jueves, 28 de diciembre de 2017

La Viga

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Un día se encontraba un hechicero rodeado de espectadores, ante los cuales efectuaba sus maravillosos trucos. Entre ellos presentaba un gallo que levantaba una viga y la llevaba de un lado para otro como si fuese una ligera pluma. Pero entre los asistentes estaba una muchacha que había encontrado un trébol de cuatro hojas y, por tanto, era más lista e inteligente que los demás. Como nada podían con ella las artes de prestidigitación, vio que la viga no era sino una paja. Gritó entonces:
- ¡Eh, buena gente! ¿No veis que lo que lleva el gallo no es una viga, sino una simple paja?
Desapareció el hechizo, y los espectadores, dándose cuenta del truco, echaron al brujo con burlas e improperios. El hombre, con la rabia en el corazón, dijo para sí: "¡Me vengaré!."
Al cabo de algún tiempo, la muchacha celebraba su boda. Muy acicalada y ataviada dirigiese a la iglesia, seguida de una numerosa comitiva; para llegar al templo había que pasar por un despoblado. De pronto llegaron a un torrente, que bajaba muy crecido, y no había puente ni pasarela para cruzarlo. La novia, ni corta ni perezosa, subióse las faldas, dispuesta a vadear el riachuelo; y he aquí que cuando ya estaba en el centro, el hechicero de marras, que se hallaba cerca, se puso a gritar en tono burlón:
- ¡Eh! ¿dónde tienes los ojos que tomas esto por agua?
La muchacha levantó la mirada y viose, con las ropas levantadas, en medio de un campo de lino, cubierto de sus flores azules. Al verlo también todos los presentes, empezaron a reírse de ella

La zanahoria

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Éranse una vez dos hermanos que habían sentado plaza de soldados. El uno era rico, y el otro, pobre. El pobre, queriendo salir de su miseria, licencióse y se hizo campesino, dedicándose a cavar y labrar su pedacito de tierra, en el que sembró zanahorias. Germinó la semilla y brotó una zanahoria que no cesaba de crecer. Crecía a ojos vistas; cada día era más alta y más recia, y bien podía llamársele la reina de las zanahorias, pues jamás se había visto ni se verá otra igual. Al fin, llegó a alcanzar un tamaño tan extraordinario, que llenaba un carro, y se necesitaban dos bueyes para transportarla; y el campesino no sabía qué hacer con ella, ni si habría de ser su suerte o su desgracia. Al fin, pensó: "Si la vendo, no sacaré gran cosa, si me la como, lo mismo puedo comerme las pequeñas. Lo mejor será llevarla al Rey y regalársela como una cosa rara, en prueba de acatamiento." En consecuencia, la cargó en el carro, enganchó a él dos bueyes y se encaminó a la Corte, para ofrecerla al Rey.
- ¡Vaya una hortaliza extraña! - exclamó éste -. He visto en mi vida muchas maravillas, pero jamás un monstruo así, ¿De qué clase de semilla ha salido? ¿O tal vez es que tú eres un favorito de la suerte, y por ello te suceden estas cosas?
- Nada de eso - respondió el campesino -. No soy un favorito de la fortuna, sino un pobre soldado que, para poder subvenir a mis necesidades, pedí la licencia y me dedico a cultivar el suelo. Tengo un hermano rico, a quien Vuestra Majestad bien conoce; pero yo, como nada poseo, soy desconocido de todos.
Compadecióse el Rey de él y le dijo:
- Pues se ha terminado tu pobreza; te daré lo que haga falta para que no seas menos que tu hermano.
Y le regaló una cantidad de oro y campos, prados y rábanos, haciéndolo tan rico, que la fortuna de su hermano no podía compararse con la suya. Al enterarse éste de lo que había valido a su hermano una simple zanahoria, sintióse dominado por la envidia y se puso a cavilar en busca de algún medio para conseguir una dádiva parecida. Queriendo proceder de modo más inteligente, llevó al Rey oro y caballos, pensando que se le correspondería con regalos mucho más valiosos. Pues si a su hermano le habían dado tanto por una zanahoria, ¡qué no le darían a él a cambio de sus presentes! Aceptó el Rey el obsequio, y le dijo que lo mejor con que podía corresponderle era con aquella rarísima zanahoria; y, así, el rico hubo de cargar en su carro la hortaliza de su hermano y llevársela a casa. Una vez en ella, no sabía sobre quién descargar su cólera y mal humor, hasta que le vinieron malos pensamientos y decidió matar a su hermano.
Contrató a unos asesinos para que le tendiesen una emboscada, y mientras tanto él fue en su busca y le dijo:
- Hermano, yo sé donde hay un tesoro oculto. Iremos juntos a buscarlo y nos lo repartiremos.
Parecióle bien al otro, y se fue con él, sin recelar nada malo. Cuando llegaron a un lugar despoblado, asaltáronlo los bandidos y, atándolo, se dispusieron a colgarlo de un árbol. Pero en aquel momento oyóse a lo lejos un sonido de cascos de caballos y la voz de alguien que cantaba a grito pelado. Asustáronse los bandidos y pusieron pies en polvorosa, dejando a su prisionero metido en un saco, que ataron a una rama. El nombre, desde aquella altura, a costa de muchos esfuerzos consiguió abrir un agujero en el saco y asomó por él la cabeza.
Resultó que quien venía por el camino era un estudiante vagabundo, que cabalgaba cantando alegremente a través del bosque. Al observar el de arriba que era un solo individuo el que pasaba, gritóle:
- ¡Buenos días os dé Dios!
El estudiante miró a todas partes, y no viendo de dónde procedía la voz, preguntó:
- ¿Quién me llama?
Respondió el otro, desde el árbol:
- Levanta la vista. Estoy aquí, en el saco de la sabiduría. En muy poco rato he aprendido grandes cosas. Todas las escuelas juntas nada valen en comparación. Un poquitín más y lo sabré todo, y bajaré del árbol más sabio que ningún otro hombre. Entiendo las estrellas y constelaciones, el soplar de todos los vientos, la arena del mar, la curación de las enfermedades, la virtud de las hierbas, las aves y las piedras. Si estuvieses tú aquí, verías las maravillas que fluyen del saco de la verdad.
Al oír el estudiante todo aquello, dijo, lleno de admiración: - ¡Bendita sea la hora en que te encontré! ¿No me dejarías subir un ratito al saco?
Contestó el de arriba, como si lo concediese a regañadientes:
- Te dejaré subir un rato en recompensa de tus buenas palabras; pero tendrás que aguardar aún una hora, pues me falta aprender todavía una cosa.
Cuando el estudiante llevaba ya un rato aguardando, empezó a hacérsele larga la espera y rogó al otro que le permitiese entrar enseguida, pues su sed de sabiduría era irresistible. Entonces el de arriba, como si cediese de mala gana, dijo:
- Para que pueda salir del saco de la sabiduría tienes que soltar la cuerda que lo sostiene. Entonces te meterás tú.
Bajólo, pues, el estudiante y, desatando el saco, lo puso en libertad.
- Ahora súbeme enseguida - dijo, y quería meterse de pie. - ¡Espera! - exclamó el otro -. Así no - y agarrándolo de la cabeza, metiólo de patas arriba. Ató luego el saco sólidamente, lo subió, tirando de la cuerda, hasta lo alto de la rama y, dejándolo que se columpiase a merced del viento, le dijo:
- ¿Qué tal, amigo? Ya debes de estar sintiendo que te entra la sabiduría y que aprendes muchas cosas. Ahí te quedas, hasta que hayas ganado en listeza.
Y montando en el caballo del estudiante, se alejó, aunque al cabo de una hora envió a que lo libertasen.

La vieja pordiosera

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Érase una vez una mujer muy vieja. En más de una ocasión habrás visto a una vieja pidiendo limosna, ¿verdad? Pues también ésta lo hacía, y cada vez que le daban algo, exclamaba:
- ¡Dios se lo pague!
Llamó cierto día a una puerta y encontróse con un bribón de muchacho que se estaba calentando al fuego. El mozo miró con simpatía a la pobre vieja, que continuaba en la puerta, tiritando:
- Acercaos a calentaros, abuela - le dijo.
Entró la mujer y se aproximó tanto al fuego que, sin darse ella cuenta, las llamas prendieron en sus harapos, mientras el muchacho se quedó mirándolo. Debía haber apagado el fuego, ¿no? ¿Verdad que su deber era apagarlo? Y si no tenía agua a mano, debía acumular en los ojos toda la que tenía en el cuerpo y, a fuerza de lágrimas, hacer manar dos arroyos con que extinguirlo.

