡Entiérrame, entiérrame!», resonaba la voz sin cesar. Ella temía oír el canto del gallo y ver la primera luz de la aurora; pues si no había terminado su trabajo antes, estaba perdida. Y cantó el gallo, y el cielo levantino se tiñó de rojo. La tumba estaba sólo medio abierta. Una mano gélida le resbaló por la cabeza y el rostro, hasta el corazón. «¡Sólo media tumba!», se oyó en el aire como en un suspiro, y algo pasó flotando en dirección al mar. Sí, era el fantasma de la orilla. A su contacto, Ana Isabel se desplomó, rendida y desmayada.
Era ya pleno día cuando volvió en sí. Dos hombres la levantaron. No estaba en el cementerio, sino en la playa, donde había excavado un profundo hoyo en la arena, cortándose los dedos con una copa rota que tenía por pie un tarugo de madera pintado de azul. Ana Isabel estaba enferma; la conciencia había mezclado las cartas de la superstición, y, al cortarlas, había descubierto que sólo tenía media alma; la otra mitad se la había llevado consigo su hijo al fondo del mar. Nunca obtendría ya la gracia del cielo, mientras no recuperase aquella mitad de alma que retenían las aguas profundas. Ana Isabel llegó a su casa, mas ya no era la que había sido. Sus ideas se embrollaban como una madeja enredada; sólo una hebra quedaba desenmarañada: debía llevar al cementerio el fantasma de la orilla y darle sepultura; con ello recuperaría su alma entera.
Muchas noches notaron los vecinos que se ausentaba de su casa; siempre la encontraban en la playa, esperando la aparición del espectro. Así transcurrió un año entero; luego desapareció una noche y ya nada supieron de su paradero. Se pasaron todo el día siguiente buscándola sin resultado.
Al atardecer, cuando el sacristán llegó a la iglesia para tocar a vísperas, vio a Ana Isabel tendida delante del altar. Llevaba allí desde la mañana, casi exhausta, pero con los ojos luminosos y un brillo rojizo en la cara, producido por los últimos rayos del sol, que le daban en pleno rostro y se reflejaban también en las relucientes abrazaderas de la Biblia; ésta aparecía abierta en la página donde se leen aquellas palabras del profeta Joel: «¡Rueguen sus corazones y no sus vestidos, convirtiéndose al Señor!». «Casualidad -dijo la gente-. ¡Hay tantas casualidades!».
En la cara de Ana Isabel, iluminada por el sol, se leía la paz y la gracia. Había sido mejor así para ella, dijeron; había superado la crisis. Por la noche se le había aparecido el espectro de la playa, su hijo, diciéndole: «Cavaste sólo media tumba para mí, pero durante mucho tiempo me tuviste sepultado en tu corazón, y éste es el mejor refugio de una madre para su hijo». Y devolviéndole la mitad del alma, la condujo hasta la iglesia.
– Ahora estoy en la casa de Dios -dijo ella-. Y aquí se está a salvo.
Cuando se acabó de poner el sol, el alma de Ana Isabel estaba en lo alto, allí donde no existe el temor cuando uno ha luchado. Y Ana Isabel había luchado hasta el fin.

martes, 10 de enero de 2017

Los tres enanitos

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Éranse un hombre que había perdido a su mujer, y una mujer a quien se le había muerto el marido. El hombre tenía una hija, y la mujer, otra. Las muchachas se conocían y salían de paseo juntas; de vuelta solían pasar un rato en casa de la mujer. Un día, ésta dijo a la hija del viudo:
-Di a tu padre que me gustaría casarme con él. Entonces, tú te lavarías todas las mañanas con leche y beberías vino; en cambio, mi hija se lavaría con agua, y agua solamente bebería.

De vuelta a su casa, la niña repitió a su padre lo que le había dicho la mujer. Dijo el hombre:

-¿Qué debo hacer? El matrimonio es un gozo, pero también un tormento.

Al fin, no sabiendo qué partido tomar, quitose un zapato y dijo:

-Coge este zapato, que tiene un agujero en la suela. Llévalo al desván, cuélgalo del clavo grande y échale agua dentro. Si retiene el agua, me casaré con la mujer; pero si el agua se sale, no me casaré. Cumplió la muchacha lo que le había mandado su padre; pero el agua hinchó el cuero y cerró el agujero, y la bota quedó llena hasta el borde. La niña fue a contar a su padre lo ocurrido. Subió éste al desván, y viendo que su hija había dicho la verdad, se dirigió a casa de la viuda para pedirla en matrimonio. Y se celebró la boda.

A la mañana siguiente, al levantarse las dos muchachas, la hija del hombre encontró preparada leche para lavarse y vino para beber, mientras que la otra no tenía sino agua para lavarse y para beber. Al día siguiente encontraron agua para lavarse y agua para beber, tanto la hija de la mujer como la del hombre. Y a la tercera mañana, la hija del hombre encontró agua para lavarse y para beber, y la hija de la mujer, leche para lavarse y vino para beber; y así continuaron las cosas en adelante. La mujer odiaba a su hijastra mortalmente e ideaba todas las tretas para tratarla peor cada día. Además, sentía envidia de ella porque era hermosa y amable, mientras que su hija era fea y repugnante. Un día de invierno, en que estaban nevados el monte y el valle, la mujer confeccionó un vestido de papel y, llamando a su hijastra, le dijo:

-Toma, ponte este vestido y vete al bosque a llenarme este cesto de fresas, que hoy me apetece comerlas.

-¡Santo Dios! -exclamó la muchacha-. Pero si en invierno no hay fresas; la tierra está helada y la nieve lo cubre todo. ¿Y por qué debo ir vestida de papel? Afuera hace un frío que hiela el aliento; el viento se entrará por el papel, y los espinos me lo desgarrarán.

-¿Habrase visto descaro? -exclamó la madrastra-. ¡Sal enseguida y no vuelvas si no traes el cesto lleno de fresas!

Y le dio un mendrugo de pan seco, diciéndole:

-Es tu comida de todo el día.

Pensaba la mala bruja: "Se va a morir de frío y hambre, y jamás volveré a verla."
La niña, que era obediente, se puso el vestido de papel y salió al campo con la cestita. Hasta donde alcanzaba la vista todo era nieve; no asomaba ni una brizna de hierba. Al llegar al bosque descubrió una casita con tres enanitos que miraban por la ventana. Les dio los buenos días y llamó discretamente a la puerta. Ellos la invitaron a entrar, y la muchacha se sentó en el banco, al lado del fuego, para calentarse y comer su desayuno. Los hombrecillos suplicaron:

-¡Danos un poco!

-Con mucho gusto -respondió ella- y, partiendo su mendrugo de pan, les ofreció la mitad.

Preguntáronle entonces los enanitos:

-¿Qué buscas en el bosque, con tanto frío y con este vestido tan delgado?

-¡Ay! -respondió ella-, tengo que llenar este cesto de fresas, y no puedo volver a casa hasta que lo haya conseguido.

Terminado su pedazo de pan, los enanitos le dieron una escoba, y le dijeron:

-Ve a barrer la nieve de la puerta trasera.
Al quedarse solos, los hombrecillos celebraron consejo:

-¿Qué podríamos regalarle, puesto que es tan buena y juiciosa y ha repartido su pan con nosotros?

Dijo el primero:

-Pues yo le concedo que sea más bella cada día.

El segundo:

-Pues yo, que le caiga una moneda de oro de la boca por cada palabra que pronuncie.

Y el tercero:

-Yo haré que venga un rey y la tome por esposa.

Mientras tanto, la muchacha, cumpliendo el encargo de los enanitos, barría la nieve acumulada detrás de la casa. Y, ¿qué creen que encontró? Pues unas magníficas fresas maduras, rojas, que asomaban por entre la nieve. Muy contenta, llenó la cestita y, después de dar las gracias a los enanitos y estrecharles la mano, dirigiose a su casa, para llevar a su madrastra lo que le había encargado. Al entrar y decir "buenas noches," cayéronle de la boca dos monedas de oro. Púsose entonces a contar lo que le había sucedido en el bosque, y he aquí que a cada palabra le iban cayendo monedas de la boca, de manera que al poco rato todo el suelo estaba lleno de ellas.

-¡Qué petulancia! -exclamó la hermanastra-. ¡Tirar así el dinero!

Mas por dentro sentía una gran envidia, y quiso también salir al bosque a buscar fresas. Su madre se oponía:

-No, hijita, hace muy mal tiempo y podrías enfriarte.

