martes, 30 de septiembre de 2008

Mazazos


Daniel tenía un don especial: era el único capaz de ver el "mazo de la verdad" de todo el mundo. Al principio no sabía qué era aquel gran bloque de hierro que sólo él veía sobre las cabezas de toda la gente, pero con el tiempo, se dio cuenta de que estaba relacionado con las mentirijillas, esas que la gente dice para evitar herir a alguien, molestarle o contrariarle. Daniel había comprobado que cada vez que a una persona le contaban una de esas pequeñas mentiras piadosas, el mazo se separaba un poco más de la cabeza, subiendo hacia arriba.
Así que cuanto más engañado estaba alguien, más lejos de la cabeza tenía el mazo. Al principio, a Daniel le hacía mucha gracia ver mazos verdaderamente altos, hasta que un día descubrió que los mazos también caían: cuando la persona descubría la verdad, era como si ya nada sostuviera el mazo en lo alto, y éste bajaba de golpe, machacando a quien estaba debajo. "Es curioso", pensó al ver en directo uno de aquellos porrazos, "toda esa gente trataba de evitar que este pobre señor sufriera, pero lo único que hacían era.. ¡coger carrerilla para darle más fuerte!"
Aquel descubrimiento le pareció tan importante a Daniel, que escribió un estupendo libro sobre el tema. Todos le contaron lo mucho que les había gustado y lo buen escritor que era; le hicieron entrevistas y empezó a dar a conferencias y a sentirse genial por estar ayudando a tanta gente. Hasta que un día alguien le pidió que le firmara un ejemplar de su libro. Lo abrió, y vio que estaba vacío... y sólo tuvo tiempo de mirar arriba antes de recibir su gran mazazo.
Nadie lo había leído. Un error de imprenta hizo que saliera vacío.

Con tantas ilusiones destrozadas de golpe, Daniel tuvo fuerzas para sonreir. Verdaderamente, hacía falta un libro como el suyo...

(Cuentos para dormir)

Gorg, el Gigante




Gorg el gigante vivía desde hacía siglos en la Cueva de la Ira. Los gigantes eran seres pacíficos y solitarios hasta que el rey Cío el Terrible les acusó de arruinar las cosechas y ordenó la gran caza de gigantes. Sólo Gorg había sobrevivido, y desde entonces se había convertido en el más feroz de los seres que habían existido nunca; resultaba totalmente invencible y había acabado con cuantos habían tratado de adentrarse en su cueva, sin importar lo valientes o poderosos que fueran.

Muchos reyes posteriores, avergonzados por las acciones de Cío, habían tratado de sellar la paz con Gorg, pero todo había sido en vano, pues su furia y su ira le llevaban a acabar con cuantos humanos veía, sin siquiera escucharles. Y aunque los reyes dejaron tranquilo al gigante, no disminuyó su odio a los humanos, pues mucho aventureros y guerreros llegaban de todas partes tratando de hacerse con el fabuloso tesoro que guardaba la cueva en su interior.

Sin embargo, un día la joven princesa fue mordida por una serpiente de los pantanos, cuyo antídoto tenía una elaboración secreta que sólo los gigantes conocían, así que el rey se vio obligado a suplicar al gigante su ayuda. Envió a sus mejores guerreros y a sus más valientes caballeros con la promesa de casarse con la princesa, pero ni sus mágicos escudos, ni las más poderosas armas, ni las más brillantes armaduras pudieron nada contra la furia del gigante. Finalmente el rey suplicó ayuda a todo el reino: con la promesa de casarse con la princesa, y con la ayuda de los grandes magos, cualquier valiente podía acercarse a la entrada de la cueva, pedir la protección de algún conjuro, y tratar de conseguir la ayuda del gigante.

Muchos lo intentaron armados de mil distintas maneras, protegidos por los más formidables conjuros, desde la Fuerza Prodigiosa a la Invisibilidad, pero todos sucumbieron. Finalmente, un joven músico apareció en la cueva armado sólo con un arpa, haciendo su petición a los magos: "quiero convertirme en una bella flor y tener la voz de un ángel".

Así apareció en el umbral de la cueva un flor de increíble belleza, entonando una preciosa melodía al son del arpa. Al oir tan bella música, tan alejada de las armas y guerreros a que estaba acostumbrado, la ira del gigante fue disminuyendo. La flor siguió cantando mientras se acercaba al gigante, quien terminó tomándola en su mano para escucharla mejor. Y la canción se fue tornando en la historia de una joven princesa a punto de morir, a quien sólo un gigante de buen corazón podría salvar. El gigante, conmovido, escuchaba con emoción, y tanta era su calma y su tranquilidad, que finalmente la flor pudo dejar de cantar, y con voz suave contó la verdadera historia, la necesidad que tenía la princesa de la ayuda del gigante, y los deseos del rey de conseguir una paz justa y durarera.

El gigante, cansado de tantas luchas, viendo que era verdad lo que escuchaba, abandonó su cueva y su ira para curar a la princesa. Y el joven músico, quien además de domar la ira del gigante, conquistó el corazón de la princesa y de todo el reino, se convirtió en el mejor de los reyes.

(Cuentos para dormir)

La Sopa de Letras


Había una vez un villano muy malvado y desagradable, que sólo pensaba en ganar dinero y al que ver contento a alguien le molestaba muchísimo. Y lo que menos aguantaba era que las personas fueran educadas y corteses al hablar, y pidieran las cosas por favor, dijeran "gracias" y "de nada", y sonrieran al decir algo. El villano pensaba que todas esas palabras eran un gasto inútil y no servían para nada, así que dedicó mucho tiempo a inventar una gran máquina de robar palabras.
Con su máquina, planeaba robar todos los "por favor", "gracias" o "de nada" que la gente dijera, convencido de que nadie lo notaría, para luego separar las letras y venderlas a los fabricantes de libros.

Así que cuando encendió su máquina, todo el mundo abría la boca para ser amable y educado, pero no decía nada, y todas aquellas palabras robadas iban a parar a la gran máquina. Tal y como esperaba, al principio no pasó nada, parecía que la gente no necesitaba ser cortés. Pero al poco tiempo, la gente se empezó a sentir siempre de mal humor, haciendo todas las cosas de mala gana, y todos pensaban que estaban hartos de que los demás fueran siempre con exigencias, así que en unos días todo el mundo se enfadaba y se peleaba por cualquier cosa.
El villano estaba terriblemente contento de su éxito, pero no contaba con unas niñas muy especiales. Aquellas niñas era mudas y tenían que hablar por signos. Y como la máquina no podía robar gestos, las niñas seguían siendo amables y corteses, y en seguida se dieron cuenta de lo que pasaba con el resto de la gente, y descubrieron los planes del villano.
Así que las niñas le siguieron hasta su guarida en lo alto de una colina junto al mar, donde encontraron la enome máquina almacenando letras y letras. Aprovechando que el villano dormía la siesta, se acercaron a la máquina y empezaron a ser corteses y amables entre ellas. La máquina no podía robar aquellas palabras, y empezó a sufrir una gran sobrecarga, tan grande, que la máquina no pudo soportarla, y explotó, lanzando al cielo todas las letras guardadas, formando una lluvia de letras que fueron cayendo poco a poco, hasta acabar en el mar. Entonces todos pudieron volver a ser amables y corteses, y los enfados y peleas acabaron, demostrando que los buenos modales son muy útiles para mantener más unidas y felices a las personas.

Y así fue como surgió la primera sopa de letras, que dio la idea a las niñas para montar una fábrica de sopas de letras con la que tuvieron muchísimo éxito.

(Cuentos para dormir)

La Luna Roja


Había una vez un pequeño planeta muy triste y gris. Sus habitantes no lo habían cuidado, y aunque tenían todos los inventos y naves espaciales del mundo, habían tirado tantas basuras y suciedad en el campo, que lo contaminaron todo, y ya no quedaban ni plantas ni animales.
Un día, caminando por su planeta, un niño encontró una pequeña flor roja en una cueva. Estaba muy enferma, a punto de morir, así que con mucho cuidado la recogió con su tierra y empezó a buscar un lugar donde pudiera cuidarla. Buscó y buscó por todo el planeta, pero estaba tan contaminado que no podría sobrevivir en ningún lugar. Entonces miró al cielo y vio la luna, y pensó que aquel sería un buen lugar para cuidar la planta.
Así que el niño se puso su traje de astronauta, subió a una nave espacial, y huyó con la planta hasta la luna. Lejos de tanta suciedad, la flor creció con los cuidados del niño, que la visitaba todos los días. Y tanto y tan bien la cuidó, que poco después germinaron más flores, y esas flores dieron lugar a otras, y en poco tiempo la luna entera estaba cubierta de flores.
Por eso de cuando en cuando, cuando las flores del niño se abren, durante algunos minutos la luna se tiñe de un rojo suave, y así nos recuerda que si no cuidamos la Tierra, llegará un día en que sólo haya flores en la luna.
(De la web: Cuentos para dormir)