Los tres operarios

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Éranse tres compañeros de oficio que habían convenido correr el mundo juntos y trabajar siempre en una misma ciudad. Llegó un momento, empero, en que sus patronos apenas les pagaban nada, por lo que se encontraron al cabo de sus recursos y no sabían de qué vivir.
Dijo uno:
- ¿Cómo nos arreglaremos? No es posible seguir aquí por más tiempo. Tenemos que marcharnos, y si no encontramos trabajo en la próxima ciudad, nos pondremos de acuerdo con el maestro del gremio para que cada cual le escriba comunicándole el lugar en que se ha quedado; así podremos separarnos con la seguridad de que tendremos noticias los unos de los otros.
Los demás convinieron en que esta solución era la más acertada, y se pusieron en camino.
A poco se encontraron con un hombre, ricamente vestido, que les preguntó quiénes eran.
- Somos operarios que buscamos trabajo. Hasta ahora hemos vivido juntos, pero si no hallamos acomodo para los tres, nos separaremos.
- No hay que apurarse por eso - dijo el hombre -. Si os avenís a hacer lo que yo os diga, no os faltará trabajo ni dinero. Hasta llegaréis a ser grandes personajes, e iréis en coche.
Respondió uno:
- Estamos dispuestos a hacerlo, siempre que no sea en perjuicio de nuestra alma y de nuestra salvación eterna.
- No - replicó, el desconocido -, no tengo interés alguno en ello -. Pero uno de los mozos le había mirado los pies y observó que tenía uno de caballo y otro de hombre, por lo cual no quiso saber nada de él. Mas el diablo declaró:
- Estad tranquilos. No voy a la caza de vuestras almas, sino de otra que es ya mía en una buena parte, y sólo falta que colme la medida.
Ante esta seguridad aceptaron la oferta, y el diablo les explicó lo que quería de ellos. El primero contestaría siempre de esta forma a todas las preguntas: "Los tres"; el segundo: "Por dinero," y el último: "Era justo." Debían repetirlas siempre por el mismo orden, absteniéndose de pronunciar ninguna palabra más. Y si infringían el mandato, se quedarían inmediatamente sin dinero, mientras que si lo cumplían, tendrían siempre los bolsillos llenos. De momento les dio todo el que podían llevar, ordenándoles que, al llegar a la ciudad, se dirigiesen a una determinada hospedería, cuyas señas les dio. Hiciéronlo ellos así, y salió a recibirlos el posadero, preguntándoles - ¿Queréis comer?
A lo cual respondió el primero:
- Los tres.
- Desde luego - respondió el hombre -; ya me lo suponía.
Y el segundo añadió:
- Por dinero.
Naturalmente! - exclamó el dueño.
Y el tercero:
- Y era justo.
- ¡Claro que es justo! - dijo el posadero.
Después que hubieron comido y bebido bien, llegó el momento de pagar la cuenta, que el dueño entregó a uno de ellos.
- Los tres - dijo éste.
- Por dinero - añadió el segundo.
- Y era justo - acabó el tercero.
- Desde luego que es justo - dijo el dueño -; pagan los tres, y sin dinero no puedo dar nada.
Ellos le abonaron más de lo que les pedía, y al verlo, los demás huéspedes exclamaron:
- Esos individuos deben de estar locos.
- Sí, lo están - dijo el posadero -; les falta un tornillo.
De este modo permanecieron varios días en la posada, sin pronunciar más palabras que: "Los tres," - "Por dinero," - "Era justo." Pero veían y sabían lo que allí pasaba.
He aquí que un día llegó un gran comerciante con mucho dinero, y dijo al dueño:
- Señor posadero, guardadme esta cantidad, pues hay ahí tres obreros que me parecen muy raros, y temo que me roben.
Llevó el posadero la maleta del viajero a su cuarto, y se dio cuenta de que estaba llena de oro. Entonces asignó a los tres compañeros una habitación en la planta baja, y acomodó al mercader en una del piso alto. A medianoche, cuando vio que todo el mundo dormía, entró con su mujer en el aposento del comerciante y lo asesinó de un hachazo. Cometido el crimen, fueron ambos a acostarse. A la mañana siguiente se produjo una gran conmoción en la posada, al ser encontrado el cuerpo del mercader muerto en su cama, bañado en sangre. El dueño dijo a todos los huéspedes, que se habían congregado en el lugar del crimen:
- Esto es obra de esos tres estrambóticos obreros -, lo cual fue confirmado por los presentes, que exclamaron:
- Nadie pudo haberlo hecho sino ellos.
El dueño los mandó llamar y les preguntó:
- ¿Habéis matado al comerciante?
- Los tres - respondió el primero.
- Por dinero - añadió el segundo.
- Y era justo - dijo el último.
- Ya lo habéis oído -dijo el posadero -. Ellos mismos lo confiesan.
En consecuencia, fueron conducidos a la cárcel, en espera de ser juzgados. Al ver que la cosa iba en serio, entróles un gran miedo; mas por la noche se les presentó el diablo y les dijo:
- Aguantad aún otro día y no echéis a perder vuestra suerte. No os tocarán un cabello de la cabeza.
A la mañana siguiente comparecieron ante el tribunal, y el juez procedió al interrogatorio:
- ¿Sois vosotros los asesinos? - Los tres.
- ¿Por qué matasteis al comerciante? - Por dinero.
- ¡Bribones! - exclamó el juez -. ¿Y no habéis retrocedido ante el crimen?
- Era justo.
- Han confesado y siguen contumaces - dijo el juez -. Que sean ejecutados enseguida.
Fueron conducidos al lugar del suplicio, y el posadero figuraba entre los espectadores. Cuando los ayudantes del verdugo los habían subido al patíbulo, donde el ejecutor aguardaba con la espada desnuda, de pronto se presentó un coche tirado por cuatro caballos alazanes, lanzados a todo galope. Y, desde la ventanilla, un personaje, envuelto en una capa blanca, venía haciendo signos.
Dijo el verdugo:
- Llega el indulto - y, en efecto, desde el coche gritaban: "¡Gracia, ¡gracia!." Saltó del coche el diablo, en figura de noble caballero, magníficamente ataviado, y dijo:
- Los tres sois inocentes. Ya podéis hablar. Decid lo que habéis visto y oído.
Y dijo entonces el mayor:
- Nosotros no asesinamos al comerciante. El culpable está entre los espectadores - y señaló al posadero -. Y en prueba de ello, que vayan a la bodega de su casa, donde encontrarán otras muchas víctimas.
Fueron enviados los alguaciles a comprobar la verdad de la acusación, y cuando lo hubieron comunicado al juez, éste ordenó que fuese decapitado el criminal.
Dijo entonces el diablo a los tres compañeros.
- Ahora ya tengo el alma que quería. Quedáis libres, y con dinero para toda vuestra vida.

Los tres hermanos

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 Érase un hombre que tenía tres hijos y, por toda fortuna, la casa en que habitaba. A cada uno de los tres le hubiera gustado heredarla, mas el padre los quería a todos por igual y no sabía cómo arreglárselas para dejar contentos a los tres. Tampoco estaba dispuesto a vender la casa, pues había pertenecido ya a sus bisabuelos; de no ser así, la habría convertido en dinero y lo habría repartido entre los mozos. Ocurriósele, al fin, una solución y dijo a los mozos:
- Salid a correr mundo y que cada cual aprenda un oficio. Cuando regreséis, la casa será para el que demuestre mayor habilidad en su arte.
Aviniéronse los hijos. El mayor resolvió aprender la profesión de herrador; el segundo quiso hacerse barbero, y el último, profesor de esgrima. Luego calcularon el tiempo que tardarían en volver a su casa, y partieron, cada uno por su lado. Tuvieron la suerte de encontrar buenos maestros, y los tres salieron excelentes oficiales. El herrador llegó a herrar los caballos del Rey, y pensó: "Ya no cabe duda de que la casa será para mí." El barbero tenía entre su clientela a los más distinguidos personajes, y estaba también seguro de ser el heredero. En cuanto al profesor de esgrima, hubo de encajar más de una estocada, pero apretó los dientes y no se desanimó, pensando: "Si temo a las cuchilladas, me quedaré sin casa."
Transcurrido el tiempo concertado, volvieron a reunirse los tres con su padre. Pero no sabían cómo encontrar la ocasión de mostrar sus habilidades. Mientras estaban deliberando sobre el caso, vieron una liebre que corría a campo traviesa.
- ¡Mirad! - dijo el barbero -. Esta liebre nos viene al dedillo - y, tomando la bacía y el jabón, preparó bien la espuma. Cuando llegó a su altura el animal, lo enjabonó y afeitó en plena carrera, dejándole un bigotito, y todo ello sin hacerle un solo corte ni el menor daño.
- Me ha gustado - dijo el padre -; y si tus hermanos no se esmeran mucho, tuya será la casa.
Al poco rato llegó un señor en coche, a toda velocidad.
- Padre, ahora veréis de lo que yo soy capaz - dijo el herrador, y, sin detener al caballo, que iba lanzado al galope, arrancóle las cuatro herraduras y le puso otras nuevas.
- ¡Muy bien! - exclamó el padre -. Estás a la altura de tu hermano. No sé a quién de vosotros voy a dejar la casa.
Dijo entonces el tercero:
- Padre, esperad a que yo os muestre mis habilidades.
En esto empezó a llover, y el mozo, desenvainando la espada, se puso a esgrimirla sobre su cabeza con tal agilidad que no le cayó encima ni una sola gota de agua. La lluvia fue arreciando hasta caer a cántaros; pero él menudeaba las paradas con velocidad siempre creciente, quedando tan seco como si se encontrase bajo techado.
Al verlo el padre, no pudo por menos de exclamar:
- Te llevas la palma; tuya es la casa.
Los otros dos hermanos se conformaron con la sentencia, como se habían obligado de antemano. Pero los tres se querían tanto, que siguieron viviendo juntos en la casa, practicando cada cual su oficio; y como eran tan buenos maestros, ganaron mucho dinero. Y así vivieron unidos hasta la vejez; y cuando el primero enfermó y murió, tuvieron tanta pena los otros, que enfermaron a su vez y no tardaron en seguir al mayor a la tumba. Y como habían sido tan hábiles artífices y se habían querido tan entrañablemente, fueron enterrados juntos en una misma sepultura