Mas como ella insistiera y no la dejara en paz, cedió al fin, le cosió un espléndido abrigo de pieles y, después de proveerla de bollos con mantequilla y pasteles, la dejó marchar.

La muchacha se fue al bosque, encaminándose directamente a la casita. Vio a los tres enanitos asomados a la ventana, pero ella no los saludó y, sin preocuparse de ellos ni dirigirles la palabra siquiera, penetró en la habitación, se acomodó junto a la lumbre y empezó a comerse sus bollos y pasteles.
Danos un poco -pidiéronle los enanitos-; pero ella respondió:

-No tengo bastante para mí, ¿cómo voy a repartirlo con ustedes? Terminado que hubo de comer, dijéronle los enanitos:

-Ahí tienes una escoba, ve a barrer afuera, frente a la puerta de atrás.

-Barran ustedes -replicó ella-, que yo no soy su criada.

Viendo que no hacían ademán de regalarle nada, salió afuera, y entonces los enanitos celebraron un nuevo consejo:

-¿Qué le daremos, ya que es tan grosera y tiene un corazón tan codicioso que no quiere desprenderse de nada?

Dijo el primero:

-Yo haré que cada día se vuelva más fea.

Y el segundo:
-Pues yo, que a cada palabra que pronuncie le salte un sapo de la boca.

Y el tercero:

-Yo la condeno a morir de mala muerte.

La muchacha estuvo buscando fresas afuera, pero no halló ninguna y regresó malhumorada a su casa. Al abrir la boca para contar a su madre lo que le había ocurrido en el bosque, he aquí que a cada palabra le saltaba un sapo, por lo que todos se apartaron de ella asqueados. Ello no hizo más que aumentar el odio de la madrastra, quien sólo pensaba en los medios para atormentar a la hija de su marido, cuya belleza era mayor cada día.

Finalmente, cogió un caldero y lo puso al fuego, para cocer lino. Una vez cocido, lo colgó del hombro de su hijastra, dio a ésta un hacha y le mandó que fuese al río helado, abriera un agujero en el hielo y aclarase el lino. La muchacha, obediente, dirigiose al río y se puso a golpear el hielo para agujerearlo. En eso estaba cuando pasó por allí una espléndida carroza en la que viajaba el Rey. Éste mandó detener el coche y preguntó:

-Hija mía, ¿quién eres y qué haces?

-Soy una pobre muchacha y estoy aclarando este lino.
El Rey, compadecido y viéndola tan hermosa, le dijo:

-¿Quieres venirte conmigo?

-¡Oh sí, con toda mi alma! -respondió ella, contenta de librarse de su madrastra y su hermanastra.

Montó, pues, en la carroza, al lado del Rey, y, una vez en la Corte, celebrose la boda con gran pompa y esplendor, tal como los enanitos del bosque habían dispuesto para la muchacha.

Al año, la joven reina dio a luz un hijo, y la madrastra, a cuyos oídos habían llegado las noticias de la suerte de la niña, encaminose al palacio acompañada de su hija, con el pretexto de hacerle una visita.

Como fuera que el Rey había salido y nadie se hallaba presente, la malvada mujer agarró a la Reina por la cabeza mientras su hija la cogía por los pies, y, sacándola de la cama, la arrojaron por la ventana a un río que pasaba por debajo. Luego, la vieja metió a su horrible hija en la cama y la cubrió hasta la cabeza con las sábanas. Al regresar el Rey e intentar hablar con su esposa, detúvole la vieja:-¡Silencio, silencio! Ahora no; está con un gran sudor, déjela tranquila por hoy.

El Rey, no recelando nada malo, se retiró. Volvió al día siguiente y se puso a hablar a su esposa. Al responderle la otra, a cada palabra le saltaba un sapo, cuando antes lo que caían siempre eran monedas de oro. Al preguntar el Rey qué significaba aquello, la madrastra dijo que era debido a lo mucho que había sudado, y que pronto le pasaría.

Aquella noche, empero, el pinche de cocina vio un pato que entraba nadando por el sumidero y que decía:

"Rey, ¿qué estás haciendo?
¿Velas o estás durmiendo?"

Y, no recibiendo respuesta alguna, prosiguió:

"¿Y qué hace mi gente?"

A lo que respondió el pinche de cocina:

"Duerme profundamente."
Siguió el otro preguntando:

"¿Y qué hace mi hijito?"

Contestó el cocinero:

"Está en su cuna dormidito."

Tomando entonces la figura de la Reina, subió a su habitación y le dio de mamar; luego le mulló la camita y, recobrando su anterior forma de pato, marchose nuevamente nadando por el sumidero. Las dos noches siguientes volvió a presentarse el pato, y a la tercera dijo al pinche de cocina:

-Ve a decir al Rey que coja la espada, salga al umbral y la blanda por tres veces encima de mi cabeza.

Así lo hizo el criado, y el Rey, saliendo armado con su espada, la blandió por tres veces sobre aquel espíritu, y he aquí que a la tercera levantose ante él su esposa, bella, viva y sana como antes.

El Rey sintió en su corazón una gran alegría; pero guardó a la Reina oculta en un aposento hasta el domingo, día señalado para el bautizo de su hijo. Ya celebrada la ceremonia, preguntó:

-¿Qué se merece una persona que saca a otra de la cama y la arroja al agua?

-Pues, cuando menos -respondió la vieja-, que la metan en un tonel erizado de clavos puntiagudos y, desde la cima del monte, lo echen a rodar hasta el río.

A lo que replicó el Rey:

-Has pronunciado tu propia sentencia -y, mandando traer un tonel como ella había dicho, hizo meter en él a la vieja y a su hija, y, después de clavar el fondo, lo hizo soltar por la ladera, por la que bajó rodando y dando tumbos hasta el río.

Rapunzel

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Había una vez un hombre y una mujer que vivían solos y desconsolados por no tener hijos, hasta que, por fin, la mujer concibió la esperanza de que Dios Nuestro Señor se disponía a satisfacer su anhelo. La casa en que vivían tenía en la pared trasera una ventanita que daba a un magnífico jardín, en el que crecían espléndidas flores y plantas; pero estaba rodeado de un alto muro y nadie osaba entrar en él, ya que pertenecía a una bruja muy poderosa y temida de todo el mundo. Un día asomóse la mujer a aquella ventana a contemplar el jardín, y vio un bancal plantado de hermosísimas verdezuelas, tan frescas y verdes, que despertaron en ella un violento antojo de comerlas. El antojo fue en aumento cada día que pasaba, y como la mujer lo creía irrealizable, iba perdiendo la color y desmirriándose, a ojos vistas. Viéndola tan desmejorada, le preguntó asustado su marido: "¿Qué te ocurre, mujer?" - "¡Ay!" exclamó ella, "me moriré si no puedo comer las verdezuelas del jardín que hay detrás de nuestra casa." El hombre, que quería mucho a su esposa, pensó: "Antes que dejarla morir conseguiré las verdezuelas, cueste lo que cueste." Y, al anochecer, saltó el muro del jardín de la bruja, arrancó precipitadamente un puñado de verdezuelas y las llevó a su mujer. Ésta se preparó enseguida una ensalada y se la comió muy a gusto; y tanto le y tanto le gustaron, que, al día siguiente, su afán era tres veces más intenso. Si quería gozar de paz, el marido debía saltar nuevamente al jardín. Y así lo hizo, al anochecer. Pero apenas había puesto los pies en el suelo, tuvo un terrible sobresalto, pues vio surgir ante sí la bruja. "¿Cómo te atreves," díjole ésta con mirada iracunda, "a entrar cual un ladrón en mi jardín y robarme las verdezuelas? Lo pagarás muy caro." - "¡Ay!" respondió el hombre, "tened compasión de mí. Si lo he hecho, ha sido por una gran necesidad: mi esposa vio desde la ventana vuestras verdezuelas y sintió un antojo tan grande de comerlas, que si no las tuviera se moriría." La hechicera se dejó ablandar y le dijo: "Si es como dices, te dejaré coger cuantas verdezuelas quieras, con una sola condición: tienes que darme el hijo que os nazca. Estará bien y lo cuidaré como una madre." Tan apurado estaba el hombre, que se avino a todo y, cuando nació el hijo, que era una niña, presentóse la bruja y, después de ponerle el nombre de Verdezuela; se la llevó.

Verdezuela era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio de un bosque y no tenía puertas ni escaleras; únicamente en lo alto había una diminuta ventana. Cuando la bruja quería entrar, colocábase al pie y gritaba:
"¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!"
Verdezuela tenía un cabello magnífico y larguísimo, fino como hebras de oro. Cuando oía la voz de la hechicera se soltaba las trenzas, las envolvía en torno a un gancho de la ventana y las dejaba colgantes: y como tenían veinte varas de longitud, la bruja trepaba por ellas.

Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del Rey, encontrándose en el bosque, acertó a pasar junto a la torre y oyó un canto tan melodioso, que hubo de detenerse a escucharlo. Era Verdezuela, que entretenía su soledad lanzando al aire su dulcísima voz. El príncipe quiso subir hasta ella y buscó la puerta de la torre, pero, no encontrando ninguna, se volvió a palacio. No obstante, aquel canto lo había arrobado de tal modo, que todos los días iba al bosque a escucharlo. Hallándose una vez oculto detrás de un árbol, vio que se acercaba la hechicera, y la oyó que gritaba, dirigiéndose a o alto:
"¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!"
Verdezuela soltó sus trenzas, y la bruja se encaramó a lo alto de la torre. "Si ésta es la escalera para subir hasta allí," se dijo el príncipe, "también yo probaré fortuna." Y al día siguiente, cuando ya comenzaba a oscurecer, encaminóse al pie de la torre y dijo:
"¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!"
Enseguida descendió la trenza, y el príncipe subió.

En el primer momento, Verdezuela se asustó Verdezuela se asustó mucho al ver un hombre, pues jamás sus ojos habían visto ninguno. Pero el príncipe le dirigió la palabra con gran afabilidad y le explicó que su canto había impresionado de tal manera su corazón, que ya no había gozado de un momento de paz hasta hallar la manera de subir a verla. Al escucharlo perdió Verdezuela el miedo, y cuando él le preguntó si lo quería por esposo, viendo la muchacha que era joven y apuesto, pensó, "Me querrá más que la vieja," y le respondió, poniendo la mano en la suya: "Sí; mucho deseo irme contigo; pero no sé cómo bajar de aquí. Cada vez que vengas, tráete una madeja de seda; con ellas trenzaré una escalera y, cuando esté terminada, bajaré y tú me llevarás en tu caballo." Convinieron en que hasta entonces el príncipe acudiría todas las noches, ya que de día iba la vieja. La hechicera nada sospechaba, hasta que un día Verdezuela le preguntó: "Decidme, tía Gothel, ¿cómo es que me cuesta mucho más subiros a vos que al príncipe, que está arriba en un santiamén?" - "¡Ah, malvada!" exclamó la bruja, "¿qué es lo que oigo? Pensé que te había aislado de todo el mundo, y, sin embargo, me has engañado." Y, furiosa, cogió las hermosas trenzas de Verdezuela, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empujando unas tijeras con la derecha, zis, zas, en un abrir y cerrar de ojos cerrar de ojos se las cortó, y tiró al suelo la espléndida cabellera. Y fue tan despiadada, que condujo a la pobre Verdezuela a un lugar desierto, condenándola a una vida de desolación y miseria.

El mismo día en que se había llevado a la muchacha, la bruja ató las trenzas cortadas al gancho de la ventana, y cuando se presentó el príncipe y dijo:
"¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!"
la bruja las soltó, y por ellas subió el hijo del Rey. Pero en vez de encontrar a su adorada Verdezuela hallóse cara a cara con la hechicera, que lo miraba con ojos malignos y perversos: "¡Ajá!" exclamó en tono de burla, "querías llevarte a la niña bonita; pero el pajarillo ya no está en el nido ni volverá a cantar. El gato lo ha cazado, y también a ti te sacará los ojos. Verdezuela está perdida para ti; jamás volverás a verla." El príncipe, fuera de sí de dolor y desesperación, se arrojó desde lo alto de la torre. Salvó la vida, pero los espinos sobre los que fue a caer se le clavaron en los ojos, y el infeliz hubo de vagar errante por el bosque, ciego, alimentándose de raíces y bayas y llorando sin cesar la pérdida de su amada mujercita. Y así anduvo sin rumbo por espacio de varios años, mísero y triste, hasta que, al fin, llegó al desierto en que vivía Verdezuela con los dos hijitos los dos hijitos gemelos, un niño y una niña, a los que había dado a luz. Oyó el príncipe una voz que le pareció conocida y, al acercarse, reconociólo Verdezuela y se le echó al cuello llorando. Dos de sus lágrimas le humedecieron los ojos, y en el mismo momento se le aclararon, volviendo a ver como antes. Llevóla a su reino, donde fue recibido con gran alegría, y vivieron muchos años contentos y felices.

 

Los deseos ridículos

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Érase una vez un pobre leñador que estaba harto de la vida tan penosa que llevaba y solía decir que tenía ganas de ir a reposar a los bordes del Aqueronte; porque veía que, en su profundo dolor, jamás el Cielo cruel no había querido concederle ni uno de sus deseos.
Un día que se quejaba en el bosque, Júpiter, con el rayo en la mano, se le apareció; difícilmente podría pintar el miedo que sobrecogió al buen hombre.
-No quiero nada -exclamó, arrojándose al suelo-; no deseo nada, ni truenos ni nada. Vamos a hablar, Señor, de igual a igual.
-Deja de temblar -le dijo Júpiter-; vengo compadecido de tus quejas, para demostrarte que eres injusto en tus quejas. Escucha. Yo te prometo, yo que soy el dueño soberano del mundo entero, atender plenamente tus tres primeros deseos, los primeros que quieras formular sobre cualquier cosa. Mira bien lo que pueda satisfacerte, y como tu felicidad depende de tus votos, piénsalo bien antes de formular tus deseos.
En diciendo estas palabras, Júpiter ascendió a los Cielos, y el leñador, muy contento, echándose el haz de leña a la espalda, emprendió el camino de regreso. Nunca le pareció la carga menos pesada.
-No hay que obrar a la ligera -decía trotando-. El caso es importante; hay que pedir consejo a la parienta.
Cuando entró bajo el techo de la cabaña la carga de helechos, le dijo:
-Fanchon, hagamos un buen fuego y una buena comida; somos muy ricos. Y sólo necesitamos formular nuestros deseos.
Y allí, punto por punto, le cuenta todo lo sucedido. Al oír su relato, la esposa, viva y presurosa, concibe mil proyectos en su mente; pero considerando la importancia de conducirse con prudencia, le dice a su esposo:
-Blas, amigo mío, para no cometer una tontería debido a nuestra impaciencia, examinemos juntos lo que nos conviene hacer en una situación así. Dejemos para mañana nuestro primer deseo y consultemos con la almohada.
-Estoy de acuerdo -dice el buen Blas-. Anda, vete y trae vino añejo.
Cuando volvió con él, bebió y, saboreando cómodamente, cerca del fuego, aquel dulce reposo, dijo apoyándose en el respaldo de su silla:
-¡Con estas brasas tan buenas, qué bien vendría una vara de morcilla!
Apenas acabó de pronunciar estas palabras, que su mujer, muy asombrada, vio una larga morcilla que, saliendo de una esquina de la chimenea, se aproximaba a ella serpenteando. Al instante lanzó un grito; pero juzgando que esta aventura tenía por causa el deseo que, por pura torpeza, había formulado el imprudente de su marido, no hubo injuria, ni pulla, ni improperio que, hecha una furia, no dijera a su pobre marido.
-¡Cuando se podría obtener un Imperio, oro, perlas, rubíes, diamantes, vestidos! ¿Y no se te ocurre desear más que una morcilla?
-Bueno, me he equivocado -dijo-. Mi elección ha sido desacertada. He cometido una gran falta; lo haré mejor la próxima vez.
-Bueno, bueno -repuso ella-. Espérame sentado. ¡Se necesita ser un animal para formular ese deseo!
El esposo, más de una vez, llevado de la cólera, se sintió tentado de formular un deseo mudo. Y, dicho entre nosotros, habría sido lo mejor que hubiera podido hacer.
-Los hombres -se decía- hemos venido al mundo a padecer. ¡Maldita sea la morcilla, plegue a Dios, maldita pécora que se te quede colgada de la nariz!
Esta súplica, al instante, fue escuchada por el Cielo y, apenas el marido profirió sus palabras, la vara de morcilla se quedó pegada a su nariz. Este prodigio imprevisto irritó muchísimo a Fanchon. Fanchon era bonita, muy graciosa, y a decir verdad este adorno en su nariz no hacía buen efecto, salvo que al colgarla sobre la boca la impedía hablar tranquilamente, lo cual era una ventaja para su esposo, tan grande que en aquel feliz momento pensó no desear más.
-Ya podría, -pensaba para su adentros-, después de una desgracia tan terrible, con el deseo que me queda, convertirme de una vez en Rey. Desde luego, nada iguala la grandeza soberana, pero hay que pensar qué tristeza tendría la Reina cuando, al sentarse en su trono, se viera con la nariz más larga que una vara. Voy a ver qué dice y que decida ella si prefiere convertirse en una gran Princesa y conservar esa horrible nariz o quedarse de simple leñadora con la nariz corriente, como las demás personas, tal como la tenía antes de la desgracia.
Al fin, la cosa bien examinada, aun sabiendo que el poder que proporciona el cetro y la corona y que cuando se está coronada siempre se tiene la nariz bien hecha, como no existe nada que posea la fuerza de agradar, ella prefirió conservar su cofia antes que hacerse Reina y ser fea.
Así, pues, el leñador no cambió de estado, no se convirtió en un potentado, no llenó su bolsa de escudos, y fue feliz de emplear el deseo que le quedaba para volver a su mujer a su primitivo estado, débil felicidad, pobre recurso.
Qué cierto es que los hombres miserables, ciegos, imprudentes y variables no deben formular deseo alguno, y qué pocos hay entre ellos que sean capaces de hacer buen uso de los dones que Dios les ha concedido
(Charles Perrault)