Mi pequeño mundo se ha roto


Había una vez un muelle que vivía tranquilo y seguro dentro de su bolígrafo. Aunque oía muchas cosas procedentes del exterior, vivía creyendo que fuera de su mundo, el bolígrafo, no había nada bueno. Sólo pensar en dejar su bolígrafo le daba tal miedo que no le importaba pasar su vida encogiéndose y estirándose una y otra vez en el minúsculo espacio del boli.
Pero un día, se ácabó la tinta, y cuando su dueño lo fue a cambiar tuvo un despiste. El muelle saltó por los aires y fue a parar al desagüe del lavabo, y por ahí se perdió de vista. El muelle, aterrorizado y lamentándose de su suerte, atravesó tuberías y tuberías, pensando siempre que aquello era su fin. Durante el viaje por las cañerías no se atrevió a abrir los ojos de puro miedo, sin dejar ni un momento de llorar. Arrastrado por el agua, siguió, siguió y siguió, hasta ir a parar a un río; cuando la corriente perdió fuerza, al ver que todo se calmaba, dejó de llorar y escuchó a su alrededor, y al oír sólo los cantos de los pájaros y el viento en las hojas de los árboles, se animó a abrir los ojos. Entonces pudo ver las aguas cristalinas del río, las piedras del fondo, y los peces de colores que en él vivían y jugaban, y comprendió que el mundo era mucho más que su pequeño bolígrafo, y que siempre había habido muchas cosas en el exterior esperando para disfrutarlas.
Así que después de jugar un rato con los peces, fue a parar a la orilla, y después a un campo de flores. Allí escuchó un llanto, que le llevó hasta una preciosa flor que había sido pisada por un conejo y ya no podía estar recta. El muelle se dio cuenta entonces de que él podía ayudar a aquella flor a mantenerse recta, y se ofreció para ser su vestido. La flor aceptó encantada, y así vivieron juntos y alegres. Y siempre reían al recordar la historia del muelle, cuando pensaba que lo único que había en la vida, era ser el triste muelle de un bolígrafo.
(De la web: Cuentos para dormir)

Las Lenguas Hechizadas


Hubo una vez un brujo malvado que una noche robó mil lenguas en una ciudad, y después de aplicarles un hechizo para que sólo hablaran cosas malas de todo el mundo, se las devolvió a sus dueños sin que estos se dieran cuenta.
De este modo, en muy poco tiempo, en aquella ciudad sólo se hablaban cosas malas de todo el mundo: "que si este había hecho esto, que si aquel lo otro, que si este era un pesado y el otro un torpe", etc... y aquello sólo llevaba a que todos estuvieran enfadados con todos, para mayor alegría del brujo.
Al ver la situación , el Gran Mago decidió intervenir con sus mismas armas, haciendo un encantamiento sobre las orejas de todos. Las orejas cobraron vida, y cada vez que alguna de las lenguas empezaba sus críticas, ellas se cerraban fuertemente, impidiendo que la gente oyera. Así empezó la batalla terrible entre lenguas y orejas, unas criticando sin parar, y las otras haciéndose las sordas...
¿Quién ganó la batalla? Pues con el paso del tiempo, las lenguas hechizadas empezaron a sentirse inútiles: ¿para qué hablar si nadie les escuchaba?, y como eran lenguas, y preferían que las escuchasen, empezaron a cambiar lo que decían. Y cuando comprobaron que diciendo cosas buenas y bonitas de todo y de todos, volvían a escucharles, se llenaron de alegría y olvidaron para siempre su hechizo.
Y aún hoy el brujo malvado sigue hechizando lenguas por el mundo, pero gracias al mago ya todos saben que lo que único que hay que hacer para acabar con las críticas y los criticones, es cerrar las orejas, y no hacerles caso.

(De la web: Cuentos para dormir)

El Gran Palacio de la Mentira


Todos los duendes se dedicaban a construir dos palacios, el de la verdad y el de la mentira. Los ladrillos del palacio de la verdad se creaban cada vez que un niño decía una verdad, y los duendes de la verdad los utilizaban para hacer su castillo. Lo mismo ocurría en el otro palacio, donde los duendes de la mentira construían un palacio con los ladrillos que se creaban con cada nueva mentira. Ambos palacios eran impresionantes, los mejores del mundo, y los duendes competían duramente porque el suyo fuera el mejor.Tanto, que los duendes de la mentira, mucho más tramposos y marrulleros, enviaron un grupo de duendes al mundo para conseguir que los niños dijeran más y más mentiras. Y como lo fueron consiguiendo, empezaron a tener muchos más ladrillos, y su palacio se fue haciendo más grande y espectacular. Pero un día, algo raro ocurrió en el palacio de la mentira: uno de los ladrillos se convirtió en una caja de papel. Poco después, otro ladrillo se convirtió en arena, y al rato otro más se hizo de cristal y se rompió. Y así, poco a poco, cada vez que se iban descubriendo las mentiras que habían creado aquellos ladrillos, éstos se transformaban y desaparecían, de modo que el palacio de la mentira se fue haciendo más y más débil, perdiendo más y más ladrillos, hasta que finalmente se desmoronó.Y todos, incluidos los duendes mentirosos, comprendieron que no se pueden utilizar las mentiras para nada, porque nunca son lo que parecen y no se sabe en qué se convertirán.

(De la web: Cuentos para dormir)

El duende de los sueños

Una madre estaba harta de que todos los sábados sus hijos se durmiesen tarde. El motivo era que el duende de los sueños no venía a cantarles una nana, como hacía todas las noches de los demás días de la semana. Por eso decidió llamar al duende. -Me es imposible -se disculpó el duendecillo-, Los sábados tengo mucho que hacer, pues el domingo es día de fiesta y los duendes tenemos que ordenar el mundo para que esté más bello. No sólo debo ir al campo para ver si el viento ha quitado el polvo a la hierba y a las flores. ¡Además tengo que subir al cielo . -¿ Para qué? -preguntó la madre. -Para bajar las estrellas una a una y darles brillo. -Eso no es cierto, las estrellas están fijas en el cielo -dijo la mujer. -¿Lo va a saber usted mejor que yo? -protestó el duendecillo. La madre estaba dispuesta a discutir el tema, pero vio a sus niños dormidos y no quiso despertarlos. Así es que nunca sabremos si las estrellas están fijas o no.



(De la web de Galeia)

El Agujero en el agua


Hace muchos años un muchacho se enamoró de una bella joven, pero al pedirla en matrimonio, ésta le dijo que su hada madrina le había puesto una condición : se casaría con quien fuera capaz de hacer un agujero en el agua. -jEso es imposible! -dijo el joven. -Mi hada madrina me ha asegurado que quien de verdad me ame, lo logrará. El enamorado pensó y pensó y anduvo por muchos lugares en busca de una solución. Hasta que llegó a las tierras frías del norte y al ver un lago que estaba helado comprendió que ahí se podía hacer un agujero en el agua. Gracias a eso se casó con su amada y fueron muy felices.

(De la web de Galeia)

lunes, 29 de septiembre de 2008

Cuento de Dragones y Princesas


Cuando Kerpo llegó al mundo, su mamá dragona lo miró con ojos llameantes.
Lo vio tan bello que supo que su vigésimo séptimo hijo no sería un dragón más.
Y es que Kerpo era particularmente hermoso, con su cuerpo regordete y rollizo. Su piel escamosa era de un verde brillante y sus dos alas se movían acompasadamente, provocando delicadas brisas o violentas ráfagas.
Si uno lo miraba profundamente a los ojos, podía conocer el color de todos los atardeceres de Siam, la aldea cercana a su hogar. Como todo dragón que se precie de tal, tímidos fueguitos asomaban por debajo de su lengua.
A medida que fue creciendo, su belleza lo tornó famoso. Dragonas de otras comunidades venían a conocerlo, a admirarlo. Y es que Kerpo era ahora todo un dragón adolescente, dueño de una belleza salvaje y capaz de producir llamaradas indómitas.
Sus admiradoras lo acosaban, lo perseguían, lo invitaban a tomar el té en hermosas cazuelitas de porcelana. Le escribían cartas apasionadas, aunque habitualmente su fogosa mirada las quemaba antes de llegar a leerlas.
Pero a Kerpo no le importaban demasiado aquellas dragonas cabecitas huecas y atrevidas. Prefería seguir con su vida simple de dragón, que es una vida muy hogareña y familiar.
Se levantaba cada mañana, se lavaba los dientes con aguarrás y una vez por semana se hacía gárgaras con pólvora, para que su fuego tuviera también algún efecto sonoro.
Después, caminaba por las colinas de Siam, siempre alerta, ya que no eran pocos los cazadores de dragones por aquellas comarcas.
Luego, compartía con su familia un plato de cerezos maduros y entonces, sólo entonces, cuando salían las primeras estrellas, se aventuraba por la aldea.
Una de esas tantas noches, conoció a la princesa Lee-Fú, que en mongol antiguo significa “amante de dragones”. Lee-Fú no sabía el significado de su nombre, ya que la única profesora de mongol antiguo de Siam, se había fugado con un luchador de sumo.
Aquella noche, la princesa se encontraba en sus aposentos reales, con su túnica de seda bordada en hilos de oro, que era la que usaba de entre casa, por si se manchaba con sopa de tortuga. Se había peinado con un alto rodete sujeto con dos palitos.
Silenciosamente, Kerpo se introdujo por una ventana, en el cuarto de Lee-Fú. Observó a la princesa que, de espaldas, se pintaba las uñas de los pies con esmalte de cañas de bambú.
Kerpo sintió que el corazón le ardía. El amor lo consumía, lo incendiaba,
lo incineraba.
Cuando Lee-Fú hubo terminado de pintarse sus dedos meñiques, que eran los más difíciles, se incorporó. Fue entonces cuando sus ojos rasgados se encontraron con los del dragón.
Lejos de asustarse, Lee-Fú lo recibió con amabilidad y le ofreció tomar asiento en un taburete de terciopelo. Kerpo no pudo hacerlo, porque su larga cola en punta se lo impedía. La princesa lo convidó entonces con un copón de jugo de centella asiática. Pero cuando Kerpo se dispuso a beberlo, llamaradas incontenibles salieron de su boca.
En ese momento, la princesa pegó un grito aterrador: el esmalte de cañas de bambú se derretía al calor del fuego. Con el trabajo que le habían dado los dedos chiquitos…
En cuestión de segundos, el fuego se apoderó de las cortinas de finísimos
tules, de las alfombras de piel de víbora, de los abanicos multicolores que adornaban las paredes y hasta de la foto del viaje de egresados de Lee-Fú en Pekín, con sus compañeros de curso.
Al ver el incendio, los cortesanos juntaron agua en teteras de plata y corrieron a apagarlo.
Cuentan en Siam que las llamas tardaron horas en extinguirse. El palacio
todo quedó convertido en cenizas. Recuerdos de dinastías milenarias eran ahora una montañita gris.
De la princesa no se encontraron rastros.
Pero algunos dicen haberla visto remontar vuelo, sobre una extraña criatura
alada, con los ojos del color de todos los atardeceres.