La ondina del estanque

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 Érase una vez un molinero que vivía felizmente con su esposa. Tenían dinero y tierras, y su riqueza aumentaba de año en año. Pero la desgracia viene cuando menos se piensa. Y si hasta entonces su fortuna había ido creciendo, a partir de un momento dado comenzó a menguar sin saber cómo, y, al fin, el molinero apenas pudo llamar suyo el molino en que vivía. Andaba el hombre triste y preocupado, y cuando, después del trabajo de la jornada, retirábase a descansar, no lograba conciliar el sueño y se pasaba las horas revolviéndose en la cama.
Una mañana se levantó antes del amanecer y salió al campo, pensando que aquello le aligeraría el corazón. Al pasar por la presa del molino, el sol mandaba sus primeros rayos, y el hombre oyó un rumor que subía del agua. Volvióse y vio una mujer bellísima que salía lentamente del estanque. Su larga cabellera, que, con las delicadas manos, mantenía sujeta sobre sus hombros, le caía por ambos lados, cubriéndole el blanquísimo cuerpo.
Bien se dio cuenta el molinero de que aquella mujer era la ondina del estanque, y, sobrecogido de temor, no sabía si quedarse o huir. Pero la ondina dejó oír su armoniosa voz y, llamándolo por su nombre, preguntóle el motivo de su tristeza. De momento, el molinero permaneció mudo; pero al oír que le hablaba tan amistosamente, cobró ánimos y le contó cómo, después de haber sido tan rico y feliz, se veía reducido a tal extremo de pobreza, que no sabía cómo salir del paso.
- Tranquilízate - díjole la ondina -. Te haré más rico y más feliz de lo que jamás fuiste. Sólo debes prometerme que me darás lo que acaba de nacer en tu casa.
- ¿Qué otra cosa puede ser - pensó el molinero - sino un perrito o un gatito? - y accedió a lo que se le pedía.
Desapareció la ondina en el agua, y el hombre regresó, consolado y contento, a su molino. Antes de llegar acudió a su encuentro la sirvienta, felicitándole porque su esposa acababa de dar a luz un niño. Detúvose el molinero como herido por un rayo, pues comprendió que la pérfida ninfa lo había engañado. Acercóse, cabizbajo, al lecho de su esposa.
- ¿Cómo no te alegras a la vista de este hermoso niño? - le preguntó ella.
El molinero le contó entonces lo que acababa de sucederle, y la promesa que había hecho a la ondina.
- ¡De qué nos servirá la riqueza y la prosperidad - agregó - si debemos perder a nuestro hijo! Pero, ¿qué puedo hacer? -. Tampoco hallaron remedio los parientes que acudieron a felicitarlo.
Y, en efecto, la prosperidad volvió a la casa del molinero. Salíanle bien todos los negocios que emprendía. Parecía como si las arcas se llenaran por sí solas, y como si el dinero se multiplicase por la noche en el armario. Al cabo de poco tiempo, era ya más rico que nunca lo fuese. Pero no podía gozar tranquilo de su fortuna, pues la promesa hecha a la ondina le roía el corazón. Cada vez que pasaba junto al estanque, temía verla salir del agua a recordarle su deuda. Al niño le tenía prohibido acercarse al agua.
- ¡Guárdate de acercarte a la orilla - le decía constantemente -, pues si tocas el agua saldrá una mano, que te agarrará y se te llevará al fondo!
Sin embargo, viendo que transcurrían los años y la ondina no se presentaba, el hombre empezó a tranquilizarse.
El niño se hizo mayorcito y fue enviado a un montero para que le enseñara el oficio. Terminado el aprendizaje, y siendo ya un hábil cazador, entró al servicio del señor del lugar. Había en el pueblo una muchacha hermosa y honesta, de la que el joven se enamoró. Al observarlo su amo, le regaló una casita. Celebraron la boda y vivieron tranquilos y felices, pues se querían tiernamente.
Un día, el cazador iba persiguiendo un corzo. El animal salió del bosque y echó a correr campo a través; el mozo lo siguió y lo derribó de un tiro. Sin darse cuenta de que se hallaba muy cerca del estanque, una vez destripada la pieza, se acercó al agua para lavarse las manos manchadas de sangre. Mas apenas las había metido en el agua, apareció la ondina con rostro sonriente, le rodeó el cuerpo con sus húmedos brazos y se lo llevó al fondo, tan rápidamente, que las ondas saltaron sobre su cabeza.
Al anochecer, viendo que no regresaba el cazador, una gran angustia invadió a su esposa. Salió en su busca, y, como había oído muchas veces que debía guardarse de las acechanzas de la ondina y no acercarse a la presa, en seguida sospechó lo que había ocurrido. Corrió al estanque y, al encontrar el morral en la orilla, ya no pudo seguir dudando de su desgracia. Llorando y retorciéndose las manos, gritó mil veces el nombre de su amado, pero en vano. Pasando al lado opuesto de la presa, repitió sus llamadas y dirigió duros reproches a la ondina, pero no obtuvo la menor respuesta. La superficie del agua continuó tranquila, reflejando el rostro inmóvil de la media luna.
La pobre mujer no podía apartarse del estanque. A grandes pasos, sin un momento de descanso, le dio la vuelta una y otra vez, ya en silencio, ya prorrumpiendo en agudos gritos o murmurando sus lamentaciones. Al fin se agotaron sus fuerzas. Desplomóse en el suelo y quedó profundamente dormida. Y entonces empezó a soñar...
Trepaba angustiosamente entre grandes bloques de rocas; espinas y zarcillos se le cogían a los pies; la lluvia le azotaba el rostro, y el viento le hacía flotar la larga cabellera. Al llegar a la cumbre, el cuadro cambió por completo: el cielo era azul, el aire, tibio; el suelo descendía suavemente, y, en medio de un prado verde y florido, levantábase un primorosa cabaña. Dirigióse a ella y abrió la puerta. Dentro estaba una anciana de blancos cabellos, que le hizo un signo amistoso. En aquel momento despertóse la pobre mujer.
Amanecía... La muchacha tomó la resolución de seguir las indicaciones del sueño. Subió fatigosamente a la cima de la montaña, encontrándolo todo tal como lo viera por la noche. La vieja la recibió afablemente y le indicó una silla, invitándola a sentarse.
- Sin duda has sufrido una desgracia - le dijo -, puesto que acudes a mi solitaria choza.
La mujer, llorando, le contó su infortunio.
- Consuélate - le dijo la anciana -. Yo te ayudaré. Ahí tienes un peine de oro. Espera a que la luna sea llena. Vete entonces al estanque, siéntate a la orilla y peina tu largo cabello negro con este peine. Cuando hayas terminado, déjalo en la orilla y verás lo que ocurre.
Volvióse la mujer a su casa, y el tiempo se le hizo muy largo esperando el plenilunio. Al fin brilló en el cielo el disco de plata, y ella se encaminó al estanque. Se sentó a la orilla, peinóse el largo y negro cabello con el peine de oro y, cuando hubo terminado, lo depositó al borde del agua. A los pocos momentos subió del fondo un intenso borboteo, y levantóse una ola que barrió la orilla y arrastró el peine en su retroceso. Apenas había tenido tiempo el peine de llegar al fondo, cuando se abrió la superficie del estanque y apareció la cabeza del cazador. No dijo nada, limitándose a mirar a su esposa con tristes ojos. Inmediatamente vino una segunda ola y cubrió la cabeza del hombre. Todo desapareció; el espejo de las aguas quedó tranquilo como antes, con sólo el rostro de la luna reflejándose en él.
Volvióse la mujer desconsolada, y se durmió... Y el sueño la transportó nuevamente a la cabaña de la vieja. Por la mañana repitió el camino y, presentándose a la anciana, le contó lo ocurrido. La vieja le entregó entonces una flauta de oro, diciéndole:
- Aguarda otra vez que sea luna llena. Entonces coges la flauta y, sentada en la orilla, entonas con ella una bonita melodía. Una vez hayas terminado, dejas el instrumento en la arena. Verás lo que sucede.
Siguió la mujer las instrucciones de la vieja, y, no bien hubo depositado la flauta sobre la arena, prodújose un nuevo borboteo, y se elevó una ola, que se llevó el instrumento. Pocos instantes después volvía a partirse la superficie y salía del fondo no sólo la cabeza, sino la mitad del cuerpo del hombre, el cual tendió, anhelante, los brazos a su esposa. Pero una segunda ola lo cubrió y lo arrastró al fondo.
- ¡Ay de mí! - exclamó la desdichada -. ¿De qué me sirve ver a mi amado, si he de volver a perderlo? -. Y su alma cayó nuevamente en la desesperación. Pero el sueño llevóla por vez tercera a la choza de la anciana. Acudió a ella al día siguiente; la vieja le dio una rueca de oro y, consolándola, le dijo:
- Aún no ha terminado todo. Aguarda a la luna llena. Te vas con la rueca a la orilla, hilas toda una canilla y, cuando hayas terminado, dejas la rueca al lado del agua y verás qué ocurre.
La mujer siguió fielmente sus indicaciones. En cuanto brilló la luna llena, fue con la rueca a la orilla y estuvo hilando hasta tener la canilla llena de hilo. Apenas había dejado la rueca en el borde, prodújose en el agua una agitación más intensa aún que las veces anteriores; una poderosa ola se precipitó contra la orilla y se llevó la rueca. En el mismo instante, la cabeza y el cuerpo entero del hombre emergió del fondo del estanque. Saltó rápido a la orilla, cogió de la mano a su esposa y echó a correr con ella. Mas apenas habían corrido unos pasos cuando la masa de agua se levantó con gran furia y estrépito e invadió toda la pradera. Ya veían los fugitivos la muerte ante sus ojos. Entonces la mujer, angustiada, invocó el auxilio de la anciana y, al instante, quedaron ambos transformados: ella, en sapo, y él en rana. La inundación, al alcanzarlos, no pudo hacerles daño, aunque los separó, arrastrándolos muy lejos el uno del otro.
Al retirarse las aguas y tocar los dos de nuevo la tierra seca, recobraron la forma humana; pero ninguno sabía dónde estaba el otro. Se encontraban entre extranjeros, que no conocían su país. Separábanlos altas montañas y profundos valles, y, para ganarse la comida, los dos hubieron de hacerse pastores. Y así transcurrieron largos años, guardando los rebaños y conduciéndolos por campos y bosques, llena el alma de tristeza y nostalgia.
Una vez la primavera hizo florecer de nuevo los prados salieron ambos el mismo día con sus rebaños, y quiso el azar que tomara cada uno la dirección del otro. Él avistó en una lejana ladera montañosa una manada de ovejas, y condujo la suya hacia allí. Se encontraron en un valle y, aunque no se reconocieron, sintieron cierto alivio al no hallarse tan solos. Desde aquel día llevaron sus rebaños a un mismo sitio. Hablaban poco, pero se sentían consolados. Una noche en que la luna brillaba en el cielo, cuando ya dormían las ovejas, sacó el pastor la flauta de su bolsillo y púsose a tocar una canción tan hermosa como triste. Al terminar, observó que la pastora estaba llorando amargamente.
- ¿Por qué lloras? - le preguntó.
- ¡Ay! - respondió ella -. También brillaba la luna llena la última vez en que, tocando yo esta misma canción, la cabeza de mi amado surgió de las aguas del estanque.
Miróla él y fue como si le cayese un velo de los ojos. Reconoció a su amadísima esposa. Y cuando ella, a su vez, levantó los suyos a su rostro, iluminado por la luz de la luna reconociólo también. Abrazáronse, besáronse y... ¿es necesario preguntar si fueron felices?

Los tres haraganes

Un rey tenía tres hijos, a los que quería por igual, por lo que no sabía a quién de ellos legar el trono a su muerte. Al darse cuenta de que se acercaba su última hora, llamólos junto a su lecho y les dijo:
- Hijos míos muy queridos: he pensado una cosa y os la voy a decir. Heredará el trono aquel de los tres que sea más perezoso.
Dijo entonces el mayor:
- Padre, en ese caso, el reino me pertenece, pues soy tan perezoso que, cuando me acuesto, no me decido a cerrar los ojos para dormir, aunque me caiga una gota en ellos.
Habló, a su vez, el segundo:
- Padre, mío es el reino, pues es tal mi pereza que, cuando me siento junto al fuego para calentarme, antes me quemo los talones que retirar las piernas.
Y el tercero:
- Padre, yo digo que el trono es para mí, pues mi pereza es tal, que si fuesen a ahorcarme y, teniendo ya el nudo en torno al cuello, alguien me pusiera en la mano un cuchillo afilado para cortar la cuerda, antes dejaría que me colgasen que levantar la mano hasta la cuerda.
Al oír esto, el padre dijo:
- Tú eres el que ha llevado la cosa más lejos. Por consiguiente, tú serás el Rey.