Las Hadas

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Érase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el carácter y en el físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas que no se podía vivir con ellas. La menor, verdadero retrato de su padre por su dulzura y suavidad, era además de una extrema belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, esta madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía una aversión atroz por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar.

Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar agua a una media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena.
Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole que le diese de beber.
-Como no, mi buena señora -dijo la hermosa niña.
Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la jarra para que bebiera más cómodamente. La buena mujer, después de beber, le dijo:
-Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de hacerte un don -pues era un hada que había tomado la forma de una pobre aldeana para ver hasta dónde llegaría la gentileza de la joven-. Te concedo el don -prosiguió el hada- de que por cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una flor o una piedra preciosa.
Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la reprendió por regresar tan tarde de la fuente.
-Perdón, madre mía -dijo la pobre muchacha- por haberme demorado-; y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos grandes diamantes.
-¡Qué estoy viendo! -dijo su madre, llena de asombro-; ¡parece que de la boca te salen perlas y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía?
Era la primera vez que le decía hija.
La pobre niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin brotar una infinidad de diamantes.
-Verdaderamente -dijo la madre- tengo que mandar a mi hija; mira, Fanchon, mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla; ¿no te gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayas a buscar agua a la fuente, y cuando una pobre mujer te pida de beber, ofrecerle muy gentilmente.
-¡No faltaba más! -respondió groseramente la joven- ¡ir a la fuente!
-Deseo que vayas -repuso la madre- ¡y de inmediato!
Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó el más hermoso jarro de plata de la casa. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta niña.
-¿Habré venido acaso -le dijo esta grosera mal criada- para darte de beber? ¡Justamente he traído un jarro de plata nada más que para dar de beber a su señoría! De acuerdo, bebe directamente, si quieres.
-No eres nada amable -repuso el hada, sin irritarse-; ¡está bien! ya que eres tan poco atenta, te otorgo el don de que a cada palabra que pronuncies, te salga de la boca una serpiente o un sapo.
La madre no hizo más que divisarla y le gritó:
-¡Y bien, hija mía?
-¡Y bien, madre mía! -respondió la malvada, echando dos víboras y dos sapos.
-¡Cielos! -exclamó la madre- ¿qué estoy viendo? ¡Tu hermana tiene la culpa, me las pagará! -y corrió a pegarle.
La pobre niña arrancó y fue a refugiarse en el bosque cercano. El hijo del rey, que regresaba de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.
-¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado de la casa.
El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó toda su aventura.
El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que semejante don valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él al palacio de su padre, donde se casaron.
En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan odiable, que su propia madre la echó de la casa; y la infeliz, después de haber ido de una parte a otra sin que nadie quisiera recibirla, se fue a morir al fondo del bosque.

(Charles Perrault)

lunes, 9 de enero de 2017

El árbol de manzanas


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Hace mucho tiempo existía un enorme árbol de manzanas. Un pequeño niño lo amaba mucho y todos los días jugaba alrededor de el. Trepaba al árbol hasta el tope y él le daba sombra. Él amaba al árbol y el árbol amaba al niño. Paso el tiempo y el pequeño niño creció y el nunca más volvió a jugar alrededor del enorme árbol. Un día el muchacho regresó al árbol y escuchó que el árbol le dijo. – Estoy muy triste. – ¿Vienes a jugar conmigo? Pero el muchacho contestó: – Ya no soy el niño de antes que jugaba alrededor de enormes árboles. – Lo que ahora quiero son juguetes y necesito dinero para comprarlos. Lo siento, dijo el árbol. – Pero no tengo dinero – Te sugiero que tomes todas mis manzanas y las vendas. De esta manera tú obtendrás el dinero para tus juguetes.
El muchacho se sintió muy feliz. Tomó todas las manzanas y obtuvo el dinero y el árbol volvió a ser feliz. Pero el muchacho nunca volvió después de obtener el dinero y el árbol volvió a estar triste. Tiempo después, el muchacho regresó y el árbol se puso feliz y le preguntó. – ¿Vienes a jugar conmigo? – No tengo tiempo para jugar. – Debo de trabajar para mi familia. – Necesito una casa para compartir con mi esposa e hijos. – ¿Puedes ayudarme? – Lo siento, pero no tengo una casa, pero… – Tú puedes cortar mis ramas y construir tu casa. El joven cortó todas las ramas del árbol y esto hizo feliz nuevamente al árbol, pero el joven nunca mas volvió desde esa vez y el árbol volvió a estar triste y solitario. Cierto día de un cálido verano, el hombre regresa y el árbol estaba alegre. – ¿Vienes a jugar conmigo? -le preguntó el árbol. El hombre contesta. – Estoy triste y volviéndome viejo. – Quiero un bote para navegar y descansar. – ¿Puedes darme uno? El árbol contesta. – Usa mi tronco para que puedas construir uno y así puedas navegar y ser feliz. El hombre cortó el tronco y construyó su bote.
Luego se fue a navegar por un largo tiempo. Finalmente regresó después de muchos años y el árbol le dijo. – Lo siento mucho, pero ya no tengo nada que darte ni siquiera manzanas. El hombre responde. – No tengo dientes para morder, ni fuerza para escalar. – Ya estoy viejo. Entonces el árbol con lágrimas en sus ojos le dijo. – Realmente no puedo darte nada… – La única cosa que me queda son mis raíces muertas. Y el hombre contestó. – Yo no necesito mucho ahora, solo un lugar para descansar. – Estoy tan cansado después de tantos años… – Bueno… las viejas raíces de un árbol, son el mejor lugar para recostarse y descansar. – Ven siéntate conmigo y descansa. El hombre se sentó junto al árbol y este feliz y contento sonrió con lágrimas.

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¿Sabes qué? Esta puede ser la historia de cada uno de nosotros. El árbol son nuestros Padres. Cuando somos muy jóvenes, los amamos y jugamos con Papá y Mamá… cuando crecemos los dejamos… solo regresamos a ellos cuando los necesitamos o estamos en problemas… no importa lo que sea, ellos siempre están allí para darnos todo lo que puedan… y hacernos felices. Ustedes pueden pensar que el muchacho es cruel contra el Árbol, pero es así como “NOSOTROS” tratamos a nuestros Padres… Valoremos a nuestros Padres mientras los tengamos a nuestro lado y si ya no están, que la llama de su amor viva por siempre en tu corazón…

domingo, 8 de enero de 2017

El patito feo

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Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos.
Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se congregaron ante el nido para verles por primera vez.
Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los gritos de alborozo de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los siete, aún no se había abierto.
Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, incluso los patitos recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento.
Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis...
La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y le apartó con el ala mientras prestaba atención a los otros seis.
El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían...
Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito.
Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole feo y torpe.
El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del cercado.
Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque la vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo.
Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle.
Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse también.
Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron:
- ¡Claro que sí, eres uno de los nuestros!
A lo que el patito respondió:
-¡No os burléis de mí!. Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso...
- Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos.
El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado. ¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque.
Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.
 