(Valeria Dávila)

sábado, 27 de septiembre de 2008

El Hada



Hace varios años encontré un hada en mi jardín. Dijo que era un hada del amor, que me traería buena suerte, que sólo tenía que hacerme cargo de ella mientras pasaba el invierno. Acepté. Pensé que sería sencillo, como cuidar de una catarina o de una luciérnaga. Le mostré una cajita dorada con forro de terciopelo, pero ella prefirió habitar un frasco de mermelada de fresa. Cumplí su deseo. La dejé en un recipiente que en realidad parecía una burbuja sin tapa. La cubrí con hojas de manzanilla para darle calor. Cada mañana la veía limpiar sus cuatro alas con infinito cuidado. Por las noches me contaba historias sobre sirenas y otros seres desconocidos. El hada no abandonó su nuevo hogar ni un solo instante. Los primeros días se alimentó con pétalos de rosas que yo le daba, pero de pronto dejó de prestarles atención. Ya no se limpiaba por las mañanas; sus alas se cubrieron con un fino polvo plateado. El hada comenzó a entonar canciones tristes por las noches, canciones que me hacían tener sueños tristes también. El hada iba perdiendo color. Sus alas rosa y azul tornasol se volvieron blancas. Pensé que el invierno era el culpable de que mi hada se fuese volviendo cada vez más transparente, pero justo el día antes de que comenzara la primavera vi que mi hada estaba muerta. Utilizó una telaraña como soga, se la ató al cuello y apretó el minúsculo nudo corredizo mientras yo dormía. Miré al hada. Ella yacía inmóvil en el fondo de un frasco de mermelada de fresa. Yo no sabía que tenía que cuidarla de ella misma... De sus ojos en blanco brotaban lágrimas que el aire volvía cristal y que el piso rompió al estrellarse contra ellas. Le arranqué las alas poco a poco para conservar al menos un recuerdo de ella y enterré a mi hada en el jardín, bajo un arbusto marchito, justo en el mismo lugar donde la había encontrado tan pocos meses atrás. El día que mi hada murió, dejé de creer en fantasías. Las hadas no existen. Jamás volví a encontrarme otra.

(Jéssica de la Portilla Montaño)

viernes, 26 de septiembre de 2008

Amor a primera vista



El pordiosero de la cuadra se paraba frente a la boutique de trajes nupciales. Le gustaba contemplar a través del aparador a una figura esbelta, de fino rostro. Para él no había mujer que la igualara. Era lo que siempre había soñado.
La gente lo veía como a un loco peligroso cada vez que recitaba versos de Neruda, pero poco le importaba que el dueño del local lo corriera a puntapiés o llamara a la Delegación de Policía para que lo apresaran.
Nada impedía que el menesteroso volviera al escaparate, donde un maniquí de figura femenina aparentaba mirarlo y conmoverse ante cada palabra de amor pronunciada:

«Me gusta cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca...» 1

Aquel hombre barbado y harapiento un día no pudo resistir más. Tomó una piedra y rompió el cristal de la boutique. El propietario de la tienda y quienes caminaban cerca del lugar quedaron asombrados, inmóviles, al ver que una mujer corría alegre, vestida de novia, tomada de la mano del pordiosero de la cuadra.

(Marcos Rodríguez Leija)

Los Charcos

Llovió. No fue una lluvia común. Cayó del cielo una ciudad mágica, una ciudad escrita en agua, una ciudad acuarela idéntica a la que habitábamos hace mucho tiempo. Las gotas de las nubes fueron diminutos círculos de un espejo fragmentado que nos reflejó una cara limpia, nueva, transformada. Los charcos de las calles proyectaron un lugar parecido al nuestro pero no era el nuestro, aquel repleto de ruido, violencia, manchado de hollín, poblado de gente vacía y sola. Por eso lo dejamos desolado y nos lanzamos a los charcos antes de que se secaran, para habitar de nuevo la vieja ciudad que un día deformamos hasta volverla inhabitable.

(Marcos Rodríguez Leija)

miércoles, 24 de septiembre de 2008

La Muñeca de Trapo



Desde el cabecero de la cama, la muñeca de trapo veía la vida pasar. Con su sonrisa perfectamente pintada hace ya algunos años por alguna experta mano, alegraba la vida de una niña.
Que la muñeca no era nueva se veía en las marcas de varios zurcidos que alguien dejo bien disimulados.
Por las noches cuando todos dormían los juguetes saltaban, bailaban y se divertían, pero la muñeca......ella no. Ella seguía presidiendo el dormitorio ahora desde otro lado.
Un día un oso de peluche, que llegó nuevo a la casa, se acercó a ella y le preguntó:
-¿Por qué estas ahí tan quieta y tan sola?
-Porque estar aquí me permite ver toda la habitación-contestó la muñeca.
-Pero......¿y por qué no te mueves?-volvió a preguntar el oso.
-Porque no quiero que nadie descubra que estoy viva.
El oso no la entendía y volvió a preguntar:
-¿Por qué no quieres que sepan que estas viva?
La muñeca esta vez perdió la sonrisa y mirando con sus redondos ojos al oso le contestó:
-Porque no quiero que los niños jueguen conmigo, me conformo con que me abracen de vez en cuando y miren mi sonrisa con cariño, como lo hace la niña de esta casa.
El oso no podía creer lo que sus redondas orejitas escuchaban.
-No te entiendo-dijo-eres un juguete, deben jugar contigo y tu deberías estar feliz de que lo hicieran.
-Mira osito, aunque no hace mucho que me fabricaron varias niñas jugaron conmigo. La que no me rompió un brazo me rompió una pierna, la que no, hizo jirones mi vestido y hubo....hubo quien me rompió brazos y piernas. Mírame, estoy llena de zurcidos.
-Mmm....entiendo-dijo el oso-pero yo también tengo zurcidos, mira.....uno aquí, otro en la oreja, otro en el brazo, otro.....
Pero siempre hubo alguien que me cosió con cariño porque no quería verme roto ni tirarme a la basura.
-Entonces tu puedes entenderme-dijo la muñeca.
Y convencida de que el oso ya no trataría de convencerla volvió a su posición habitual y puso de nuevo su sonrisa de muñeca en la cara.
Pero el oso no dejándose vencer dijo a la muñeca:
-Sí, te puedo entender, pero te diré algo.....
Si no juegas y dejas que jueguen contigo por miedo a que te rompan, perderás lo bonito que se siente cuando alguien al verte roto te arregla y cose tus heridas con todo su amor haciendo que los zurcidos sean imperceptibles.

lunes, 22 de septiembre de 2008

El Enano y el Gigante



Cuentan de un gigante que se disponía a atravesar un río profundo y se encontró en la orilla con un pigmeo que no sabía nadar y no podía atravesar el río por su profundidad. El gigante lo cargó sobre sus hombros y se metió en el agua.
Hacia la mitad de la travesía, el pigmeo, que sobresalía casi medio metro por encima de la cabeza del gigante, alcanzó a ver, sigilosamente apostados tras la vegetación de la otra orilla, a los indios de una tribu que esperaban con sus arcos a que se acercase el gigante.
El pigmeo avisó al gigante, Este se detuvo, dio media vuelta y comenzó a deshacer la travesía. En aquel momento, una flecha disparada desde la otra orilla se hundió en el agua cerca del gigante, pero sin haber podido ya llegar hasta él. Así ocurrió con otras sucesivas flechas, mientras ambos - gigante y pigmeo - ganaban la orilla de salida sanos y salvos.
El gigante dio las gracias al pigmeo, pero éste le replicó: - "Si no me hubiese apoyado en ti, no habría podido ver más lejos que tú".

El Contador de Estrellas



HABIA UNA VEZ...

Un joven que, desde bien pequeño, soñaba que viajaba por todo el Universo, que paseaba por el cielo azul montado sobre las estrellas, y que luego las guardaba en una bolsa y se las llevaba para siempre.

Un día, decidió que quería hacer realidad su sueño, quería guardar todas las estrellas para ser muy conocido y famoso. Pero primero, tendría que contarlas, para saber de qué tamaño necesitaba la bolsa. Así que se dispuso a comenzar esa misma noche para poder tenerlas cuanto antes.