Los tres cirujanos

Viajaban por esos mundos tres cirujanos castrenses, que creían conocer muy bien su profesión, y entraron a pasar la noche en una posada. Preguntóles el posadero de dónde venían y adónde se dirigían.
- Vamos por el mundo ejerciendo nuestro arte - respondieron.
- Mostradme, pues, de lo que sois capaces - dijo el patrón.
El primero dijo que se cortaría la mano, y a la mañana siguiente volvería a unirla al brazo y quedaría curado. El segundo se comprometió a sacarse el corazón y volvérselo a poner por la mañana; y el tercero dijo que se sacaría los ojos, y a la siguiente mañana los devolvería a su lugar.
- Si en realidad hacéis lo que decís, es que, en efecto conocéis vuestra profesión - observó el posadero. Y es que los tres cirujanos tenían una pomada capaz de curar cualquier herida; y llevaban siempre consigo un frasco de ella.
Cortáronse, pues, la mano, el corazón y los ojos, respectivamente, tal y como habían dicho y, depositándolos en un plato, lo entregaron al fondista, el cual, a su vez, lo pasó a una criada para que lo guardase cuidadosamente en el armario. Pero la criada tenía, de escondidas, un novio que era soldado. Cuando el dueño, los tres cirujanos y todos los huéspedes se hubieron acostado, llegó el muchacho y pidió algo de comer, y la criada, abriendo el armario de la despensa, le sirvió una cena; y con la alegría de verse al lado de su novio, y poder charlar con él, olvidóse de cerrar el armario.
Mientras estaba tan contenta con su soldadito, sin pensar en que podría ocurrirle nada malo, el gato se deslizó furtivamente en la cocina y, encontrando abierta la puerta del armario, hízose con la mano, el corazón y los ojos de los cirujanos y se escapó con ellos. Una vez cenado el soldadito, la sirvienta quitó la mesa y, al disponerse a cerrar el armario, se dio cuenta de que estaba vacío el plato que le entregara el dueño para guardarlo.
- ¡Desdichada de mí! ¿Y cómo me las arreglo ahora? - exclamó muy asustada -. Han desaparecido la mano, el corazón y los ojos. ¡La que me espera mañana!
- No te preocupes - le dijo el soldado -; yo voy a arreglarlo. Ahí fuera, en la horca, hay colgado un ladrón. Le cortaré una mano. ¿Cuál era?
- La derecha.
Diole la muchacha un afilado cuchillo, y el hombre se fue a cortar la mano del condenado. A continuación, cogió al gato y le sacó los ojos. Y ya sólo faltaba el corazón.
- ¿No habéis matado un cerdo y guardáis la carne en la bodega?
- Sí - respondió la sirvienta.
- Pues no hace falta más - dijo el soldado.
Bajó a la bodega y trajo el corazón del cochino. La muchacha lo puso todo en el plato y lo colocó en el armario, y cuando el novio se hubo despedido, acostóse tranquilamente.
Por la mañana, al levantarse los cirujanos pidieron a la criada que les trajese el plato con la mano, el corazón y los ojos. Hizo ella lo que le pedían, y el primero se aplicó la mano del ladrón, y, por efecto de la milagrosa pomada quedó, en el acto, adherida al brazo. Los otros dos se quedaron, respectivamente, con el corazón del cerdo y los ojos del gato. El posadero, que había asistido a la operación, maravillóse de su arte y declaró que jamás había visto prodigio semejante, y que los encomiaría y recomendaría en todas partes. Ellos pagaron el hospedaje y se marcharon.
Durante el camino, el del corazón de cerdo, tan pronto como encontraba un rincón se iba directamente a hozar en él, como es costumbre de los cerdos. Sus compañeros hacían lo posible por retenerlo, cogiéndolo por los faldones de la guerrera, pero todo era inútil; él se soltaba, para precipitarse a los lugares más sucios. También el segundo se sentía algo extraño, y, frotándose los ojos, decía al primero:
- ¿Qué pasa, compañeros? Estos ojos no son los míos. No veo nada, guíame para que no me caiga.
Y así continuaron, con penas y trabajos, hasta la noche, en que llegaron a otra posada. Entraron juntos en la sala general, y vieron a un hombre muy rico que estaba contando dinero en la mesa de una esquina. El de la mano del ladrón dio unas vueltas frente a él, estiró dos o tres veces el brazo y, en un momento en que el hombre se volvió, metió mano en el dinero y se llevó un buen puñado.
Violo el segundo y le dijo:
- ¿Qué haces, compañero? No debes robar. ¡Qué vergüenza!
- No he podido evitarlo - respondió el otro -. Me tira la mano y me fuerza a cogerlo, quiera o no.
Fuéronse luego a dormir, y la habitación estaba tan oscura que no se veía nada a dos dedos de distancia, cuando, de repente, el de los ojos de gato despertó a sus compañeros, exclamando:
- Hermanos, ¿no veis esos ratoncitos blancos que corren por ahí?.
Incorporáronse los otros dos, pero no vieron nada; y entonces, dijo él:
- Algo nos ocurre a los tres. Seguro que no nos devolvieron lo nuestro. Tenemos que volver a la otra posada, en la que nos engañaron.
A la mañana siguiente desandaron el camino de la víspera y dijeron al hostelero que no les habían devuelto las partes de su cuerpo que les pertenecían. El uno había recibido la mano de un ladrón; el segundo, los ojos de un gato, y el tercero, un corazón de cerdo. Disculpóse el posadero diciendo que debía ser cosa de la criada. Pero ésta, al ver regresar a los tres, huyó por la puerta trasera y no volvió a aparecer por aquellos lugares. Entonces los tres amigos le exigieron que los compensase con una fuerte cantidad de dinero, amenazándole con incendiar su casa. El hombre les dio cuanto poseía y algo más que logró reunir, y los tres marcharon con lo necesario para el resto de su vida. Pero la verdad es que hubieran preferido recobrar lo que les pertenecía.

San José en el bosque

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Érase una vez una madre que tenía tres hijas; la mayor era mala y displicente; la segunda, pese a sus defectos, era ya mucho mejor, y la tercera, un dechado de piedad y de bondad. La madre, cosa extraña, prefería a la mayor, y, en cambio, no podía sufrir a la pequeña, por lo cual solía mandarla a un bosque con objeto de quitársela de encima, convencida de que un día u otro se extraviaría y nunca más volvería a casa. Pero el ángel de la guarda, que vela por los niños buenos, no la abandonaba, y siempre la conducía por el buen camino. Sin embargo, una vez el angelito hizo como que se distraía, y la niña no logró encontrar el sendero para regresar. Siguió caminando hasta el anochecer y, viendo a lo lejos una lucecita, dirigióse a ella a toda prisa y llegó ante una pequeña choza. Llamó, abrióse la puerta y, al franquearla, se encontró ante una segunda puerta, a la cual llamó también. Acudió a abrirla un hombre anciano, de aspecto venerable y blanquísima barba. Era el propio San José, que le dijo, cariñoso:
- Entra, pequeña, siéntate junto al fuego en mi sillita y caliéntate; iré a buscarte agua límpida si tienes sed; pero, en cuanto a comida, aquí en el bosque no tengo nada para ofrecerte, como no sean unas raicillas que habrás de pelar y cocer.
Dióle San José las raíces; la muchachita las raspó cuidadosamente y, sacando luego el trocito de tortilla y el pan que le había dado su madre, lo puso todo al fuego en un pucherito y lo coció en un puré.
Cuando estuvo preparado, díjole San José:
- ¡Tengo tanta hambre! ¿No me darías un poco de tu comida?
La niña le sirvió de buen grado una porción mayor de la que se quedó para sí misma; pero Dios bendijo su cena, y la muchachita quedó saciada. Luego dijo el santo:
- Ahora, a dormir; pero sólo tengo una cama. Tú te acuestas en ella, y yo me echaré en el suelo, sobre la paja.
- No - respondió la niña -, tú te quedas con la cama; a mí me basta con la paja.
Pero San José la cogió en brazos y la llevó a la camita, donde la chiquilla se durmió después de haber rezado sus oraciones. Al despertarse a la mañana siguiente, quiso dar los buenos días al viejo, mas no lo vio. Lo buscó por todas partes sin lograr encontrarlo, hasta que, finalmente, detrás de la puerta, descubrió un saco con dinero, tan pesado, que apenas podía llevarlo; y encima estaba escrito que era para la niña que había dormido allí aquella noche. Cargando con el saco, emprendió el camino de vuelta a su casa, a la que llegó sin contratiempo. Y como entregó todo el dinero a su madre, la mujer no pudo por menos que darse por satisfecha. Al otro día entráronle ganas a la hermana segunda de ir al bosque, y la madre le dio bastante más tortilla y pan que a su hermanita la víspera. Discurrieron las cosas como con la pequeña. Llegó al anochecer a la cabaña de San José, quien le dio raíces para cocerlas, y, cuando ya estuvieron preparadas, le dijo igualmente:
- ¡Tengo hambre! Dame un poco de tu cena.
Respondióle la muchacha:
- Haremos partes iguales.
Y cuando el santo le ofreció la cama, diciéndole que dormiría él sobre la paja, respondió la niña:
- No, duerme en la cama conmigo; hay sitio para los dos.
Pero San José la cogió en brazos, la acostó en la camita, y él se echó sobre la paja. Por la mañana, al despertarse la niña, San José había desaparecido, y la muchacha, detrás de la puerta, encontró un saquito, de un palmo de largo, con dinero, y encima llevaba también escrito que era para la niña que había pasado la noche en la casita. La chiquilla se marchó con el saquito y, al llegar a su casa, lo entregó a su madre; pero antes se había guardado, en secreto, dos o tres monedas.
Picóse con todo esto la mayor, y se propuso ir también al bosque al día siguiente. La madre le puso toda la tortilla y todo el pan que quiso la muchacha, y, además, queso. Al atardecer encontróse con San José en la choza, igual que sus hermanas. Cocidas las raíces, al decirle San José:
- ¡Tengo hambre! Dame un poco de tu comida - replicó la muchacha:
- Espera a que yo esté harta; te daré lo que me haya sobrado.
Y se lo comió casi todo, y San José hubo de limitarse a rebañar el plato.
El buen anciano le ofreció entonces su cama, brindándose él a dormir en el suelo, y la muchacha aceptó sin remilgos, acostándose en el lecho y dejando que el viejo durmiese en la dura paja. Al despertarse por la mañana, no vio a San José en ninguna parte; mas no se preocupó por ello, sino que fue directamente a buscar el saco de dinero detrás de la puerta. Pareciéndole que había algo en el suelo y no pudiendo distinguir lo que era, se agachó y dio de narices contra el objeto, el cual se le quedó adherido a la nariz. Al levantarse se dio cuenta, con horror, de que era una segunda nariz, pegada a la primera. Púsose a llorar y chillar, pero de nada le sirvió; siempre veía aquellas narices de palmo que tanto la afeaban. Salió corriendo y gritando hasta que alcanzó a San José, y, cayendo de rodillas a sus pies, púsose a rogarle y suplicarle con tanto ahínco, que el buen santo, compadecido, le quitó la nueva nariz y le dio dos reales.
Al llegar a la casa, recibióla en la puerta la madre y le preguntó:
- ¿Qué regalo traes?
Y ella, mintiendo, dijo:
- Un gran saco de dinero; pero lo he perdido en el camino. ¡Perdido! - exclamó la mujer -. Entonces tenemos que ir a buscarlo - y, cogiéndola de la mano, quiso llevársela al bosque.
Al principio, la muchacha lloró y se resistió a acompañarla; pero, al fin, se fue con ella; mas por el camino las acometieron un sinfín de lagartos y serpientes, de las que no pudieron escapar. A mordiscos mataron a la niña mala; y, en cuanto a la madre, le picaron en un pie, en castigo por no haber educado mejor a su hija