(Hans Christian Andersen)

El robo de la alegría

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El malvado Nonón siempre había sido un malo de poca monta y sin grandes aspiraciones en el mundo de los villanos. Pero resultó ser un malo con mucha suerte pues un día, mientras caminaba despistado inventando nuevas fechorías, cayó por una gran grieta entre dos rocas, hasta que fue a parar al Estanque de la Alegría, el gran depósito de alegría y felicidad de todo el mundo.
Entonces Nonón, que además de malo era un tristón, pensó en quedarse para sí toda aquella alegría y, cavando un pozo allí mismo, comenzó a sacar el maravilloso líquido para guardarlo en su casa y tener un poco de felicidad disponible siempre que quisiera.
Así que mientras el resto de la gente parecía cada vez más triste, Nonón se iba convirtiendo en un tipo mucho más alegre que de costumbre. Se diría que todo le iba bien: se había vuelto más hablador y animado, le encantaba pararse a charlar con la gente y ... ¡hasta resultaba ser un gran contador de chistes!
Y tan alegre y tan bien como se sentía Nonón, empezó a disgustarle que todo el mundo estuviera más triste y no disfrutara de las cosas tanto como él. Así que se acostumbró a salir de casa con una botellita del mágico líquido para compartirla con quienes se cruzaba y animarles un rato. La gente se mostraba tan encantada de cruzarse con Nonón, que pronto la botellita se quedó pequeña y tuvo que ser sustituida por una gran botella. A la botella, que también resultó escasa, le sucedió un barril, y al barril un carro de enormes toneles, y al carro largas colas a la puerta de su casa... hasta que, en poco tiempo, Nonón se había convertido en el personaje más admirado y querido de la comarca, y su casa un lugar de encuentro para quienes buscaban pasar un rato en buena compañía.
Y mientras Nonón disfrutaba con todo aquello, a muchos metros bajo tierra, los espíritus del estanque comentaban satisfechos cómo un poco de alegría había bastado para transformar a un triste malvado en fuente de felicidad y ánimo para todos.
 
(Pedro Pablo Sacristán)
 