Después de cenar, bajó a la calle principal de la ciudad en la que vivía y empezó a enumerar:

Una, dos, … , doscientas,…

Pero las luces de la ciudad no le dejaban seguir. “Aun me faltan muchas por contar. Mañana probare desde el pueblo”.

Al día siguiente, ya en el pueblo, después de cenar, salió al balcón de su casita de pueblo y empezó a enumerar:

Una, dos, … , doscientas,…
Trescientas, cuatrocientas, … , chopocientas,…

Pero las luces de las casitas vecinas no le permitían contarlas todas.

“Iré mañana a la montaña, allí no hay luces y podré terminar de contarlas”.

Así que partió hacia la montaña, y al llegar la noche salio de la tienda de campaña, apago la linterna y empezó a enumerar:

Una, dos, … , doscientas,…
Trescientas, cuatrocientas, … , chopocientas,…
Mil, mil quinientas, … , mil muchicientas,…

Pero al llegar el amanecer, las estrellas empezaron a desaparecer ante sus ojos. El joven se quedo perplejo. ¿Dónde habían ido las estrellas? ¡Eso no podía quedar así! ¿Como iba a contarlas si desaparecían por las mañanas? Tenia que saber donde iban las estrellas durante el día.

Así pasó las siguientes noches persiguiendo a las estrellas por todo el mundo para intentar descubrir su escondite. Atravesó bosques, ríos, desiertos, aldeas y ciudades, hasta que llego a una playa. Cansado de seguir a las estrellas durante días, decidio descansar alli esa noche.

Se tumbo sobre la arena y comenzo a contar:

Una, dos, … , doscientas,…
Trescientas, cuatrocientas, … , chopocientas,…
Mil, mil quinientas, … , mil muchicientas,…

Cuando iba a contar mil requetemuchicientas estrellas, y empezaron a asomar los primeros rayos de Sol, el joven contempló fascinado cómo las estrellas no desaparecían, sino que descendían rápidamente hacia el mar. Era un espectáculo fabuloso contemplar cómo iban cayendo una a una hacia el mar. Totalmente asombrado, observaba las últimas estrellas del cielo mientras las olas bañaban sus pies.

"Entonces..."

El joven se remangó los pantalones y se metió en el mar, metió los brazos en el agua buscando algo por la arena, hasta que, al fin, sacó del agua entre sus manos, una pequeña estrella... Una estrella de mar.

Desde aquel día, mi joven contador de estrellas es famoso y conocido en el mundo entero por descubrir que las estrellas del firmamento pasan las horas de sol como estrellas de mar.

("Nayru", Raquel Contreras Vázquez)

Las Estrellas de Mar



Había una vez un escritor que vivía a orillas del mar; una enorme playa virgen donde tenía una casita donde pasaba temporadas escribiendo y buscando inspiración para su libro. Era un hombre inteligente y culto y con sensibilidad acerca de las cosas importantes de la vida. Una mañana mientras paseaba a orillas del océano vio a lo lejos una figura que se movía de manera extraña como si estuviera bailando. Al acercarse vio que era un muchacho que se dedicaba a coger estrellas de mar de la orilla y lanzarlas otra vez al mar. El hombre le preguntó al joven qué estaba haciendo. Éste le contestó: -Recojo las estrellas de mar que han quedado varadas y las devuelvo al mar; la marea ha bajado demasiado y muchas morirán. Dijo entonces el escritor: -Pero esto que haces no tiene sentido, primero es su destino, morirán y serán alimento para otros animales y además hay miles de estrellas en esta playa, nunca tendrás tiempo de salvarlas a todas. El joven miró fijamente al escritor, cogió una estrella de mar de la arena, la lanzó con fuerza por encima de las olas y exclamó: -Para ésta sí tiene sentido. El escritor se marchó un tanto desconcertado, no podía explicarse una conducta así. Esa tarde no tuvo inspiración para escribir y en la noche no durmió bien, soñaba con el joven y las estrellas de mar por encima de las olas. A la mañana siguiente corrió a la playa, buscó al joven y le ayudó a salvar estrellas.

(Cuento sufí)







jueves, 18 de septiembre de 2008

El Riesgo de besar a un Sapo



Me llamo Romualdo. En realidad mi nombre completo es: Romualdo Leopoldo Froilán Segismundo. Un poco largo sí, aunque no demasiado para un príncipe de mi categoría. Soy un Príncipe Azul. Pero no uno cualquiera, no, uno de verdad, que… hay por ahí mucho “abrazafarolas” que mata lagartijas y las convierte en dragones de siete cabezas.Yo soy un auténtico Príncipe Azul…y tengo a mis espaldas las más grandes hazañas jamás contadas en los cuentos de hadas.
No siempre fui así. De hecho, al nacer era un sapo, un sapo feo…pero feliz, un sapo… muy feliz que vivía en el estanque de los jardines reales de este reino. Pero se encaprichó la infanta conmigo y como era una obsesa de los cuentos de hadas, me perseguía a todas horas por el estanque para convertirme en lo que soy ahora: un Príncipe…Azul, azul aguamarina. Me pilló a traición, mientras dormía la siesta y me estampó un beso en los morros –aún tengo escalofríos al recordarlo- que me dio esta forma humana que luzco desde entonces.
Y no es que me queje, no, pero desde que soy Príncipe Azul mi vida se ha vuelto más complicada. Hay pocos príncipes azules y estamos muy solicitados, ya saben: para reconquistar reinos perdidos, deshacer hechizos de brujas malvadas, rescatar princesas encerradas en altas torres…es duro… poco valorado y no estamos sindicados.
El romance entre la infanta y yo duró lo que tardó en enamorarse de un molinero harapiento que fue a buscar un anillo que ella había tirado al fondo del mar. Así son las princesas de cuento: caprichosas e inhumanas, os lo digo yo…
Con mi nueva condición de hombre y de príncipe azul, tuve que ponerme a trabajar…en lo que trabajan los príncipes azules, claro: liberando princesas de sus hechizos, salvándolas de las garras de monstruos y gigantes, o haciendo pequeños “trabajitos” para conquistar su amor, como trepar hasta una torre colgado de una trenza…No me quiero acordar de aquello, que casi me mato y dejo calva a la princesa Rapunzel. Antes yo, era un romántico y me lanzaba en busca de aventuras. Creía que todo lo solucionaban los besos y me iba por esos mundos de Dios en busca del Amor verdadero, besuqueando a todo bicho viviente. Así fue como conocí a mi primera mujer, Blancanieves. Lo cierto es que la conocí en su funeral. Un poco macabro, ya lo sé, pero así fue. La estaban velando en medio de un claro del bosque unos enanos. Siete…más o menos. Se veía tan guapa, tan blanca y con los labios tan rojos tras la caja de cristal donde la habían metido que…no tuve más remedio que besarla. Pero no piensen mal, no soy un pervertido necrófilo cualquiera, porque ella no estaba muerta, en realidad sólo estaba dormida por el veneno que mi suegra le había inyectado en la manzana que mordió…mi suegra, su madrastra, siempre fue una bruja…guapa, pero muy bruja. Ese es el único instante de felicidad que recuerdo con ella, porque después de comer las perdices de nuestro banquete de boda, empezó a hacerme chantaje emocional…cada vez se parecía más a mi suegra – en lo de bruja, claro - y me pedía cosas extrañas:
-“¿Es que ya no me quieres Romu? -odio que me llamen “Romu”-. Si me quisieras irías a por diamantes para mí a la mina, como hacían los enanitos…”
Ellos, los enanos del bosque, la habían tratado siempre como a una princesa…que si Gruñón fregaba los platos, que si los Mudito lavaba la ropa, que si Dormilón guisaba muy bien…en fin, que ya estaba harto de escuchar lo buenos que eran en todo los enanos esos. Yo sospechaba que había existido algo más entre mi mujer y los enanos durante su convivencia en aquella casita del bosque, y algo me decía que aquello no se había acabado. De hecho, todo terminó entre nosotros cuando un día que regresé a casa temprano y la pillé en la cama con los siete enanos. En realidad fue una liberación. Me quitaron un peso de encima. Es duro aguantar a una princesa consentida y caprichosa.
Con mi segunda esposa fue distinto. El problema era la diferencia de edad. Cuando la besé no reparé en sus patas de gallo, ni en sus arrugas del cuello, disimuladas por los encajes del polvoriento vestido que llevaba puesto desde hacía un siglo. Más tarde me enteré que había estado cien años durmiendo y despertarla fue mi gran error. No paraba de hablar porque tener a una mujer callada durante cien años…y en esto los hombres me entienden perfectamente… es algo muy difícil; de modo que cuando despertó no dejaba de contarme cosas…que si se había pinchado con una rueca, que si sus padres no habían invitado a una hadas a su fiesta, que si le habían echado una maldición, que si esas no eran hadas sino brujas, que si gracias al beso…en fin, cosas de mujeres y princesas…que yo no entendía. Como a pesar del maleficio se le iba notando la edad se volvio un poco obsesiva con la estética; en poco tiempo entre el botox de la frente, los labios y las líneas de expresión de la cara además de lo que se había quitado por un lado y puesto con silicona por otro, tenía la impresión de estar casado con una muñeca hinchable. Además sus ideas eran un tanto extravagantes, lo propio de una chica de quince años encerrada en un cuerpo de cien. Un día bailando con sus amigas en la discoteca del reino se rompió la cadera y ese fue el principio del fin de lo nuestro, porque desde entonces se volvió insoportable…El tiempo de convalecencia en la cama se lo pasó pidiéndome cosas absurdas que yo, como un príncipe valiente y caballeroso me disponía a hacer. La gallardía y la valentía son dos virtudes inherentes a la condición de Príncipe Azul. Igual que el hecho de ser apuesto o al menos “resultón”. Son… gajes del oficio. Y así en tres meses, me pidió la rosa del tiempo, para conservarse eternamente joven, la alfombra maravillosa, que le tuve que robar a un tal Aladino…quien roba a un ladrón…la piedra filosofal, para convertirlo todo en oro, el corazón de un dragón de las montañas azules para ser eternamente feliz…y así hasta trescientos caprichos más…nunca tenía suficiente…Hasta que en una de esas campañas a las que me aventuré decidí no volver a casa y así fue como terminó mi romance con la Bella Durmiente del bosque…
Mi tercera esposa venía de una condición más humilde. Harto de buscar el Amor de verdad, se me ocurrió hacer un baile en palacio y apareció ella. Bueno, ella, sus hermanastras y su madrastra. Mis cuñadas eran feas… feas y malas, pero mi mujer era la criatura más hermosa que había en la fiesta y bailaba la lambada y el reggaeton de muerte… Qué ritmo, qué locura de movimiento de caderas, era una mujer muy sensual…Lástima que se tuviese que ir tan pronto… Yo la perseguí exhausto por toda la escalera de cien peldaños que tiene mi palacio, pero ella que no se detenía - luego me enteré de que corría maratones – decía cosas extrañas como que tenía que darle de comer al gato, que si no-sé-qué de una calabaza y unos ratones…y todo esto corriendo yo detrás de ella a las 12 en punto. Recuerdo muy bien la hora porque sonaban en ese mismo instante las doce campanadas del reloj de palacio. Ni siquiera me dijo su nombre. Menos mal que en la huída se le cayó un diminuto zapatito de cristal…y gracias a eso la pude encontrar…
Los primeros meses bien, como siempre. Comimos perdices (después de tres bodas odio las perdices, pero es que los cocineros de cuentos de hadas son poco originales) y vivimos felices…tres meses…sus hermanastras y su madrastra vinieron a palacio, pero como parte del servicio y claro, tener a la familia política tan cerca resulta siempre caótico…
En la actualidad sigo buscando el Amor Verdadero, en el fondo soy el mismo romántico de siempre, y lo cierto es que ya las princesas humanas no me llaman la atención…porque desde hace unos días hay una nueva ranita bellísima en mi estanque…que estoy pensando en besar.
¿Quién sabe? Igual con un poco de suerte vuelvo a ser aquel sapo feo pero feliz del estanque de este reino de cuento de hadas…