El sastre en el cielo

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Un día, en que el tiempo era muy hermoso, Dios Nuestro Señor quiso dar un paseo por los jardines celestiales y se hizo acompañar de todos los apóstoles y los santos, por lo que en el Cielo sólo quedó San Pedro. El Señor le había encomendado que no permitiese entrar a nadie durante su ausencia, y, así, Pedro no se movió de la puerta, vigilando. Al cabo de poco llamaron, y Pedro preguntó quién era y qué quería.
- Soy un pobre y honrado sastre -respondió una vocecita suave- que os ruega lo dejéis entrar.
- ¡Sí -refunfuñó Pedro-, honrado como el ladrón que cuelga de la horca! ¡No habrás hecho tú correr los dedos, hurtando el paño a tus clientes! No entrarás en el Cielo; Nuestro Señor me ha prohibido que deje pasar a nadie mientras él esté fuera.
- ¡Un poco de compasión! -suplicó el sastre-. ¡Por un retalito que cae de la mesa! Eso no es robar. Ni merece la pena hablar de esto. Mirad, soy cojo, y con esta caminata me han salido ampollas en los pies. No tengo ánimos para volverme atrás. Dejadme sólo entrar; cuidaré de todas las faenas pesadas: llevar los niños, lavar pañales, limpiar y secar los bancos en que juegan, remendaré sus ropitas...
San Pedro se compadeció del sastre cojo y entreabrió la puerta del Paraíso, lo justito para que su escuálido cuerpo pudiese deslizarse por el resquicio. Luego mandó al hombre que se sentase en un rincón, detrás de la puerta, y se estuviese allí bien quieto y callado, para que el Señor, al volver, no lo viera y se enojara. El sastre obedeció. Al cabo de poco, San Pedro salió un momento; el sastre se levantó y, aprovechando la oportunidad, se dedicó a curiosear por todos los rincones del Cielo.
Llegó, finalmente, a un lugar donde había unas sillas preciosísimas, y, en el centro, un trono, todo de oro, adornado de reluciente pedrería, mucho más alto que las sillas, que tenía delante un escabel, también de oro. Era el sillón donde se sienta Nuestro Señor cuando está en casa, y desde el cual puede ver cuanto ocurre en la Tierra.
El sastre contempló atónito aquel sillón durante un buen rato, pues le gustaba mucho más que todo lo que había visto. Al fin, impertinente como era, no pudo dominarse más: se subió al trono y se sentó. Entonces vio todo lo que estaba ocurriendo en la Tierra, y, así, pudo observar cómo una vieja muy fea que lavaba en un arroyo, apartaba disimuladamente dos pañuelos. El sastre, al verlo, se enfureció de tal modo que empuñó el escabel de oro y lo arrojó, cielo a través, contra la vieja ladrona. Pero luego se dio cuenta de que no podría recuperar el escabel, y se bajó con disimulo del trono y volvió a su sitio detrás de la puerta, con el aire de quien nunca ha roto un plato.
Al regresar Nuestro Señor con su séquito celestial, no reparó en el sastre sentado en la portería; pero al querer ocupar su asiento habitual, echó a faltar el escabel. Preguntó a San Pedro adónde lo había metido, mas el santo no le supo responder. Volvióle a preguntar entonces si había permitido entrar a alguien.
- No sé de nadie que haya estado aquí -contestó San Pedro-, excepto un sastre cojo que está sentado detrás de la puerta.
Nuestro Señor mandó comparecer al sastre, y le preguntó si se había llevado el escabel y qué había hecho con él.
- ¡Oh, Señor! -respondió el sastre, alborozado-. Me he enfadado mucho, porque en la Tierra he visto a una vieja lavandera que robaba dos pañuelos, y le arrojé el escabel a la cabeza.
- ¡Gran pícaro! -increpólo Nuestro Señor-. Si yo juzgase como tú haces, ¿qué sería de ti hace mucho tiempo? No tendría ni sillas, ni bancos, ni trono, ni siquiera atizador del horno, porque todo lo habría arrojado contra los pecadores. Desde este momento no seguirás en el Cielo, sino que te quedarás afuera, en la puerta. ¡Así que, mira adónde vas! Aquí nadie debe castigar sino yo, el Señor.
San Pedro hubo de echar del Cielo al sastre, el cual, como tenía rotos los zapatos y los pies llenos de ampollas, empujando un bastón se dirigió al limbo, donde residen los soldados piadosos y lo pasan lo mejor posible.

El Reyezuelo

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 En tiempos remotísimos todos los sonidos y ruidos tenían su sentido y significación. Lo tenía el martillo del herrero al dar contra el yunque, y el cepillo del carpintero al labrar la madera, y la rueda del molino al ponerse en acción. Decía ésta, con su tableteo: "¡Ayúdanos, Señor Dios! ¡Ayúdanos, Señor Dios!." Y si el molinero era un ladrón, al poner en marcha el molino, hablaba éste en buen castellano y empezaba preguntando, lentamente:
- ¿Quién hay? ¿Quién hay? - y luego contestaba con rapidez -: ¡El molinero! ¡El molinero! - y, finalmente, a toda velocidad -: ¡Roba sin temor, roba sin temor! ¡Del tonel, tres sextos!
Por aquellos tiempos, incluso las aves tenían su propio lenguaje, inteligible para todo el mundo; hoy en día suena a gorjeos, chillidos o silbidos y, en algunos pájaros, a música sin palabras. Pero he aquí que se les metió a las aves en el meollo la idea de que necesitaban un jefe que las mandase, y decidieron elegir un rey. Sólo una, el avefría, se manifestó disconforme: siempre había vivido libre, y libre quería morir; y, así, todo era volar de un lado para otro, angustiada y gritando:
- ¿Adónde voy, adónde voy? - hasta que se retiró a los pantanos solitarios y desiertos, sin dejarse ver de sus semejantes.
Las demás aves decidieron deliberar sobre el asunto, y una hermosa mañana de mayo, saliendo de bosques y campos, se congregaron: el águila, el pinzón, la lechuza, el grajo, la alondra, el gorrión... ¿Para qué mencionarlas todas? Incluso acudieron el cuclillo y la abubilla, su sacristán, así llamado porque siempre se deja oír unos días antes que la abubilla. Y también compareció un pajarillo muy pequeñín, que todavía no tenía nombre. La gallina, que, casualmente, no se había enterado del asunto, admiróse al ver aquella enorme concentración:
- Ca-ca-ca-cá, ¿qué pasa ahí? - púsose a cacarear. Pero el gallo la tranquilizó, explicándole el objeto de la asamblea.
Decidióse que sería rey el que fuese capaz de volar a mayor altura. Una rana de zarzal que contemplaba todo desde una mata, exclamó, en tono de advertencia, al oír aquello:
- ¡Natt-natt-natt! ¡Natt-natt-natt! -, convencida de que la decisión haría verter muchas lágrimas. Pero el grajo replicó:
- ¡Cuark ok! -, significando que todo se resolvería pacíficamente.
Acordaron que se efectuaría la prueba aquella misma mañana, para que nadie pudiese luego decir:
- Yo habría volado más alto; pero llegó la noche y tuve que bajar.
Ya de acuerdo, a una señal convenida elevóse en los aires aquel tropel de aves. Levantóse una gran polvareda en el campo, prodújose un estruendoso rumoreo y aleteo, y pareció como si una nube negra cubriese el cielo. Las aves pequeñas no tardaron en quedar rezagadas; agotadas su fuerzas, volvieron a la tierra. Las mayores resistieron más, aunque ninguna pudo rivalizar con el águila, la cual subió tan alto que habría podido sacar los ojos al sol a picotazos. Al ver que ninguna otra le seguía, pensó: "¿Para qué subir más? Indudablemente, soy la reina," y empezó a descender. Las demás aves, desde el suelo, la recibieron al grito de:
- ¡Tú serás nuestra reina; nadie ha volado a mayor altura que tú!
- ¡Excepto yo! - exclamó el pequeñuelo sin nombre, que se había escondido entre las plumas del águila. Y como no se había fatigado, pudo seguir subiendo, tanto, que llegó a ver a Dios Nuestro Señor sentado en su trono. Y, una vez arriba, recogió las alas y se dejó caer como un plomo, gritando, con su voz fina y penetrante:
- ¡Rey soy yo! ¡Rey soy yo!
- ¿Tú nuestro rey? - protestaron las aves, airadas -. Has ganado con engaño y astucia.
Y entonces pusieron otra condición. Sería rey aquel que fuese capaz de meterse más profundamente en la tierra. ¡Era de ver cómo el ganso restregaba el ancho pecho contra el suelo! ¡Con cuánto vigor abrió el gallo un agujero! El pato fue el menos afortunado, pues si bien saltó a un foso, torcióse las patas y echó a correr, anadeando, hasta la charca próxima, mientras gritaba:
- ¡Güek, güek! - que quiere decir: "¡mal negocio!." En cambio, el pequeño sin nombre se buscó un agujero de ratón. Metióse en él, y desde el fondo, gritó con su voz fina:
- ¡Rey soy yo! ¡Rey soy yo!
- ¿Tú nuestro rey? - repitieron las aves, más indignadas todavía -. ¿Piensas que van a valerte tus ardides?
Y decidieron retenerlo prisionero en la madriguera, condenándolo a morir de hambre. Para ello, encargaron de su custodia a la lechuza, con la consigna de no dejar escapar al bribonzuelo, bajo pena de muerte. Al llegar la noche, todas las aves, cansadas del ejercicio de vuelo a que habían debido someterse, se retiraron a sus respectivas moradas, con sus esposas e hijos; sólo la lechuza se quedó junto al agujero del ratón, con los grandes ojos clavados en la entrada. Sin embargo, como también ella se sintiera cansada, pensó: "Bien puedo cerrar un ojo; velaré con el otro, y este diablillo no escapará de la ratonera." Y, así, cerró un ojo, manteniendo el otro clavado en la madriguera. El pajarillo sacaba de vez en cuando la cabeza con el propósito de escapar; mas la lechuza seguía vigilante, y él no tenía más remedio que meterse de nuevo en el escondite. Al cabo de un rato, la lechuza cambió de ojo para descansar el primero, con la idea de relevarlos hasta que llegase la mañana. Pero una vez que cerró uno, se olvidó de abrir el otro y se quedó dormida. El pequeñuelo no tardó en darse cuenta de ello y se escapó.
Desde entonces, la lechuza no puede dejarse ver durante el día; de lo contrario, todas las demás aves la persiguen y la cosen a picotazos. De aquí que únicamente salga a volar por la noche y de que odie y persiga a los ratones, a causa de los agujeros que se abren. Tampoco el pajarillo se presenta mucho en público, temeroso de perder la cabeza si lo cogen. Se oculta entre los setos, y. cuando cree estar muy seguro, suele gritar todavía:
¡Rey soy yo! - por lo cual las demás aves lo llaman, en son de burla, el reyezuelo.
Pero ninguna sintióse tan contenta como la alondra, pues no tenía que obedecer al reyezuelo. En cuanto el sol aparece en el horizonte, se eleva en los aires y canta:
- ¡Ah, qué bello es! ¡Bello, bello! ¡Ah, qué bello es!