Simbad, el marino

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Hace tiempo, un pobre hombre llamado Simbad el Cargador vivía en la ciudad de Bagdad. Se mantenía con el duro trabajo de acarrear pesadas cargas al hombro. Un día de gran calor, sintió que iba a desfallecer bajo el enorme peso que conducía. Para descansar de la carga que llevaba sobre sus espaldas, se sentó en la calle, junto a una casa muy grande y lujosa. Las ventanas del imponente edificio estaban abiertas de par en par. Por eso Simbad el Cargador pudo sentir la fragancia de los más exquisitos alimentos, a la vez que llegaron a sus oídos las más bellas melodías que jamás había escuchado. No conocía esa parte de la ciudad; nunca había estado allí. Por eso sintió una gran curiosidad de saber a quién pertenecía ese lujoso palacio.
Vio entonces a un sirviente que se encontraba frente a la puerta. Se acercó y le preguntó quién era el dueño de esa casa. Aquél le contestó:
—Simbad el Marino, el viajero famoso.
El pobre hombre a menudo había oído hablar de Simbad el Marino, de sus maravillosas riquezas y de sus extrañas aventuras. Pero no sabía que Simbad era tan feliz como él era infeliz.
¡Qué diferencia entre este hombre y yo! —exclamó.
Mientras pensaba en su miseria, vino un sirviente a decirle que Simbad deseaba hablarle. Trató de Inventar una excusa; pero el sirviente, que ya había encomendado a otro que se ocupara de la carga de Simbad el Cargador , lo introdujo en el salón. A la cabecera de una mesa rodeada de gente, se encontraba Simbad. Era un hombre ya anciano, pero de rostro tan sonriente y de trato tan afable, que todo el mundo lo quería. Obligó al mandadero a comer algo de la fina comida que cubría totalmente la mesa, y después le preguntó cuál era su nombre y qué hacía.
—Mí nombre, señor —dijo el pobre hombre—, es Simbad el Cargador, y solamente soy un mandadero.
—Bien, Simbad el Cargador —dijo el antiguo viajero—, oí tus quejas y envié por ti para decirte que yo adquirí mis riquezas después de haber sufrido muchas incomodidades y de haber pasado muchos peligros difíciles de imaginar. Te diré que mis penalidades han sido tan grandes, que el temor de sufrirlas bastaría para desanimar al más ambicioso cazador de riquezas. Te las contaré.
La promesa de esta historia fue muy bien recibida por la concurrencia. Y, tras ordenar a un sirviente que llevara la carga de Simbad el Cargador a su destino, Simbad empezó su relato.
EL PRIMER VIAJE
Mi padre murió cuando yo era joven y me dejó una gran fortuna. No tenía a nadie que me vigilara, así es que empecé a gastar mi dinero sin ninguna medida. No sólo malgasté mi tiempo, sino que también dañé mi salud y casi perdí todo cuanto tenía. Cuando caí enfermo, los amigos de mis aventuras me abandonaron y tuve bastante tranquilidad para pensar en los malos hábitos de mi juventud. Una vez mejor, junté lo poco que me quedaba, compré algunas mercaderías y con ellas me embarqué en el puerto de Basora.
Durante el viaje tocamos tierra en varias islas, donde, con otros mercaderes que iban conmigo en el barco, vendimos o cambiamos nuestras cosas. Un día nos detuvimos junto a una isla pequeña. Como parecía un lugar agradable para desembarcar, decidimos comer en ella. Pero mientras reíamos y preparábamos nuestros alimentos, la isla empezó a moverse. Al mismo tiempo, la gente de a bordo se puso a gritar. Entonces nos dimos cuenta de que estábamos sobre el lomo de una gigantesca ballena.
Algunos saltaron al bote y otros nadaron hacia el barco. Antes de que yo me alejara, el animal se sumergió en el océano. Sólo tuve oportunidad de cogerme de un trozo de madera que habíamos traído desde el velero para que nos sirviera de mesa. Sobre esta ancha viga fui arrastrado por la corriente, mientras los demás habían subido a bordo. Y, debido al estallido de una tormenta, el barco se alejó sin mí. Floté a la deriva esa noche y la siguiente. Al amanecer, una ola me lanzó a una diminuta isla.
Ahí tuve agua fresca y fruta; encontré una cueva, me acosté y dormí varias horas. Después miré hacia los alrededores buscando señales de gente, pero no vi a nadie. Sin embargo, había numerosos caballos pastando juntos; pero no había rastros de otros animales. Al llegar el crepúsculo, comí algo de fruta y subí a un árbol para dormir seguro.
A eso de la medianoche, un curioso sonido de trompetas y tambores atronó en la isla hasta el amanecer. Después pareció tan solitaria como antes. A la mañana siguiente, descubrí que la isla era muy pequeña y que no había más tierras a la vista. Entonces, me consideré perdido. Mis temores no fueron menos cuando me dirigí hacia la playa y vi que en ella abundaban serpientes de gran tamaño y otras alimañas. Sin embargo, pronto pude comprobar que eran tímidas y que cualquier ruido, incluso el más insignificante, las hacía sumergirse en el agua.
Cuando llegó la noche, volví a subir al árbol. Y, como en la anterior, se escuchó el sonido de tambores y trompetas. Pero la isla continuaba siendo solitaria. Sólo al tercer día tuve la alegría de ver a un grupo de hombres montados a caballo. Estos, al descabalgar, quedaron muy sorprendidos de encontrarme allí. Les conté cómo había llegado, y ellos me informaron que eran caballerizos del Sultán Mihraj. También me dijeron que la isla pertenecía al genio Delial, quien la visitaba todas las noches trayendo sus instrumentos musicales. Y, por último, me contaron que el genio había dado permiso al Sultán para que amaestrara sus caballos en la isla. Ellos trabajaban en eso y cada seis meses elegían algunos caballos; con ese propósito se encontraban ahora en la isla.
Los caballerizos me condujeron ante el Sultán Mihraj y éste me dio hospedaje en su palacio. Como yo le contaba historias acerca de las costumbres y maneras de la gente de otras tierras, pareció muy complacido por mi presencia.
Un día vi a varios hombres cargando un barco en el puerto y noté que algunos de los bultos eran de los que yo había embarcado en Basora. Me dirigí al capitán del barco y le dije:
—Capitán, yo soy Simbad.
Siguió caminando.
—Ciertamente —dijo—
, los pasajeros y yo vimos a Simbad tragado por las olas a muchas millas de aquí.
Sin embargo, varios otros se acercaron y me reconocieron. Entonces, con palabras de felicitación por mi regreso, el capitán me devolvió los bultos.
Hice un obsequio de cierta importancia al Sultán Mihraj, quien me dio un rico donativo en compensación. Compré algunas mercaderías más y fui a Basora. Al llegar al puerto vendí mi embarque y me encontré con una fortuna de miles de dinares. Por eso resolví vivir en la comodidad y esplendidez.
EL SEGUNDO VIAJE
Pronto me cansé de esa pacífica existencia en Basora. Entonces, compré más mercaderías y me hice de nuevo a la mar con varios comerciantes. Después de haber tocado muchos puertos, desembarcamos un día en una isla solitaria, donde yo, que había comido y bebido bastante, me acosté y me quedé dormido.
Al despertar, me encontré con que mis amigos se habían marchado y el barco se había hecho a la vela. Al comienzo me sentí completamente abrumado y muy asustado; pero pronto empecé a conformarme y a perder el miedo.
Trepé a la copa de un árbol y, a la distancia, vi algo muy voluminoso y blanco. Bajé a tierra y corrí hacia ese objeto de extraña apariencia. Cuando estuve cerca de él, descubrí que era una gran bola de cerca de un metro y cuarto de circunferencia, suave como el marfil, pero sin ningún tipo de abertura. Era casi la hora de la puesta del sol, cuando repentinamente el cielo empezó a oscurecerse. Miré hacia arriba y vi un pájaro de gran tamaño, que avanzaba como una enorme nube hacia mí. Recordé que había oído hablar de un ave llamada Roc, tan inmensa que podría llevarse elefantes pequeños. Entonces me di cuenta de que ese enorme objeto que estaba mirando era un huevo de este pájaro.
A medida que él descendía, me estreché contra el huevo de manera que una de las extremidades de este animal alado quedó delante de mí. Su enorme pata era tan gruesa como el tronco de un árbol y me até firmemente a ella con la tela de mi turbante. Al amanecer, el pájaro se echó a volar y me sacó de la isla desierta. Tomó tanta altura que yo no podía ver la tierra y luego descendió tan velozmente que me desmayé. Cuando volví en mí, me encontré sobre suelo firme y con rapidez me desaté del paño que me sujetaba. Tan pronto como estuve libre, el ave, que había cogido una enorme serpiente, emprendió de nuevo el vuelo. Me encontré en un valle profundo, cuyos costados eran demasiado escarpados para escalarlos. A medida que andaba angustiado de acá para allá, advertí que el valle estaba sembrado de diamantes de gran tamaño y belleza. Pero pronto contemplé algo más que me causó temor: serpientes de tamaño gigantesco acechaban desde unos agujeros que había en todas partes.
Al llegar la noche, me guarecí en una cueva cuya entrada cerré con las mayores piedras que pude recoger. Pero el silbido de las serpientes me mantuvo despierto toda la noche. Cuando retornó el día, las serpientes se metieron en sus agujeros y yo, con gran temor, salí de mi cueva. Caminé y caminé alejándome de las serpientes hasta sentirme seguro, y me eché a dormir. Fui despertado por algo que cayó cerca de mi. Era un inmenso trozo de carne fresca y, poco después, vi muchos otros pedazos.
Tuve la certidumbre de que me encontraba en el Valle de los Diamantes, al cual los mercaderes arrojaban trozos de carne. Según ellos pensaban, las águilas acudirían a llevarse la carne en sus garras, de seguro con diamantes adheridos a ella. Me apresuré a recoger la mayor cantidad de diamantes que pude encontrar, los que introduje en una bolsa pequeña que amarré a mi cinturón. Luego busqué el mayor pedazo de carne que había caído sobre el valle. Lo amarré a mi cintura con la tela de mi turbante y me tendí boca abajo, en espera de las águilas.
Muy pronto, una de las más vigorosas hizo presa de la carne a mis espaldas y voló conmigo a su nido en la cumbre de la montaña. Los comerciantes empezaron a gritar para asustar a las águilas y cuando consiguieron que las aves abandonaran su presa, uno de ellos vino al nido donde yo estaba. Al comienzo el hombre se asustó de yerme ahí, pero, recobrándose, me preguntó por qué estaba en ese lugar. Pronto les conté a él y a los demás mi historia. Quedaron muy sorprendidos de mi habilidad y valentía. Después abrí mi bolsa y les mostré su contenido. Me dijeron que jamás habían contemplado diamantes de tanto brillo y tanto tamaño como los míos.