(La Dama)

martes, 16 de septiembre de 2008

La Caperucita Roja



Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver. Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.

—¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?

Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:

—Quiero regalarte una flor, niña linda.

—¿Esa flor? No veo por qué.

—Está llena de belleza —dije, lleno de emoción.

—No veo la belleza —dijo Caperucita—. Es una flor como cualquier otra.

Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.

—Mira mi reguero de lágrimas.

—¿Te caíste? —dijo—. Corre a un hospital.

—No me caí.

—Así parece porque no te veo las heridas.

—Las heridas están en mi corazón —dije.

—Eres un imbécil.

Escupió el chicle con la violencia de una bala. Volvió a alejarse sin despedirse. Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. “Bonito disfraz”, me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo. Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.

—¿Vas a la escuela? —le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.

—Estoy de vacaciones —dijo—. ¿O te parece que éste es el uniforme?

El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.

—¿Y qué llevas en el canasto?

—Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?

Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.

—Corta un pedazo.

Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.

—Es un experimento —dijo Caperucita—. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.

Y me dejó tirado en el camino, quejándome. Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.

—La receta funciona —dijo—. Voy a venderla.

Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:

—Cómete a la abuela.

Abrí tamaños ojos.

—Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad. No podía creerlo. Le pregunté por qué.

—Es una abuela rica —explicó—. Y tengo afán de heredar.

No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí. Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo. Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia. Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí. Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.

(Del blog: El Cuenta Cuentos)

viernes, 12 de septiembre de 2008

El Hombre más Fuerte del Mundo



El hombre apartó con una mano la cortina multicolor, vestía con una túnica roja, y un sombrero de copa, tenía una varita que a primera vista perecía una rama. A una señal del mago todos hicieron silencio. El público observaba una bolsa que mostraba por dentro y por fuera, luego tomó su varita con la mano derecha y con unas palabras que repetía, asombrosamente de ella sale una paloma viva, luego la metió en una caja, y al quitar la tapa, las paredes de esta se abrieron. La paloma ha desaparecido y en su lugar se encuentra un gallo. El público aplaude frenéticamente. El mago sacó de su bolsillo una moneda y la puso en la palma de su mano, y ante la mirada de los espectadores la dobla con sus manos. Una vez doblada, la entregó al público para que la examinaran. Sonriendo, el mago levantó sus manos pero esta vez, nadie aplaudió. Este era un ilusionismo que había hecho durante mucho tiempo con una moneda especial y su público siempre aplaudía. Entre aquel murmullo, el mago oyó decir que ese truco lo podía hacer Olegario. Muchos se sintieron engañados y se marcharon. Eso fue algo que despertó la curiosidad en el mago y decidió buscarlo. Cuando caminaba en el pueblo, pasó por una casa donde había un horno de barro que humeaba y una mujer barría la acera de su casa. Se trataba de Josefina, quien barría cada mañana a las siete en punto. El prestidigitador se detuvo a preguntar por Olegario, y la mujer contestó: - Todos aquí conocemos a Olegario, es el hombre más fuerte del mundo, él trabaja cargando bultos en el mercado.Lo que oyó le pareció una exageración, sin embargo, fue a buscarlo. En el mercado observó a un hombre que cargaba pesados bultos de frutos del campo sobre su espalda y los levantaba como si no pesaran nada. Era alto, robusto, con una grande espalda, vestía con una ceñida lycra roja que dejaba al descubierto unos brazos musculosos, calvo y con ojos color celeste, tenía una cicatriz muy grande en la parte derecha de la cara, producto de un incendio cuando era un chico.El mago se acercó y le preguntó si de verdad podía doblar una moneda y Olegario no solamente la dobló, sino que tomó el mazo de naipes que llevaba el ilusionista en su camisa y los partió con sus manos. El mago quedó estupefacto al ver lo que sus ojos le mostraron.Olegario, era integrante de una brigada de solidaridad, que trabajaba en la remodelación de la escuela, el mago se maravillaba viéndolo levantar pesadas cargas, pero aún cuando levantaba pesos de hasta 500 kilos, lo que le impresionaba no era su prodigiosa fuerza física. Aquel hombre era un ser muy solo, no tenía familia, ni amigos con quien hablar o compartir sentimientos. Su soledad era un fantasma que nadie mas podía ver. No fue ninguna exageración lo que dijo la mujer que barría, porque el que aguanta la soledad es el hombre más fuerte del mundo.

Peine al viento



Hace mucho tiempo, en un pueblo junto al mar, los habitantes recibían cada año diferentes vientos. Por ejemplo; el viento del norte que es cálido y húmedo, como también el viento del sur que era muy frío, luego venía el viento huraño que se escondía de la gente, después el viento juguetón, aficionado a jugar o retozar, luego el viento gruñón, que hacía ruidos con frecuencia, el viento desazón, que producía un pequeño dolor de cabeza o el viento perezoso que era lento y pesado.Pero entre todas las clases de vientos los habitantes no querían al viento bravío. Empezaba con una pequeña brisa y luego se transformaba y se volvía como una enorme bestia feroz, indómita, salvaje. Arrancaba las hojas de los árboles, desamarraba los mástiles de los buques, destechaba casas, arrasaba con los campos de trigo y de flores, y producía en algunas personas sentimientos de enojo e ira. Por suerte, el viento bravío duraba pocos días. - ¿Por qué existirá un viento así? Se preguntó Juan, el herrero del pueblo. Su viejo padre le dijo: - Hijo, tal vez el viento bravío se comporta así por que nadie lo ha estimado, tal vez tenga algún tormento o simplemente necesite de una caricia.Pero padre, ¿Cómo se le puede dar una caricia a un viento? – Dijo el herrero.El padre contestó: No lo sé, solo sé que una caricia disminuye un dolor emocional y nos hace sentir importantes para alguien, es simplemente una demostración amorosa.El hijo entonces, fue a su taller y construyó un peine de metal muy pero muy grande. El herrero pensaba que si el viento pasaba por los dientes del peine, sentiría como si alguien rozara suavemente con la mano su largo cabello.Desde entonces el peine de viento continúa en este pueblo. El viento bravío nunca más se sintió. Para la época en que los aldeanos lo esperan, solo se siente una suave brisa que pone a la gente feliz. ¡Ah! y un poco vanidosa.
(Fabián Guzmán Sánchez)

La Bella Durmiente del bosque y el Príncipe




La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al príncipe. Y cuando lo oye acercarse, simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho, pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.