El ratoncillo, el pajarito y la salchicha


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Un ratoncillo, un pajarito y una salchicha hacían vida en común. Llevaban ya mucho tiempo juntos, en buena paz y compañía y congeniaban muy bien. La faena del pajarito era volar todos los días al bosque a buscar leña. El ratón cuidaba de traer agua y poner la mesa, y la salchicha tenía a su cargo la cocina.

¡Cuando las cosas van demasiado bien, uno se cansa pronto de ellas! Así, ocurrió que un día el pajarito se encontró con otro pájaro, a quien contó y encomió lo bien que vivía. Pero el otro lo trató de tonto, pues que cargaba con el trabajo más duro, mientras los demás se quedaban en casita muy descansados pues el ratón, en cuanto había encendido el fuego y traído el agua, podía irse a descansar en su cuartito hasta la hora de poner la mesa. Y la salchicha no se movía del lado del puchero, vigilando que la comida se cociese bien, y cuando estaba a punto, no tenía más que zambullirse un momento en las patatas o las verduras, y éstas quedaban adobadas, saladas y sazonadas. No bien llegaba el pajarillo con su carga de leña, sentábanse los tres a la mesa y, terminada la comida, dormían como unos benditos hasta la mañana siguiente. Era, en verdad, una vida regalada.

Al otro día el pajarillo, cediendo a las instigaciones de su amigo, declaró que no quería ir más a buscar leña; estaba cansado de hacer de criado de los demás y de portarse como un bobo. Era preciso volver las tornas y organizar de otro modo el gobierno de la casa. De nada sirvieron los ruegos del ratón y de la salchicha; el pájaro se mantuvo en sus trece. Hubo que hacerlo, pues, a suertes; a la salchicha le tocó la obligación de ir por leña, mientras el ratón cuidaría de la cocina, y el pájaro, del agua.

¿Veréis lo que sucedió? La salchichita se marchó a buscar leña; el pajarillo encendió fuego, y el ratón puso el puchero; luego los dos aguardaron a que la salchicha volviera con la provisión de leña para el día siguiente. Pero tardaba tanto en regresar, que sus dos compañeros empezaron a inquietarse, y el pajarillo emprendió el vuelo en su busca. No tardó en encontrar un perro que, considerando a la salchicha buena presa, la había capturado y asesinado. El pajarillo echó en cara al perro su mala acción, que calificó de robo descarado, pero el can le replicó que la salchicha llevaba documentos comprometedores, y había tenido que pagarlo con la vida.

El pajarillo cargó tristemente con la leña y, de vuelta a su casa, contó lo que acababa de ver y de oír. Los dos compañeros quedaron muy abatidos; pero convinieron en sacar el mejor partido posible de la situación y seguir haciendo vida en común. Así, el pajarillo puso la mesa, mientras el ratón guisaba la comida. Queriendo imitar a la salchicha, metióse en el puchero de las verduras para agitarlas y reblandecerlas; pero aún no había llegado al fondo de la olla que se quedó cogido y sujeto, y hubo de dejar allí la piel y la vida.

Al volver el pajarillo pidió la comida, pero se encontró sin cocinero. Malhumorado, dejó la leña en el suelo de cualquier manera, y se puso a llamar y a buscar, pero el cocinero no aparecía. Por su descuido, el fuego llegó a la leña y prendió en ella. El pájaro precipitóse a buscar agua, pero el cubo se le cayó en el pozo con él dentro, y, no pudiendo salir, murió ahogado.

La paja, la brasa y la alubia


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Vivía en un pueblo una anciana que, habiendo recogido un plato de alubias, se disponía a cocerlas. Preparó fuego en el hogar y, para que ardiera más deprisa, lo encendió con un puñado de paja. Al echar las alubias en el puchero, se le cayó una sin que ella lo advirtiera, y fue a parar al suelo, junto a una brizna de paja. A poco, una ascua saltó del hogar y cayó al lado de otras dos. Abrió entonces la conversación la paja: "Amigos, ¿de dónde venís?" Y respondió la brasa: "¡Suerte que he tenido de poder saltar del fuego! A no ser por mi arrojo, aquí se acababan mis días. Me habría consumido hasta convertirme en ceniza." Dijo la alubia: "También yo he salvado el pellejo; porque si la vieja consigue echarme en la olla, a estas horas estaría ya cocida y convertida en puré sin remisión, como mis compañeras." - "No habría salido mejor librada yo," terció la paja. "Todas mis hermanas han sido arrojadas al fuego por la vieja, y ahora ya no son más que humo. Sesenta cogió de una vez para quitarnos la vida. Por fortuna, yo pude deslizarme entre sus dedos." - "¿Y qué vamos a hacer ahora?" preguntó el carbón. "Yo soy de parecer," propuso la alubia, "que puesto que tuvimos la buena fortuna de escapar de la muerte, sigamos reunidos los tres en amistosa compañía, y, para evitar que nos ocurra aquí algún otro percance, nos marchemos juntos a otras tierras."

La proposición gustó a las otras dos, y todos se pusieron en camino. Al cabo de poco llegaron a la orilla de un arroyuelo, y, como no había puente ni pasarela, no sabían como cruzarlo. Pero a la paja se le ocurrió una idea: "Yo me echaré de través, y haré de puente para que paséis vosotras." Tendióse la paja de orilla a orilla, y el ascua, que por naturaleza era fogosa, apresuróse a aventurarse por la nueva pasarela. Pero cuando estuvo en la mitad, oyendo el murmullo del agua bajo sus pies, sintió miedo y se paró, sin atreverse a dar un paso más. La paja comenzó a arder, y, partiéndose en dos, cayó al arroyo, arrastrando al ascua, que, con un chirrido, expiró al tocar el agua. La alubia, que, prudente, se había quedado en la orilla, no pudo contener la risa ante la escena, y tales fueron sus carcajadas, que reventó. También ella habría acabado allí su existencia; pero quiso la suerte que, un sastre que iba de viaje, se detuviese a descansar a la margen del riachuelo. Como era hombre de corazón compasivo, sacó hilo y aguja y le cosió el desgarrón. La alubia le dio las gracias del modo más efusivo; pero como el sastre había usado hilo negro, desde aquel día todas las alubias tienen una costura negra.