Los mercaderes y yo juntamos el total de nuestros diamantes. A la mañana siguiente abandonamos el lugar y atravesamos las montañas hasta llegar a un puerto. Tomamos un barco y navegamos hacia la isla de Roha, donde vendí algunos de mis diamantes y compré otras mercaderías. Regresé a Basora y después vine a Bagdad, mi ciudad natal, en la que viví en la abundancia a causa de las grandes ganancias que obtuve.
EL TERCER VIAJE
Como todavía no me acostumbraba a vivir tranquilamente, pronto decidí hacer un tercer viaje. Provisto de un cargamento de las más valiosas mercaderías de Egipto, de nuevo tomé un barco en el puerto de Basora. Después de unas pocas semanas de navegación, nos sobrevino una espantosa tempestad. Por último, debimos echar el anda junto a una isla de la que el capitán trató de alejarse con prontitud. Nos dijo que esta y otras islas cercanas estaban habitadas por enanos salvajes y peludos, quienes de repente nos atacarían en gran número.
Muy pronto una inmensa cantidad de estos temibles salvajes, de cerca de sesenta centímetros de alto, subió a bordo. Su ataque fue inesperado. Derribaron nuestras velas, cortaron nuestros cables, remolcaron el barco a tierra y a todos nos obligaron a ir a la playa.
Fuimos hacia el centro de la isla y llegamos a un enorme edificio. Era un palacio majestuoso con una puerta de ébano, que empujamos y abrimos. Empezamos a recorrer las grandes salas y habitaciones, y pronto descubrimos un cuarto donde había huesos humanos y restos de asados. Al instante apareció un negro horrible y alto como una palmera. Tenía un solo ojo, sus dientes eran largos y afilados, y sus uñas parecían las garras de un pájaro. A mí me tomó como si fuera un gatito, pero al encontrarse con que yo sólo era piel y huesos, me puso de nuevo en tierra. El capitán, por ser el más gordo del grupo, fue el primero en ser devorado. Cuando el monstruo terminó su comida, se tendió sobre un gran banco de piedra existente en la habitación, y se quedó dormido, roncando más sonoramente que un trueno. Así durmió hasta el amanecer, en que se marchó.
Entonces dije a mis amigos:
—No perdamos tiempo en quejas inútiles. Apresurémonos a buscar madera para hacer botes.
Encontramos algunas vigas en la playa y trabajamos firme para hacer los botes antes de que el gigante regresara. Por falta de herramientas, nos sorprendió el crepúsculo sin que nosotros hubiéramos terminado de fabricarlos. Mientras nos preparábamos para alejarnos de la playa, apareció el horrible gigante y nos condujo a su palacio como si fuésemos un rebaño de ovejas. Lo vimos comerse a otro de nuestros compañeros y luego tenderse a dormir. Nuestra situación desesperada nos infundió coraje. Nueve de nosotros nos levantamos sin hacer ruido y pusimos las puntas de los asadores al fuego hasta que enrojecieron. Después las introdujimos al mismo tiempo en el ojo del monstruo. Profirió un alarido espantoso y trató, en vano, de coger a alguno de nosotros. En seguida, abrió la puerta de ébano y abandonó el palacio.
No permanecimos mucho rato en nuestro encierro, sino que nos apresuramos a ir a la playa. Alistados los botes, sólo esperamos la luz del día para aparejarles las velas. Pero al romper el alba vimos a nuestro cruel enemigo que venía acompañado de dos gigantes de su mismo tamaño y seguido por muchos otros de la misma clase. Saltamos sobre nuestros botes y nos alejamos de la playa a fuerza de remos y ayudados por la marea. Los gigantes, viéndonos a punto de escapar, desprendieron grandes trozos de roca y, metiéndose en el agua hasta la altura de sus cinturas, las arrojaron en contra nuestra con una fuerza increíble. Hundieron todos los botes, con excepción de uno, en el que yo me encontraba. Así, el total de mis amigos se ahogó, salvo dos. Remamos tan rápidamente como fuimos capaces, y nos pusimos fuera del alcance de los monstruos.
Permanecimos dos días en el mar y, por fin, encontramos una isla agradable en la cual desembarcamos. Después de comer algo de fruta, nos acostamos a dormir. Sin embargo, pronto fuimos despertados por el silbido de una serpiente, y uno de mis compañeros fue engullido de inmediato por la terrible criatura. Subí a un árbol tan velozmente como pude y alcancé las ramas más altas. Mi otro compañero me siguió, pero el terrible animal reptó por el árbol y lo cogió. Entonces, la serpiente bajó y se escurrió a lo lejos. Esperé hasta el día siguiente antes de abandonar mi refugio. Al llegar el atardecer, amontoné palos, zarzas y espinas en unos hatillos que coloqué alrededor del árbol hasta donde empiezan las ramas. Después subí a las más altas. Por la noche la serpiente regresó otra vez, pero no pudo acercarse debidamente. Se arrastró en vano alrededor del vallado de zarza y espinas hasta el amanecer, instante en que se alejó.
Al otro día yo estaba en tal estado de afiebramiento que decidí arrojarme al mar. Pero en el momento en que me disponía a saltar, vi las velas de un barco a cierta distancia. Con el lienzo de mi turbante hice una especie de bandera blanca como señal, la que agité hasta que fui visto por la gente del barco. Me llevaron a bordo y ahí conté todo lo que me había sucedido.
El capitán fue muy amable y me dijo que tenía unos fardos de mercaderías que habían pertenecido a un comerciante al que, por casualidad, había dejado abandonado en la isla. Como este hombre ahora estaba muerto, quería vender las mercaderías y dar el dinero a los amigos del comerciante. El capitán agregó que yo podría tener la oportunidad de venderlas y así ganar un poco de dinero. Descubrí que éste era el capitán con quien había navegado en mi segundo viaje. Pronto lo hice recordar que yo era realmente Simbad, a quien él creía perdido. Se alegró de ello y de inmediato dijo que las mercaderías eran mías. Continué mi viaje, vendí mis existencias, reuní una gran fortuna y retorné a Bagdad.
EL CUARTO VIAJE
Mi afición a viajar por países extraños pronto despertó nuevamente, pues me sentí aburrido de los placeres del hogar. Entonces puse todo en orden y me fui por tierra a Persia. Allí compré una gran cantidad de mercancías, cargué un barco y navegué de nuevo. El velero chocó contra una roca y el cargamento se perdió. Varios viajeros y yo fuimos llevados por la corriente hasta una isla habitada por negros salvajes. Estos nos condujeron a sus chozas y nos dieron yerbas para comer. Mis compañeros las aceptaron de inmediato, porque tenían hambre. Pero el malestar que yo sentía me impidió comer. Muy pronto observé que las yerbas hacían perder la razón a mis amigos. Luego nos ofrecieron arroz mezclado con aceite de cocos y mis amigos lo engulleron en gran cantidad. Todo esto los hizo sabrosos para el gusto de los negros, que fueron comiéndose uno tras otro a mis infelices amigos.
Pero yo estaba tan enfermo que ellos no pensaron en prepararme para ser comido. Me dejaron al cuidado de un viejo, de quien, por último, me escapé. Tuve la precaución de tomar un rumbo diferente al que los negros utilizaban, y no me detuve hasta el anochecer; dormí un poco y luego continué mi viaje. Al cabo de siete días avisté la playa, donde encontré a cierto número de personas blancas que recogían pimienta. Me preguntaron, en lengua árabe, quién era y de dónde venía. Les conté la historia de mi naufragio y de mi escapada de los negros salvajes. Me trataron muy amablemente y me llevaron ante su Rey, que fue muy bueno conmigo.
Durante mi permanencia entre esa gente vi que cuando el Rey y sus nobles iban de caza, cabalgaban sin riendas y sin sillas de montar, de las cuales nunca habían oído hablar. Con la ayuda de algunos artesanos hice unas bridas y una montura, se las coloqué a uno de los caballos del Rey y le entregué el animal. Se puso tan contento, que subió inmediatamente y cabalgó casi todo el día por los alrededores. Los ministros de Estado y los nobles me pidieron que también les hiciera sillas y riendas para sus caballos. Me dieron tan costosos regalos por ellas, que pronto llegué a ser muy rico.
Por último, el Rey quiso que me casara y fuese un miembro de su nación. Por múltiples razones, yo no podía rehusar su petición. Entonces me asignó una de las damas de su Corte, la cual era joven, rica, hermosa y buena. Vivimos con la mayor de las felicidades en un palacio perteneciente a mi esposa.
También había hecho amistad con un hombre muy digno de este lugar. Un día supe que su mujer había muerto y me apresuré a darle mi pésame por esa sensible pérdida. Nos quedamos a solas y parecía estar en la más profunda angustia. Después de que le hablé por un rato de lo inútil de su tristeza, me dijo que era ley del país que el marido debía ser enterrado vivo con la esposa muerta. Por lo tanto, dentro de una hora debería morir. Temblé de miedo ante esa mortal costumbre.
En un momento, la mujer fue vestida con sus joyas y sus trajes más costosos, y colocada en un ataúd abierto. La marcha fúnebre comenzó y el marido caminó siguiendo el cuerpo de la muerta. El cortejo llegó a la cumbre de una alta montaña, donde la gente removió una gran piedra que cubría la boca de un pozo muy profundo. El féretro fue deslizado hacia abajo y el marido, después de despedirse de sus amigos, fue puesto dentro de otro ataúd abierto; en él había también un cántaro de agua y siete panes. Enseguida, este segundo ataúd fue deslizado hasta el fondo del pozo. Volvieron a colocar la piedra en la boca de la cueva y todos retornaron a sus hogares.
El horror de esta escena aún estaba fresco en mi mente, cuando mi esposa cayó enferma y murió. El Rey y la Corte entera, a pesar de su cariño por mí, comenzaron a preparar el mismo tipo de funeral. Oculté mi sentimiento de horror hasta que llegamos a la cumbre de la montaña. Ahí me eché a los pies del Rey y le pedí me hiciera gracia de la vida. Todo lo que dije fue inútil y después de enterrada mi esposa también fui depositado en el pozo hondo, sin que nadie hiciera caso de mis gritos. Desperté el eco de la cueva con mis alaridos.
Viví algunos días con el pan y el agua que habían sido puestos en mi ataúd. Pero estas provisiones rápidamente se acabaron. Entonces, caminé hacia un extremo de esta horrorosa cueva y me tendí para morir. Así estaba, deseando solamente que la muerte viniera pronto, cuando de repente oi algo que caminaba y jadeaba mucho. Me levanté de golpe, la cosa jadeó aun más y luego huyó. La perseguí; a veces parecía detenerse, pero, al acercarme, de nuevo avanzaba delante de mi. La seguí hasta que, a lo lejos, vi una luz débil como una estrella. Esto me hizo persistir en mi avance hasta que, por fin, encontré un agujero lo bastante ancho para permitirme escapar.