(Marco Denevi)

El Amor y la Locura




Cuentan que una vez se reunieron en un lugar de la tierra todos los sentimientos y cualidades de los hombres. Cuando el ABURRIMIENTO había bostezado por tercera vez, la LOCURA, como siempre tan loca, les propuso:
- ¿Jugamos al escondite?
La INTRIGA levantó la ceja intrigada y la CURIOSIDAD, sin poder contenerse,preguntó: "¿Al escondite? ¿Y como es eso?"
- Es un juego - explicó la LOCURA - en que yo me tapo la cara y comienzo a contar desde uno hasta un millón mientras ustedes se esconden y cuando yo haya terminado de contar, el primero de ustedes al que encuentre, ocupara mi lugar para continuar el juego.
El ENTUSIASMO bailó secundado por la EUFORIA. La ALEGRIA dio tantos saltos que terminó por convencer a la DUDA, e incluso a la APATIA, a la que nunca le interesaba nada. Pero no todos quisieron participar. La VERDAD prefirió no esconderse (¿para qué?), si al final siempre la hallaban, y la SOBERBIA opinó que era un juego muy tonto (en el fondo lo que le molestaba era que la idea no hubiese sido suya), y la COBARDIA prefirió no arriesgarse...
- Uno, dos, tres... - comenzó a contar la LOCURA.
La primera en esconderse fue la PEREZA que, como siempre, se dejó caer tras la primera piedra del camino. La FE subió al cielo, y la ENVIDIA se escondió tras la sombra del TRIUNFO, que con su propio esfuerzo había logrado subir a la copa del árbol mas alto. La GENEROSIDAD casi no alcanzaba a esconderse; cada sitio que hallaba le parecía maravilloso para alguno de sus amigos: que si un lago cristalino, ideal para la BELLEZA; que si el bajo de un árbol, perfecto para la TIMIDED; que si el vuelo de la mariposa, lo mejor para la VOLUPTUOSIDAD; que si una ráfaga de viento, magnífico para la LIBERTAD. Así que terminó por ocultarse en un rayito de sol. El EGOISMO, en cambio, encontró un sitio muy bueno desde el principio, ventilado, cómodo... pero solo para él. La MENTIRA se escondió en el fondo de los océanos (¡mentira!, en realidad se escondió detrás del arco iris), y la PASION y el DESEO en el centro de los volcanes. El OLVIDO... se me olvido donde se escondió! ...
pero eso no es lo importante. Cuando la LOCURA contaba 999.999, el AMOR todavía no había encontrado un sitio para esconderse, pues todo se encontraba ocupado, hasta que divisó un rosal y, enternecido, decidió esconderse entre sus flores.
-¡Un millón!- contó la LOCURA y comenzó a buscar.
La primera en aparecer fue la PEREZA, sólo a tres pasos de la piedra. Después se escuchó a la FE discutiendo con Dios en el cielo sobre zoología. Y a la PASION y al DESEO los sintió en el vibrar de los volcanes. En un descuido encontró a la ENVIDIA y, claro, pudo deducir donde estaba el TRIUNFO. Al EGOISMO no tuvo ni que buscarlo; el solito salió disparado de su escondite, que había resultado un nido de avispas.
De tanto caminar sintió sed y, al acercarse al lago, descubrió a la BELLEZA. Y con la DUDA resultó más fácil todavía, pues la encontró sentada sobre una cerca sin decidir aún de que lado esconderse. Así fue encontrando a todos: el TALENTO entre la hierba fresca, la ANGUSTIA en una oscura cueva, la MENTIRA detrás del arco iris y hasta el OLVIDO, al que ya se le había olvidado que estaba jugando a los escondidos.
Pero sólo el AMOR no aparecía por ningún sitio. La LOCURA buscó detrás de cada árbol, bajo cada arroyo del planeta, en la cima de las montañas y cuando estaba por darse por vencida, divisó un rosal y las rosas... Y tomo una horquilla y comenzó a mover las ramas, cuando de pronto un doloroso grito se escuchó. Las espinas habían herido en los ojos al AMOR. La LOCURA no sabía que hacer para disculparse; lloró, rogó, imploró y hasta prometió ser su lazarillo.
Desde entonces, desde que por primera vez se jugó al escondite en la tierra,EL AMOR ES CIEGO Y LA LOCURA SIEMPRE LO ACOMPAÑA.

La Mosca que soñaba que era un Águila



Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.
En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.

En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho menos.

Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.

(Augusto Monterroso)

Monigotes



El Pobre Mariano: Desde siempre había tenido serios problemas con su sombra. Ya de pequeño y en el colegio a poco que se descuidaba, su sombra, renegando de su cometido se marchaba. Normalmente al patio de recreo o a molestar a las sombras de los demás niños, que obedientes a su función no tenían mas remedio que soportar su injusto y despótico comportamiento.

Con el paso de los años no disminuyeron sus problemas. Al contrario, era difícil convivir con una sombra que nunca estaba en su sitio; que se sentaba cuando el se ponía en pié y viceversa; Que gustaba de usar sombrero y bastón, cuando eran dos complementos que a el jamás se le habría ocurrido utilizar.

Su sombra era una crápula; la había sorprendido en mas de una ocasión de madrugada, deslizándose desdibujada y vacilante por debajo de la puerta, de regreso de vete a saber que lugar. Abría las sombras de sus mejores vinos e incluso a veces traía sombras desconocidas a casa y retozaban en el sofá. Tampoco podía fiarse de llevarla a casi ningún sitio, acababa comportándose como la disoluta que era y propasándose las mas de las veces con la sombra de la mujer de algún amigo.

Hacer el amor con la luz encendida, aunque a Mariano le gustaba era imposible, su sombra solía sentarse enfrente a mirar, comiendo de la sombra de un paquete de patatas fritas.

Por eso esa mañana, aunque a Mariano le extrañó no verla por ningún sitio casi se sintió aliviado; ojalá se hubiese perdido en algún agujero negro de esos, o marchado a Alaska a vivir “el sol de medianoche” con alguna de sus lóbregas amigas.

Caminaba feliz, liberado de su oscura carga. La gente se volvía divertida a mirarle, pero era de esperar, no todo el mundo va por la calle sin sombra, así, a plena luz del día.

Se dirigía pletórico a casa, aquel 28 de Diciembre, sin sospechar del enorme y negro monigote que llevaba colgado a la espalda de su gabardina.

(Rafael Alarcón)

Celebración de la Fantasía



Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, por que la estaba usando en no sé que aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.

Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón.

Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba mas de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:

-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo

-Y anda bien -le pregunté

-Atrasa un poco -reconoció.

(Eduardo Galeano)

La Casa Encantada



Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a tener su conversación con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a Litchfield, donde se realizaba una fiesta de fin de semana. De pronto tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
-Espéreme un momento –suplicó-, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente. Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondió a su impaciente llamada.
-Dígame –dijo ella-, ¿se vende esta casa?
-Sí –respondió el hombre-, pero no le aconsejo que la compre. ¡Esta casa, hija mía, está frecuentada por un fantasma!
-Un fantasma –repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es?
-Usted –dijo el anciano y cerró suavemente la puerta

El Hombre que contaba historias


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Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:
-Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?
Él explicaba:
-He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos.
-Sigue contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres.
-Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.
Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.
Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas... Mas al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando cerca del bosque, vio a un fauno que tañía su flauta y a un corro de silvanos... Aquella noche, cuando regresó a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron:
-Vamos, cuenta: ¿qué has visto?
Él respondió:
-No he visto nada

(Oscar Wilde)

jueves, 11 de septiembre de 2008

La Inmolación por la Belleza



El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.
Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo –como aconsejan los libros de zoología-, tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.

(Marco Denevi)

El Ángel



La mujer cruzaba la gran plaza en cuyo centro se alzaba la columna rematada por una enorme estatua, un ángel con las alas desplegadas que parecía a punto de volar.
La mujer solitaria cada mañana ponía en él sus ojos admirados, temiendo que en las ráfagas de otoño o en las nieblas del frío, desapareciera y no lo viese más, y aunque sabía que para el ángel ella tan sólo era un punto negro en la inmensidad de la plaza desierta, le rogaba la acompañase en el largo trayecto cotidiano.
Y fue tal su vehemencia que el ángel la escuchó y entendió su insistente llamada y un día descendió de la columna y fue hacia ella con pasos vacilantes. Ante aquella figura gigantesca con las alas abiertas, la mujer sintió nacer la esperanza de ser correspondida pero al acercarse el ángel, vio que tenía los ojos vacíos.
Aun así, ella le preguntó: “¿Vienes conmigo?”, pero el ángel titubeaba, no respondió y poco después volvió a su lugar en lo alto de la columna.
Se quebró el fugaz proyecto de amor: ella sintió que terminaba su vida y estuvo a punto de hundirse en la tierra al comprender que no había sido mirada, que el ángel no vio nunca su gesto enamorado. Pero pensó en el deber del trabajo y en el camino que la esperaba recorrer como cada día y se resignó a seguir adelante. Ya nunca más buscaría el amor, ni el ángel bajaría al suelo.
Los solitarios cruzan la inmensa plaza pero ninguno hacia él levanta su mirada; saben que el ángel que está allí es ciego, un ángel solitario como ellos.