La lámpara azul

Érase un soldado que durante muchos años había servido lealmente a su rey. Al terminar la guerra, el mozo, que, debido a las muchas heridas que recibiera, no podía continuar en el servicio, fue llamado a presencia del Rey, el cual le dijo:
- Puedes marcharte a tu casa, ya no te necesito. No cobrarás más dinero, pues sólo pago a quien me sirve.
Y el soldado, no sabiendo cómo ganarse la vida, quedó muy preocupado y se marchó a la ventura. Anduvo todo el día, y al anochecer llegó a un bosque. Divisó una luz en la oscuridad, y se dirigió a ella. Así llegó a una casa, en la que habitaba una bruja.
- Dame albergue, y algo de comer y beber -pidióle- para que no me muera de hambre.
- ¡Vaya! -exclamó ella-. ¿Quién da nada a un soldado perdido? No obstante, quiero ser compasiva y te acogeré, a condición de que hagas lo que voy a pedirte.
- ¿Y qué deseas que haga? - preguntó el soldado.
- Que mañana caves mi huerto.
Aceptó el soldado, y el día siguiente estuvo trabajando con todo ahínco desde la mañana, y al anochecer, aún no había terminado.
- Ya veo que hoy no puedes más; te daré cobijo otra noche; pero mañana deberás partirme una carretada de leña y astillarla en trozos pequeños.
Necesitó el mozo toda la jornada siguiente para aquel trabajo, y, al atardecer, la vieja le propuso que se quedara una tercera noche.
- El trabajo de mañana será fácil -le dijo-. Detrás de mi casa hay un viejo pozo seco, en el que se me cayó la lámpara. Da una llama azul y nunca se apaga; tienes que subírmela.
Al otro día, la bruja lo llevó al pozo y lo bajó al fondo en un cesto. El mozo encontró la luz e hizo señal de que volviese a subirlo. Tiró ella de la cuerda, y, cuando ya lo tuvo casi en la superficie, alargó la mano para coger la lámpara.
- No -dijo él, adivinando sus perversas intenciones-. No te la daré hasta que mis pies toquen el suelo.
La bruja, airada, lo soltó, precipitándolo de nuevo en el fondo del pozo, y allí lo dejó.
Cayó el pobre soldado al húmedo fondo sin recibir daño alguno y sin que la luz azul se extinguiese. ¿De qué iba a servirle, empero? Comprendió en seguida que no podría escapar a la muerte. Permaneció tristemente sentado durante un rato. Luego, metiéndose, al azar, la mano en el bolsillo, encontró la pipa, todavía medio cargada. "Será mi último gusto," pensó; la encendió en la llama azul y se puso a fumar. Al esparcirse el humo por la cavidad del pozo, aparecióse de pronto un diminuto hombrecillo, que le preguntó:
- ¿Qué mandas, mi amo?.
- ¿Qué puedo mandarte? -replicó el soldado, atónito.
- Debo hacer todo lo que me mandes -dijo el enanillo.
- Bien -contestó el soldado-. En ese caso, ayúdame, ante todo, a salir del pozo.
El hombrecillo lo cogió de la mano y lo condujo por un pasadizo subterráneo, sin olvidar llevarse también la lámpara de luz azul. En el camino le fue enseñando los tesoros que la bruja tenía allí reunidos y ocultos, y el soldado cargó con todo el oro que pudo llevar.
Al llegar a la superficie dijo al enano:
- Ahora amarra a la vieja hechicera y llévala ante el tribunal.
Poco después veía pasar a la bruja, montada en un gato salvaje, corriendo como el viento y dando horribles chillidos. No tardó el hombrecillo en estar de vuelta:
- Todo está listo -dijo-, y la bruja cuelga ya de la horca. ¿Qué ordenas ahora, mi amo?.
- De momento nada más -le respondió el soldado-. Puedes volver a casa. Estáte atento para comparecer cuando te llame.
- Pierde cuidado -respondió el enano-. En cuanto enciendas la pipa en la llama azul, me tendrás en tu presencia. - Y desapareció de su vista.
Regresó el soldado a la ciudad de la que había salido. Se alojó en la mejor fonda y se encargó magníficos vestidos. Luego pidió al fondista que le preparase la habitación más lujosa que pudiera disponer. Cuando ya estuvo lista y el soldado establecido en ella, llamando al hombrecillo negro, le dijo:
- Serví lealmente al Rey, y, en cambio, él me despidió, condenándome a morir de hambre. Ahora quiero vengarme.
- ¿Qué debo hacer? -preguntó el enanito.
- Cuando ya sea de noche y la hija del Rey esté en la cama, la traerás aquí dormida. La haré trabajar como sirvienta.
- Para mí eso es facilísimo -observó el hombrecillo-. Mas para ti es peligroso. Mal lo pasarás si te descubren.
Al dar las doce abrióse la puerta bruscamente, y se presentó el enanito cargado con la princesa.
- ¿Conque eres tú, eh? -exclamó el soldado-. ¡Pues a trabajar, vivo! Ve a buscar la escoba y barre el cuarto.
Cuando hubo terminado, la mandó acercarse a su sillón y, alargando las piernas, dijo:
- ¡Quítame las botas! - y se las tiró a la cara, teniendo ella que recogerlas, limpiarlas y lustrarlas. La muchacha hizo sin resistencia todo cuanto le ordenó, muda y con los ojos entornados. Al primer canto del gallo, el enanito volvió a trasportarla a palacio, dejándola en su cama.
Al levantarse a la mañana siguiente, la princesa fue a su padre y le contó que había tenido un sueño extraordinario:
- Me llevaron por las calles con la velocidad del rayo, hasta la habitación de un soldado, donde hube de servir como criada y efectuar las faenas más bajas, tales como barrer el cuarto y limpiar botas. No fue más que un sueño, y, sin embargo, estoy cansada como si de verdad hubiese hecho todo aquello.
- El sueño podría ser realidad -dijo el Rey-. Te daré un consejo: llénate de guisantes el bolsillo, y haz en él un pequeño agujero. Si se te llevan, los guisantes caerán y dejarán huella de tu paso por las calles.
Mientras el Rey decía esto, el enanito estaba presente, invisible, y lo oía. Por la noche, cuando la dormida princesa fue de nuevo transportada por él calles a través, cierto que cayeron los guisantes, pero no dejaron rastro, porque el astuto hombrecillo procuró sembrar otros por toda la ciudad. Y la hija del Rey tuvo que servir de criada nuevamente hasta el canto del gallo.
Por la mañana, el Rey despachó a sus gentes en busca de las huellas; pero todo resultó inútil, ya que en todas las calles veíanse chiquillos pobres ocupados en recoger guisantes, y que decían:
- Esta noche han llovido guisantes.
- Tendremos que pensar otra cosa -dijo el padre-. Cuando te acuestes, déjate los zapatos puestos; antes de que vuelvas de allí escondes uno; ya me arreglaré yo para encontrarlo.
El enanito negro oyó también aquellas instrucciones, y cuando, al llegar la noche, volvió a ordenarle el soldado que fuese por la princesa, trató de disuadirlo, manifestándole que, contra aquella treta, no conocía ningún recurso, y si encontraba el zapato en su cuarto lo pasaría mal.
- Haz lo que te mando -replicó el soldado; y la hija del Rey hubo de servir de criada una tercera noche. Pero antes de que se la volviesen a llevar, escondió un zapato debajo de la cama.
A la mañana siguiente mandó el Rey que se buscase por toda la ciudad el zapato de su hija. Fue hallado en la habitación del soldado, el cual, aunque -aconsejado por el enano- se hallaba en un extremo de la ciudad, de la que pensaba salir, no tardó en ser detenido y encerrado en la cárcel.
Con las prisas de la huida se había olvidado de su mayor tesoro, la lámpara azul y el dinero; sólo le quedaba un ducado en el bolsillo. Cuando, cargado de cadenas, miraba por la ventana de su prisión, vio pasar a uno de sus compañeros. Lo llamó golpeando los cristales, y, al acercarse el otro, le dijo:
- Hazme el favor de ir a buscarme el pequeño envoltorio que me dejé en la fonda; te daré un ducado a cambio.
Corrió el otro en busca de lo pedido, y el soldado, en cuanto volvió a quedar solo, apresuróse a encender la pipa y llamar al hombrecillo:
- Nada temas -dijo éste a su amo-. Ve adonde te lleven y no te preocupes. Procura sólo no olvidarte de la luz azul.
Al día siguiente se celebró el consejo de guerra contra el soldado, y, a pesar de que sus delitos no eran graves, los jueces lo condenaron a muerte. Al ser conducido al lugar de ejecución, pidió al Rey que le concediese una última gracia.
- ¿Cuál? -preguntó el Monarca.
- Que se me permita fumar una última pipa durante el camino.
- Puedes fumarte tres -respondió el Rey-, pero no cuentes con que te perdone la vida.
Sacó el hombre la pipa, la encendió en la llama azul y, apenas habían subido en el aire unos anillos de humo, apareció el enanito con una pequeña tranca en la mano y dijo:
- ¿Qué manda mi amo?
- Arremete contra esos falsos jueces y sus esbirros, y no dejes uno en pie, sin perdonar tampoco al Rey, que con tanta injusticia me ha tratado.
Y ahí tenéis al enanito como un rayo, ¡zis, zas!, repartiendo estacazos a diestro y siniestro. Y a quien tocaba su garrote, quedaba tendido en el suelo sin osar mover ni un dedo. Al Rey le cogió un miedo tal que se puso a rogar y suplicar y, para no perder la vida, dio al soldado el reino y la mano de su hija.