Me arrastré a través de la abertura y me encontré sobre la playa. Supe entonces que la criatura era un monstruo marino que tenía la costumbre de entrar a la cueva y alimentarse de los cadáveres. La montaña, según noté, corría muchos kilómetros entre la ciudad y el mar. Sus costados cubiertos me ponían a salvo de cualquier arma en manos de quienes me habían enterrado vivo. Me puse de rodillas y agradecí a Dios por haberme librado de la muerte.
Después de comer algunos mariscos, regresé a la cueva y reuní todas las joyas que pude encontrar en la oscuridad. Las llevé a la playa, las puse dentro de unas bolsas y las amarré con las cuerdas con que se bajaban los ataúdes. Luego permanecí junto a la playa en espera de algún barco que pudiera pasar. Al cabo de un par de días un velero salió del puerto y pasó cerca de ese lugar. Hice una señal y fui llevado a bordo. Me vi obligado a decir que había naufragado. Si hubieran conocido mi verdadera historia, yo habría sido enviado de vuelta, pues el capitán era un nativo del país. Tocamos tierra en varias islas, y en el puerto de Kela hallé un barco listo para zarpar hacia Basora. Di algunas joyas al capitán que me condujo hasta Kela y navegué para arribar finalmente a Bagdad.
EL QUINTO VIAJE
Ya olvidado de los peligros de mis primeros viajes, construí un velero a mis expensas, lo cargué con ricas mercaderías y, llevando conmigo a otros comerciantes, me hice una vez más a la vela. Después de habernos extraviado a causa de una tormenta, desembarcamos en una isla desierta en busca de agua fresca. Ahí encontramos un huevo de pájaro Roc, igual en tamaño al que yo había visto antes. Los mercaderes y marinos se reunieron a su alrededor. Aunque les recomendé no tocarlo ni hacer nada con él, lo partieron con sus hachas; extrajeron el polluelo de Roc y lo asaron. Apenas habían terminado, vimos venir volando hacia nosotros dos grandes pájaros. Nos apresuramos a subir a bordo y nos pusimos a navegar. No habíamos avanzado mucho cuando vimos las dos enormes aves que nos seguían y que pronto estuvieron volando sobre la embarcación. Una dejó caer una gigantesca piedra al mar, muy junto al barco. La otra soltó una piedra similar, que dio medio a medio de la cubierta. La embarcación se hundió.
Me así a una viga librada del naufragio y, conducido por la corriente y la marea, llegué a una isla de orilla muy escarpada. Lo qué tierra seca y me refresqué con fruta fina y agua pura. Caminé un poco hacia el interior de la isla y vi a un débil anciano sentado cerca de la ribera. Al preguntarle cómo había llegado hasta ahí, sólo respondió pidiéndome, por medio de señales, que lo trasladara al otro lado del arroyo para poder comer algo de fruta. Lo tomé sobre mis hombros y atravesé. Pero, en vez de bajarse, apretó con tanta firmeza sus piernas alrededor de mi garganta que llegué a temer que me estrangulara. Dolorido y asustado, me desmayé de repente. Al volver en mí, el anciano aún estaba en su primera posición. Me obligó a levantarme rápidamente y a caminar bajo los árboles, mientras él cogía fruta a su gusto. Esto duró un largo tiempo.
Un día, conduciéndolo por los contornos, arranqué una enorme calabaza, la limpié y exprimí dentro de ella el jugo de algunas uvas. La llené y lo dejé fermentar por varios días, hasta que, a la larga, el jugo se transformó en un vino excelente. Bebí de él y por unos momentos olvidé mis sufrimientos y empecé a cantar animadamente. El anciano me hizo darle la calabaza y, al gustar el sabor del vino, tomó hasta emborracharse, cayó de mis hombros y murió al fondo de un precipicio.
Me apresuré a marchar hacia la playa y pronto me encontré con la tripulación de un barco. Me dijeron que había estado en poder del Viejo del Mar y que era el primer individuo que lograba escapar de sus manos. Navegué con ellos, y cuando desembarcamos, el capitán me presentó a ciertas personas cuyo trabajo era reunir cocos. Todos cogíamos piedras y las lanzábamos contra los monos situados en las copas de los cocoteros. Estos animales nos respondían arrojándonos infinidad de cocos. Una vez obtenida una cantidad que podíamos llevar con nosotros, regresábamos a la ciudad. Pronto tuve una buena suma de dinero, derivada de la venta de los cocos que había juntado y, por último, navegué hacia mi tierra natal.
EL SEXTO VIAJE
Al cabo de un año, estuve preparado para el sexto viaje. Este resultó muy largo y lleno de peligros, pues el piloto perdió el rumbo y no supo hacia dónde conducir el barco. Por fin nos dijo que, seguramente, nos haríamos pedazos contra unas rocas cercanas, hacia las cuales íbamos con rapidez. En unos pocos instantes, el velero había naufragado. Salvamos nuestras vidas, algunos alimentos y nuestras mercaderías.
—Ahora —dijo el capitán—, cada hombre puede cavar su propia tumba.
La playa a la que habíamos sido lanzados estaba al pie de una montaña imposible de escalar. Así las cosas, muy en breve vi a mis compañeros morir uno tras otro. En la roca había una cueva de temible aspecto en la que penetraba un río. Yo ya había perdido toda esperanza así es que decidí intentar salvarme a través de ese río. Me puse a trabajar e hice una balsa. La cargué con fardos de ricas telas y grandes trozos de cristal de roca, de los cuales la montaña estaba formada en su mayor parte. Subí a bordo de la balsa y me arrastró la corriente. Luego desapareció todo vestigio de luz, durante muchos días me deslicé en la oscuridad y, por último, me quedé totalmente dormido.
Cuando desperté, me encontré en un país encantador. Mi balsa estaba atada a la orilla y algunos negros me dijeron que me habían encontrado flotando en el río que regaba sus tierras. Me alimentaron y después me preguntaron cómo había llegado hasta ahí. Me condujeron, juntamente con mis mercaderías, a presencia de su Rey.
Una vez que estuvimos en la ciudad de Senderib, narré mi historia al Rey y éste dio órdenes de escribirla en letras de oro. Obsequié al soberano algunos de los trozos más bellos de cristal de roca y le rogué que me permitiera retornar a mi país, lo que consintió de inmediato. Más aún, me entregó una carta y algunos regalos dirigidos a mi propio príncipe, el califa Harún ar-Rashid. Estos eran un rubí convertido en una copa y cubierto de perlas; la piel de una serpiente que parecía de oro puro y podía curar todas las enfermedades; madera de áloe y alcanfor; y, además, una esclava de admirable belleza. Regresé a mi país, entregué los regalos al califa y éste me dio las gracias y una recompensa.
EL SEPTIMO y ULTIMO VIAJE
Un día, el califa Harún ar-Rashid envió por mí y me dijo que debía llevar un obsequio al rey de Senderib. A causa de mi edad y de los riesgos antes pasados, traté de rehuir el encargo del califa. Le resumí los graves peligros de mis otros viajes, pero no pude persuadirlo de que me dejara permanecer en mi hogar.
En suma, arribé a Senderib y solicité ver inmediatamente al Rey. Fui conducido al palacio con mucho respeto y puse en manos del monarca la carta y el obsequio del califa. Este consistía en ciertas obras de arte de gran belleza y extraordinariamente valiosas. El Rey, muy complacido por este regalo, expresó su agrado y también se refirió extensamente a lo mucho que estimaba mis servicios. Cuando me despedí, me dio algunos ricos regalos. A poco de hacernos a la mar, el barco fue atacado por unos piratas, quienes se apoderaron del velero y se alejaron, llevándonos a nosotros como esclavos.
Fui vendido a un mercader que, descubriendo que manejaba con cierta habilidad el arco y la flecha, me hizo subir tras de sí en un elefante y me llevó a una Inmensa foresta del país. Mi amo deseaba que yo me subiera a un árbol muy alto y allí esperara el paso de alguna manada de elefantes. Entonces debía dispararles flechas a cuantos pudiera y, si uno de ellos caía, debería correr a la ciudad y avisar al comerciante. Después de estas instrucciones, me entregó una bolsa con alimentos y me dejó solo. En la mañana del segundo día, avisté un gran número de elefantes y herí a uno de ellos mientras los demás huían. Regresé corriendo a la ciudad y di cuenta a mi amo. Quedó muy contento de mí y me alabó durante un buen rato. Regresamos al bosque y cavamos un hoyo en el cual el elefante debía permanecer hasta el momento de matarlo y, principalmente, de extraerle los colmillos.
Desempeñé ese mismo trabajo, con el arco y la flecha, por casi dos meses. En verdad, cada día que pasaba yo daba muerte a un elefante. Pero, una mañana, todos estos vinieron hacia el árbol sobre el que me encontraba y lo sacudieron horriblemente. Uno de ellos rodeó el tronco con su trompa y lo arrancó de raíz. Caí junto al árbol y el animal me puso encima de su lomo. Luego, a la cabeza de la manada, me llevó a un sitio donde me depositó nuevamente en tierra y, enseguida, todos se marcharon.
Me di cuenta de que me encontraba en una amplia y enorme colina, enteramente cubierta de huesos y colmillos de elefantes. Era su cementerio. Una vez más regresé a la ciudad a dar la noticia a mi amo, que pensaba que yo había perecido, porque había visto el árbol derribado, mi arco y mis flechas. Le conté lo que en realidad había sucedido y lo conduje a la colina del cementerio. Cargamos el elefante que nos transportaba con todos los colmillos que nos fue posible, y tuvimos tantos como un hombre puede recolectar en su vida entera. El comerciante dijo que no sólo él sino que toda la ciudad me debía mucho. Por esto, debería regresar a mi país con bastante riqueza para tener una vida feliz. Mi amo cargó un barco con ébano y los otros comerciantes me hicieron costosísimos regalos.
Llegué a Basora y desembarqué mi marfil, que valía todavía mucho más dinero de lo que yo había pensado. Inicié un viaje por tierra con varios mercaderes hasta Bagdad, donde fui a ver al califa y le informé de cómo había cumplido sus órdenes. Quedó tan sorprendido de mi historia de los elefantes, que mandó escribirla en letras de oro y ponerla en su palacio.
—Ahora que he terminado de contarte mis viajes —dijo Simbad—, yo te preguntaré, ¿no es justo que, a su término, yo pueda gozar de una vida quieta y pacífica?
Simbad el Cargador besó la mano del antiguo viajero y dijo:
—Yo pienso, señor, que mereces todas las riquezas y comodidades de que gozas. ¡Ojalá puedan durarte por una larga vida!
Simbad le dio ricos presentes, le recomendó que abandonara su trabajo de mandadero y le ordenó que todos los días viniera a comer con él.