(Juan Eduardo Zúñiga)

El Artista



Una tarde le vino al alma el deseo de dar forma a una imagen del “Placer que se posa un instante”. Y se fue por el mundo a buscar bronce, pues sólo el bronce podía concebir su obra.
Pero había desaparecido el bronce del mundo entero; en parte alguna del mundo entero podía encontrarse bronce, salvo el bronce solo de la imagen del “Dolor que dura para siempre”.
Era él quien había forjado esta imagen con sus propias manos, y la había puesto sobre la tumba de lo único que había amado en la vida. Sobre la tumba de lo que más había amado en la vida y había muerto había puesto esta imagen hechura suya, como prenda y señal del amor humano que no muere nunca, y como símbolo del dolor humano que dura para siempre. Y en el mundo entero no había más bronce que el bronce de esta imagen.
Y tomó la imagen que había formado y la puso en un gran horno y se la entregó al fuego.
Y con el bronce de la imagen del “Dolor que dura para siempre” esculpió una imagen del “Placer que se posa un instante”.

(Oscar Wilde)

Soledad

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Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando.

No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.

(Pedro de Miguel)

La Leyenda de Narciso

Glitter Para Hi5



Un hermoso joven que todos los días iba a contemplar su propia belleza en un lago. Estaba tan fascinado consigo mismo que un día se cayó dentro del lago y se murió ahogado.
En el lugar donde cayo nació una flor, a la que llamaron narciso.

Cuando Narciso murió, llegaron las Oríades - diosas del bosque - y vieron el lago transformado, de un lago de agua dulce que era, en un cántaro de lagrimas saladas.

- ¿Por qué lloras? - le preguntaron las Oríades.

- Lloro por Narciso - respondió el lago.

- Ah, no nos asombra que llores por Narciso! - prosiguieron ellas -. Al fin y al cabo, a pesar de que nosotras siempre corríamos tras él por el bosque, tú eras el único que tenia la oportunidad de contemplar de cerca su belleza.

- ¿Pero Narciso era bello? - preguntó el lago.

- ¿Quién sino tú podría saberlo? - respondieron, sorprendidas, las Oríades -. En definitiva, era en tus márgenes donde él se inclinaba para contemplarse todos los días.

El lago permaneció en silencio unos instantes.

Finalmente dijo:

- Yo lloro por Narciso, pero nunca me di cuenta de que Narciso fuera bello.

Lloro por Narciso, porque cada vez que él se inclinaba sobre mis márgenes yo podía ver, en el fondo de sus ojos, reflejada mi propia belleza.

(Oscar Wilde)

La Tristeza y la Furia




En un reino encantado donde los hombres nunca pueden llegar, o quizás donde los hombres transitan eternamente sin darse cuenta... En un reino mágico, donde las cosas no tangibles, se vuelven concretas...

Había una vez...
Un estanque maravilloso.
Era una laguna de agua cristalina y pura donde nadaban peces de todos los colores existentes y donde todas las tonalidades del verde se reflejaban permanentemente...
Hasta ese estanque mágico y transparente se acercaron a bañarse haciéndose mutua compañía, la tristeza y la furia.

Las dos se quitaron sus vestimentas y desnudas, las dos, entraron al estanque.
La furia, apurada (como siempre está la furia), urgida -sin saber por qué- se baño rápidamente y más rápidamente aún salió del agua...

Pero la furia es ciega, o por lo menos, no distingue claramente la realidad, así que desnuda y apurada, se puso, al salir, la primera ropa que encontró...

Y sucedió que esa ropa no era la suya, sino la de la tristeza...

Y así vestida de tristeza, la furia se fue.

Muy calma, y muy serena, dispuesta como siempre, a quedarse en el lugar donde está, la tristeza terminó su baño y sin ningún apuro (o mejor dicho sin conciencia del paso del tiempo), con pereza y lentamente, salió del estanque.

En la orilla encontró que su ropa ya no estaba.

Como todos sabemos, si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo, así que se puso la única ropa que había junto al estanque, la ropa de la furia.

Cuentan que desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada, pero si nos damos el tiempo de mirar bien, encontramos que esta furia que vemos, es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad... está escondida la tristeza.

(Jorge Bucay)

Leyenda de la luna y los sueños





Cuenta una leyenda que una noche se fue la luna de puntillas y no regreso. Acostumbrados a verla, no levantaban nunca la cabeza y una de esas noches se fue, vestida de luna nueva, harta ya de bailar en los cielos para que nadie la viera. Cuando quisieron darse cuenta solo descubrieron entre las estrellas enormes telarañas de ausencia.
Sin la luna, se escondieron los duendes y las ninfas se aletargaron en sus lagos; los lobos dejaron de aullar al viento y se quedaron solo en lobos; y los hombres, solo en hombres. Sin la luna los sueños bostezaron largamente y los niños se durmieron sin poder despertar, asustados de vivir sin la compañía de los sueños, en soledad.

Se convocaron cónclaves, concilios y conferencias. Enviaron a los más intrépidos a buscarla entre altos mares y los más fuertes levantaron hasta la última piedra por si se hubiera escondido debajo. Los más sabios buscaron en los libros y los viejos en todos y cada uno de sus recuerdos, pero la luna no estaba por mucho que la buscaran. Preguntaron a los ricos, a los pobres, a los reyes, incluso a los dioses preguntaron, pero la luna nunca estaba allí dónde la buscaban.

Pasaron los días y las semanas y luego los meses y los años. Y los niños crecían dormidos y, ¡ay! no subían ya las sirenas a la playa para peinarse la cabellera de espuma y algas. No había sonrisas ni algarabías en los patios y los niños, echados en sus camas, sin la compañía de sus sueños, en soledad.

Cuenta la leyenda que los hombres, incapaces de ver por más tiempo el vacío que dejó en los cielos, prendieron del firmamento una luna de cartón.
Por eso ahora ya no hay ninfas ni sirenas y los lobos son siempre lobos y los hombres, hombres. Porqué la luna que hoy vemos, no es aquella que una noche se fue de puntillas, llevándose todos los sueños, harta ya de que nunca la vieran.

Ritual de un viajero extravagante para la persona que ama




El viajero que coleccionaba fotogramas mentales raros, quería llevar la esencia de los lugares que le gustaban, de lo curioso, de la gente, de las cosas que veía y las charlas que tenía, para regalárselo como botín de viaje a la persona que amaba.

El viajero que coleccionaba imágenes de lo diferente, sabía que los momentos se escurren entre los dedos, que no se puede transmitir las sensaciones, ni la subjetividad, el detalle se escapa y se queda en un esbozo general.
No tuvo más remedio que recurrir a un secreto de familia. La fórmula de antiguas generaciones de viajeros extravagantes, para conservar la esencia de los momentos y lugares visitados, de la belleza filtrada a través de sus ojos. Deseaba exprimir el zumo del poso que le había quedado de cada sitio donde había estado y ofrendárselo a la persona que amaba.

El viajero que coleccionaba luces extrañas de lugares originales, cogió una espiral de recuerdos y sueños, siempre suelen venir en espiral, y la forró con en el cuero rojo de su pasión y reflejos de puesta de sol en el desierto. Sobre el cuero y con gena, dibujó unas flores raras que vio en el camino y lo secó con un soplete de gas fulano de tal que conoció en un tren en compañía de mengano. Como resultado quedó una imitación muy buena de la luz ambiente que lo envolvió cuando iba hacia el sur.

El viajero que coleccionaba visiones al margen de lo común fue recogiendo todas las emociones que podía, de cada lugar por donde estuvo y las metió en guardaesencias. Y así, en uno con cristal de color amarillo guardó suspiros arrancados por lo bonito que es aquello y lo otro, en otro redondo de color naranja evocaciones de olores y las de sabores en uno a juego, pero más pequeño. En un guardaesencias azul, que conservaba todo muy fresquito, se guardó todos los besos que los momentos “te echo de menos” le empujaban a la cabeza y se los sacaba por la boca al sentirlos llegar a la punta de la lengua. Menos mal que los guardaesencias no tenían fondo, de lo contrario no hubiese podido guardar tantos besos como guardó.

El viajero que coleccionaba todo lo que podía retener de lo diferente agrupó todo lo que había conseguido almacenar de sus viajes y se dispuso a finalizar el ritual secreto, el cual dejará de ser secreto cuando acabe el cuento, pero que sólo lo podrán realizar aquellos que sean viajeros extravagantes.
Se saco una lágrima disecada de cuando el mistral le hizo llorar y la corto en juliana. Le añadió limaduras de piel de gallina de aquella noche en el pueblo de montaña y saliva seca de boca abierta al salir aquella luna tan grandota y tan naranja. También tamizó una onomatopeya que se le había escapado mirando un mar que había cogido un color turquesa a juego con el cielo, y un silbido espontáneo de cuando vio aquella llanura verde e interminable con fondo de montañas nevadas. Con todo esto hizo un sofrito y lo colocó como guarnición de los objetos recolectados.

Cuando terminó el viajero que coleccionaba lo extrañamente singular, lo peregrino del absurdo, lo estrambóticamente disparatado dentro de lo excéntrico e inusitado entre lo estrafalariamente inaudito para lo insólito de lo peculiar, rezó al Dios de las cosas sencillas y pequeñas implorando su bendición sobre lo que había reunido y de esta forma, la persona que amaba, sintiese el calor de lo dedicado, el homenaje del cariño aún en la distancia y una pequeña perspectiva de un mundo muy raro y bonito. Todo un tesoro para un viajero extravagante.

(Marcos Hernando Jiménez)

El Vendedor de Sueños




Aquí, en una banca como esta, todos los días después del crepúsculo, se sentaba el vendedor de sueños. Su aspecto era como el de cualquier otro que ocupara los asientos de la plaza; lo que lo diferenciaba era un pequeño maletín, un maletín como este en donde guardaba su mercancía.
Como ustedes saben hay solamente dos tipos de sueños: los profundos y los livianos. Pero eso no es lo que importa, lo importante, lo caro, son los aderezos.
Sin importar que fueran profundos o livianos, un sueño podía ser dulce y reparador. O apacible, o fugaz, o delicioso, o tierno, o desenfrenado, o extraño, o divertido, o erótico. En fin cada sueño era como un traje y se adaptaba al gusto de cada cliente.
Así, cada noche venía la gente de los alrededores a comprar su sueño con los aderezos más insospechados. Sueños que los convertían por un instante tal vez en otras personas.
Una noche se acercó una mujer de aspecto normal, sencillo más bien, y se sentó al otro lado del banco. El la miró sin detallarla y no le pareció una cliente potencial así que la ignoró. Al rato, después de que casi todos sus clientes habituales se habían ido, la mujer le preguntó de pronto.
— ¿Tiene ilusiones?
El vendedor, al ver el aspecto común de aquella mujer, tardó en responder.
—Si. —le dijo finalmente.
—Quiero una.
—Son caras.
—Lo sé.
—Cuando digo caras me refiero a que son realmente caras —le dijo el vendedor volviendo a repasar el aspecto de la mujer.
—Quiero una –dijo la mujer y le entregó un manojo grande de billetes.
Ante aquella convicción, abrió despacito el bolsillo pequeño del maletín donde guardaba las ilusiones.
—Tengo que guardarlas así, usted sabe, son muy escurridizas —explicaba mientras desataba tres pañuelos.
Extrajo una con mucho cuidado y la colocó en la mano extendida de la mujer.
—Atrápela con las dos manos. Y tenga cuidado, no se la vaya a volar el viento. Ja. Imagínese, una ilusión volando por ahí... Uno no sabe a quién va a atropellar.
Pero a la mujer no le hizo gracia el chiste, apretó su ilusión entre las manos como le había indicado el vendedor y se fue.
Al vendedor le dio mucha curiosidad que alguien como ella comprara una ilusión. Ya había terminado su trabajo por hoy y no tenía nada que hacer así que decidió seguirla. Después de caminar un largo trecho llegó hasta una casa un tanto vieja y abandonada donde ella entró. Cuidadosamente se asomó por la ventana y vio una habitación en la que no había muebles, ni cuadros y la luz era más bien poca. La mujer tomó cuidadosamente la ilusión que recién había comprado y la depositó en un matero que había en el centro de la habitación. Inmediatamente comenzaron a crecer flores hasta formar un ramo grande de diferentes colores. La mujer se sentó entonces en el piso a contemplarlas mientras comía un pedazo de pan que sacó de un bolsillo.
Ahí estuvo sentada un largo rato, sonriente, sin hacer otra cosa que mirar las flores y comer pan.
Aburrido ya, el vendedor decidió regresar a su casa. Al día siguiente volvió la mujer y compró sin protestar otra ilusión. Y al día siguiente otra y luego otra durante dos semanas.
—Luce cansado. ¿Quiere ir a mi casa? —le preguntó la mujer de pronto con aquella sonrisa amplia con que la recordaba haberla visto la primera vez mirar las flores mientras comía el pan.
—Todavía tengo que hacer —se excusó él— Me faltan algunos clientes importantes que están por venir. Usted sabe, los negocios. Tal vez otro día. Gracias.
Al día siguiente la mujer no fue. Pero al siguiente tampoco y al siguiente tampoco. Y pasó toda una semana y la mujer no apareció.
Decidió entonces volver donde vivía la mujer. Se dio cuenta de que iba casi corriendo, pero no le importaba. Quería saber. Quería ver a aquella mujer.
Cuando llegó, se asomó por la ventana y todo había cambiado. En la habitación habían muebles y cuadros colgados en las paredes. Una coloridas cortinas adornaban las ventanas y se respiraba un fresco olor a hogar.
La mujer, sentada a la mesa adornada con muchas comidas, parecía alegre y contenta. Se le ocurrió entrar. ¿Por qué no? Una vez lo había invitado.
Mientras lo pensaba, vio cuando un hombre salió de la cocina con dos tazas de café y le entregaba una a ella. Ambos reían por algo que ella dijo.
Decidió retirarse. De inmediato se dio cuanta que en el apuro había dejado en la plaza el maletín de los sueños. Corrió rápidamente esperando que nadie lo hubiera encontrado.
Cuando llegó, lo encontró. Afortunadamente nadie lo había visto.
Abrió con avidez el pequeño bolsillo donde guardaba las ilusiones y desamarró los tres pañuelos. Esperaba encontrar una pequeña ilusión para colocarla aquí en el bolsillo del corazón y que en su vida crecieran flores.
Pero no encontró nada. Ya no quedaba ninguna.
Y vio como arriba comenzaba a apagarse la luna mientras un viento frío empezaba a azotar su humanidad. Comprendió entonces que un hombre triste y solitario es sencillamente aquel a quien ya se le acabaron todas las ilusiones.

(Juan Ramón Pérez)

miércoles, 10 de septiembre de 2008

La Princesa y el Enano




Había una vez una princesa que vivía en un palacio muy grande. El día en que cumplía trece años hubo una gran fiesta, con trapecistas, magos, payasos..... Pero la princesa se aburría. Entonces, apareció un enano, un enano muy feo que daba brincos y hacía piruetas en el aire. El enano fue todo un acontecimiento.
Bravo, Bravo, decía la princesa aplaudiendo y sin dejar de reír, y el enano, contagiado de su alegría, saltaba y saltaba, hasta que cayó al suelo rendido. “Sigue saltando, por favor” dijo la princesa. Pero el enano ya no podía más. La princesa se puso triste y se retiró a sus aposentos.....
Al rato, el enano, orgulloso de haber agradado a la princesa, decidió ir a buscarla, convencido de que ella se iría a vivir con él al bosque. “Ella no es feliz aquí” pensaba el enano. “Yo la cuidaré y la haré reír siempre”. El enano recorrió el palacio, buscando la habitación de la princesa, pero al llegar a uno de los salones vio algo horrible. Ante él había un monstruo que lo miraba con ojos torcidos y sanguinolentos, con unas manos peludas y unos pies enormes. El enano quiso morirse cuando se dio cuenta de que aquel monstruo era él mismo, reflejado en un espejo. En ese momento entró la princesa con su séquito.
“Ah estas aquí, qué bien, baila otra vez para mí, por favor”. Pero el enano estaba tirado en el suelo y no se movía. El médico de la corte se acercó a él y le tomó el pulso. “Ya no bailará más para vos, princesa” le dijo. “¿Por qué?” preguntó la princesa. “Porque se le ha roto el corazón”. Y la princesa contestó: “De ahora en adelante, que todos los que vengan a palacio no tengan corazón”.

(Adaptación anónima de "The birthday of Infante”,de Oscar Wilde)

La Contadora de Cuentos



Había una vez una mujer cuyo oficio era contar cuentos. Iba por todas partes ofreciendo su mercadería, relatos de aventuras, de suspenso, de horror o de lujuria, todo a precio justo. Un mediodía de agosto se encontraba en el centro de una plaza, cuando vio avanzar hacia ella un hombre soberbio, delgado y duro como un sable. Venía cansado, con un arma en el brazo, cubierto del polvo de lugares distantes y cuando se detuvo, ella notó un olor de tristeza y supo al punto que ese hombre venía de la guerra. La soledad y la violencia le habían metido esquirlas de hierro en el alma y lo habían privado de la facultad de amarse a sí mismo. ¿Tú eres la que cuenta cuentos?, preguntó el extranjero. Para servirle, replicó ella. El hombre sacó cinco monedas de oro y se las puso en la mano. Entonces véndeme un pasado, porque el mío está lleno de sangre y de lamentos y no me sirve para transitar por la vida, he estado en tantas batallas, que por allí se me perdió hasta el nombre de mi madre, dijo. Ella no pudo negarse, porque temió que el extranjero se derrumbara en la plaza convertido en un puñado de polvo, como le ocurre finalmente a quien carece de buenos recuerdos. Le indicó que se sentara a su lado y al ver sus ojos de cerca se le dio vuelta la lástima y sintió un deseo poderoso de aprisionarlo en sus brazos. Comenzó a hablar. Toda la tarde y toda la noche estuvo construyendo un buen pasado para ese guerrero, poniendo en la tarea su vasta experiencia y la pasión que el desconocido había provocado en ella. Fue un largo discurso, porque quiso ofrecerle un destino de novela y tuvo que inventarlo todo, desde su nacimiento hasta el día presente, sus sueños, anhelos y secretos, la vida de sus padres y hermanos y hasta la geografía y la historia de su tierra. Por fin amaneció y en la primera luz del día ella comprobó que el olor de la tristeza se había esfumado. Suspiró, cerró los ojos y al sentir su espíritu vacío como el de un recién nacido, comprendió que en el afán de complacerlo le había entregado su propia memoria, ya no sabía qué era suyo y cuánto ahora pertenecía a él, sus pasados habían quedado anudados en una sola trenza. Había entrado hasta el fondo en su propio cuento y ya no podía recoger sus palabras, pero tampoco quiso hacerlo y se abandonó al placer de fundirse con él en la misma historia...

(Fragmento de "Eva Luna" de Isabel Allende)