La lehuga prodigiosa

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Érase una vez un cazador que se fue al bosque para dirigirse a su paranza. Marchaba con el corazón alegre y lozano, y avanzaba silbando canciones cuando se le apareció una fea viejecita, que le dijo:
- Buenos días, querido cazador. Tú pareces alegre y satisfecho, y yo, en cambio, sufro hambre y sed. Dame una limosnita.
Compadecióse el cazador de la pobre abuela, metió mano en el bolsillo y le dio lo que le permitían sus medios. Al disponerse a seguir su camino, detúvolo la vieja, diciéndole:
- Atiende, cazador, a lo que voy a decirte. En vista de tu buen corazón, quiero hacerte un regalo. Sigue adelante, y dentro de un rato llegarás a un árbol, en cuya copa hay nueve pájaros, que sostienen y zarandean un manto con las garras. Apúntales con la escopeta y dispara. Soltarán el manto, y, además, caerá muerto uno de ellos. Llévate el manto, que está encantado. En cuanto te lo cuelgues de los hombros, no tienes más que pedir que te transporte al lugar que desees, y estarás en él en un abrir y cerrar de ojos. Al pájaro muerto le sacas el corazón y te lo tragas, y desde entonces, cada mañana, al levantarte, encontrarás una moneda de oro debajo de la almohada.
El cazador dio las gracias a la vieja, pensando: "Bonitas cosas me ha prometido. ¡Con tal que sean verdad!." Pero he aquí que apenas había avanzado un centenar de pasos, oyó sobre su cabeza un griterío y un piar de pájaros entre las ramas, tan fuerte, que le hizo levantar la cabeza. Y entonces vio una bandada de aves que la emprendían a picotazos y con las garras contra una tela, peleándose como si se disputasen su posesión.
- ¡Es extraño! - exclamó el cazador -. Exactamente como me dijo la viejecita -. Se descolgó la escopeta y disparó en medio del grupo, produciéndose un gran revuelo de plumas. Los animales emprendieron el vuelo con gran griterío, menos uno, que cayó muerto, y, con él, se desprendió el manto. El cazador hizo entonces lo que le indicara la vieja. Abrió el ave, sacóle el corazón y se lo tragó. Y llevóse también el manto.
A la mañana siguiente, al despertarse, acordándose de la promesa quiso comprobar su veracidad. Y he aquí que, al levantar la almohada, allí estaba, reluciente, la moneda de oro. Y, así, cada mañana encontró una al levantarse. Recogió, pues, un buen montón de dinero, y, al fin, se preguntó: "¿De qué me servirá todo este oro, si me quedo en casa? Me marcharé a correr mundo."
Despidióse de sus padres, se colgó del hombro el morral y la escopeta y se puso en camino. Un día, atravesando un espeso bosque, vio alzarse, en la llanura que seguía al bosque, un majestuoso palacio. En una de las ventanas había una vieja y una hermosísima doncella, que miraba abajo. La vieja era una hechicera y dijo a la muchacha:
- Ahí sale del bosque un individuo que lleva en el cuerpo un maravilloso tesoro. Tenemos que quitárselo, hijita. Mejor estará en nuestro poder que en el suyo. Se ha tragado el corazón de un pájaro, gracias al cual todas las mañanas encuentra una moneda de oro bajo la almohada.
Instruyóla seguidamente acerca de cómo debía proceder y, en tono de amenaza y con mirada de enojo, le dijo:
- ¡Si no me obedeces, te va a pesar!
Al acercarse el cazador y ver a la doncella, dijo para sí: "He caminado mucho; lo mejor será descansar en este magnífico palacio. Dinero no me falta." Pero el verdadero motivo de su resolución era que se sentía atraído por aquella bellísima muchacha.
Llamó a la puerta, y fue recibido amablemente y atendido con toda cortesía. Al cabo de poco estaba tan perdidamente enamorado de la muchacha que no podía pensar sino en ella, ni ver sino por sus ojos; y, así, hacía cuanto ella le exigía. Dijo entonces la vieja:
- Es el momento de apoderarse del corazón del pájaro. Él no se dará cuenta de que ya no lo tiene.
Preparó un brebaje y, una vez estuvo listo, lo vertió en una copa y lo entregó a la muchacha para que lo hiciese beber al cazador. Díjole la doncella:
- ¡Anda, querido, brinda por mí!
Levantó él la copa, y, tan pronto como hubo bebido, el corazón del ave saltó fuera de su cuerpo.
La muchacha hubo de llevárselo en secreto y tragárselo a su vez, pues la vieja así lo quiso. A partir de entonces, él ya no encontró más dinero bajo la almohada. En cambio, aparecía debajo de la de ella, y la vieja lo recogía cada mañana. Pero el mozo seguía tan enamorado y ciego, que sólo pensaba en estar al lado de la muchacha.
Dijo luego la bruja:
- Ahora ya tenemos el corazón del pájaro; pero hemos de quitarle el manto prodigioso.
Contestó la doncella:
- No está bien. Basta con que haya perdido su riqueza.
Pero la vieja dijo, muy enojada:
- Un manto así es algo milagroso que raramente se encuentra en el mundo. Lo quiero para mí, y no hay más que hablar.
Y dio sus instrucciones a la muchacha, amenazándole con que, si no le obedecía, lo pasaría mal. La doncella no tuvo más remedio que someterse a los mandatos de la bruja, y, asomándose a la ventana, púsose a contemplar el vasto panorama con semblante triste.
Preguntóle el cazador:
- ¿Por qué estás tan afligida?
- ¡Ay, tesoro mío! - respondió ella -. Allá enfrente está la montaña de los granates, llena de las más ricas piedras preciosas, pero, ¡cualquiera las alcanza! Sólo las aves voladoras pueden llegar allí, pero no los hombres.
- Si no tienes más pena que ésa - dijo el cazador -, pronto te la quitaré del corazón.
Y, cogiéndola bajo su manto, pidió ser trasladado a la montaña de los granates. En un instante se encontraron en ella. Brillaban las preciosas piedras por doquier, y era una gloria contemplarlas. Recogieron las más hermosas y refulgentes. Pero la vieja, con sus artes diabólicas, había hecho que el cazador sintiera una gran pesadez en los ojos, por lo cual dijo a la muchacha:
- Sentémonos un poco a descansar. Estoy tan rendido, que apenas si las piernas me sostienen.
Sentáronse, apoyó él la cabeza en el regazo de la doncella y muy pronto se quedó dormido. Quitóle entonces ella el manto de los hombros, se lo puso sobre los propios, y, recogiendo todas las piedras preciosas, pidió ser transportada a su casa.
Al despertarse el cazador, vio que su amada lo había engañado, abandonándolo en aquella salvaje montaña.
- ¡Ay! - exclamó -, ¡cuánta falsía hay en el mundo! - y sumido en inquietud y tristeza, empezó a considerar su difícil situación. La montaña pertenecía a unos gigantes, salvajes y monstruosos, que vivían en ella haciendo de las suyas, y no había transcurrido mucho tiempo cuando vio que se le acercaban tres hombrotes de aquéllos. Tumbóse en el suelo, fingiendo dormir profundamente.
Al llegar los gigantes, diole el primero con el pie diciendo:
- ¿Qué bicho es éste que yace aquí?
Dijo el segundo:
- Aplástalo con el pie.
Intervino el tercero, despectivo:
- ¡No vale la pena! Dejadlo que viva. Aquí no puede seguir, y si sube hasta la cumbre, se lo llevarán las nubes.
Y, dicho esto, prosiguieron su camino. Pero el cazador había oído sus palabras y, no bien se hubieron alejado, levantóse y trepó hasta la cima. Poco después de estar sentado en ella pasó flotando una nube y, cogiéndolo en su seno, después de transportarlo por los aires, lo dejó caer sobre un gran huerto rodeado de murallas, y el mozo se encontró en el suelo, sin sufrir daño, entre coles y otras hortalizas.
- Si al menos tuviese algo de comer. Estoy hambriento, y esto se pondrá cada vez peor. Pero aquí no hay ni una triste pera, ni manzana, ni fruta de ninguna clase. Todo son coles.
Al fin, pensó: "En último extremo, puedo comer lechuga. No es muy apetitosa, pero siempre me refrescará algo." Buscó una buena lechuga y empezó a comerse las hojas blancas. Apenas había engullido un par de bocados experimentó una sensación rarísima, como si cambiara de cuerpo. Creciéronle cuatro patas, una gran cabezota y dos largas orejas, y vio, con espanto, que se había transformado en asno. Pero como, a pesar de ello, el hambre arreciaba, y la jugosa ensalada se avenía con su nueva naturaleza, siguió comiendo con avidez. Llegó, finalmente, a otra variedad de lechuga, y no bien la hubo probado se produjo en él una nueva transformación y recobró su primitiva forma humana.
Tumbóse entonces en el suelo y se durmió, pues estaba cansado. Al despertarse, a la mañana siguiente, arrancó una cabeza de la lechuga perniciosa y otra de la buena, pensando: "Me ayudará a llegar junto a los míos y a castigar la deslealtad." Guardóse las hortalizas, saltó el muro del huerto y se encaminó hacia el palacio de su amada. A los dos o tres días de marcha llegó a él. Después de ennegrecerse el rostro de modo que ni su propia madre lo hubiera reconocido, entró en el edificio y pidió albergue:
- Estoy cansadísimo - dijo -. Hoy no puedo dar ni un paso más.
Preguntóle la bruja:
- ¿Quién sois y en qué os ocupáis?
- Soy mensajero del Rey - respondió él -, el cual me envió en busca de la lechuga más sabrosa que crece bajo el sol. Tuve la fortuna de encontrarla y la llevo conmigo; pero el sol es tan ardoroso que la planta está a punto de marchitarse, y no sé si podré llegar con ella hasta palacio.
Al oír la vieja lo de la preciosa ensalada, entráronle ganas de comerla y dijo:
- Buen campesino, dejadme probar esa lechuga maravillosa. - ¿Por qué no? - respondió él. Traigo dos. Os daré una - y, abriendo su morral, sacó la mala y se la entregó. La bruja no sospechó nada, y como la boca se le hiciera agua con el afán de comerse aquel nuevo manjar, fuese directamente a la cocina a prepararlo. Cuando ya lo tuvo a punto, no pudiendo esperar la hora de la comida, cogió unas hojas y se las metió en la boca. Apenas las hubo tragado perdió su figura humana y, transformada en burra, echó a correr al patio. En éstas entró la criada en la cocina, y al ver la ensalada aliñada y a punto de servir, cediendo a su antigua costumbre de probar todos los platos, comióse también unas hojas mientras la llevaba a la mesa. Inmediatamente actuó la virtud milagrosa de la verdura. La moza se transformó, a su vez, en borrica y corrió a reunirse con la vieja, tirando al suelo la fuente que contenía la lechuga.
Mientras tanto, el supuesto mensajero permanecía junto a la bella muchacha, la cual, viendo que no llegaba la ensalada y sintiendo unos deseos irresistibles de probarla, dijo:
- ¡No sé qué pasa con esta lechuga!
Y el cazador, pensando: "Seguramente ha hecho ya su efecto," le dijo:
- Voy a la cocina a informarme.
Al llegar abajo vio las dos borricas que corrían por el patio, y la ensalada, en el suelo. "Muy bien - se dijo -; esas dos ya tienen lo suyo." Recogió el resto de la lechuga, la puso en la fuente y fue a servirla a la muchacha.
- Yo mismo te traigo este delicioso manjar - le dijo -, para que no tengas que esperarte.
Comió ella entonces, y al momento, igual que las otras, perdiendo la figura humana, corrió al patio transformada en burra.
El cazador, después de lavarse el rostro para que las transformadas mujeres pudieran reconocerlo, bajó al patio y les dijo:
- Ahora recibiréis el premio que se merece vuestra perfidia -, y ató a las tres de una soga y se las llevó a un molino.
Llamó a una ventana, y el molinero se asomó para preguntarle qué deseaba.
- Llevo aquí tres bestias muy reacias - dijo él -. No puedo seguir guardándolas. Si queréis cuidar de ellas y tratarlas como yo os diga, os pagaré lo que me pidáis.
- ¿Por qué no? - respondióle el molinero -. Pero, ¿cómo debo tratarlas?
Díjole entonces el cazador que a la burra vieja - que era la bruja - le diese una vez de comer y tres palos cada día; a la mediana, la criada, tres veces de comer y una de palos, y a la menor, la doncella, tres veces de comer y ninguna de palos, pues no tuvo valor para hacer que maltratasen a la muchacha. Luego regresó al palacio, donde encontró cuanto necesitaba.
A los pocos días presentóse el molinero para comunicarle que la burra vieja, que no había recibido más que palos y sólo un pienso al día, había muerto. - Las otras dos - prosiguió el hombre - viven y reciben tres piensos diarios; mas parecen tan tristes, que no creo duren mucho tiempo.
Compadecióse el cazador y, sintiendo que se le había pasado el enojo, dijo al molinero que las devolviese. Cuando llegaron, les dio de comer lechuga de la buena, y en el acto recuperaron su forma humana. La hermosa muchacha se hincó de rodillas ante él y le dijo:
- ¡Ay, amadísimo mío, perdóname el mal que te hice, obligada por mi madre! Fue contra mi voluntad, pues te quiero de todo corazón. Tu manto prodigioso está colgado en un armario, y, en cuanto al corazón de pájaro, voy a tomarme enseguida un vomitivo.
Pero él le contestó:
- Guárdalo, pues lo mismo da que lo posea uno que otro, ya que pienso tomarte por esposa.
Y celebróse la boda, y vivieron felices hasta la hora de su muerte.

El horno de hierro

En aquellos tiempos en que aún solían realizarse los deseos, una vieja hechicera encantó a un príncipe, condenándolo a vivir en un bosque metido en un gran horno de hierro. Pasó en él muchos años, sin que nadie pudiese redimirlo, cuando he aquí que un día se extravió una princesa en aquel bosque, de tal modo que no lograba salir de él y encontrar el camino de vuelta al reino de su padre. Al cabo de nueve días de andar vagando por la selva, llegó ante la gran caja de hierro, y oyó que salía de ella una voz que le preguntaba:
- ¿De dónde vienes y adónde vas?
Respondió la princesa:
- He perdido el camino que conduce al reino de mi padre, y no puedo volver a casa.
Dijo entonces el horno de hierro:
- Te ayudaré a regresar a tu casa, en muy breve tiempo, si te comprometes, por escrito, a hacer lo que te pida. Soy hijo de un rey más poderoso que tu padre, y me casaré contigo.
Espantóse ella, pensando: "¡Dios del cielo! ¿Qué haría yo con un horno?." Pero como tenía grandes deseos de regresar al lado de los suyos, suscribió la promesa. Díjole él:
- Debes volver con un cuchillo, y abrir con él un agujero en el hierro.
Diole luego un guía, que la acompañó sin pronunciar una sola palabra, y a las dos horas se hallaba en su casa.
La vuelta de la princesa causó gran regocijo en palacio. El viejo rey la abrazó y besó cariñosamente. Ella empero, con semblante triste y desolado, le dijo:
- Padre mío, ¡lo que me ha ocurrido! No habría logrado salir del inmenso bosque salvaje, de no haberme topado con un horno de hierro, al cual he debido prometer por escrito que volvería para redimirlo y casarme con él.
Asustóse el Rey hasta tal punto, que por poco cae desmayado, pues era su única hija. Tras deliberar, convinieron en que, en su lugar, enviarían a la hija del molinero, que era una muchacha lindísima. Condujéronla hasta el horno y, dándole un cuchillo, ordenáronle que raspase el hierro hasta agujerearlo. Estuvo la moza trabajando por espacio de veinticuatro horas, sin conseguir hacer la menor mella en el hierro. Al clarear el alba, una voz surgida del interior del horno, dijo:
- Me parece que empieza a ser de día.
- También a mí me lo parece - respondió la muchacha -. Creo que oigo el ruido del molino de mi padre.
- Entonces tú eres le hija del molinero. Márchate, y di a la princesa que venga.
Fue la muchacha a comunicar al anciano rey que el del bosque no la quería a ella, sino a la princesa. Al oírlo asustóse el Rey, y su hija se echó a llorar. Pero les quedaba todavía la hija de un porquerizo, que era aún más hermosa que la molinera, y resolvieron ofrecerle una cantidad de dinero para que sustituyese a la princesa y fuese en su lugar al horno del bosque. Acompañáronla hasta allí, y la muchacha se pasó también veinticuatro horas raspando sin obtener resultado alguno.
Al amanecer volvió a sonar la voz que salía del horno:
- Me parece que empieza a ser de día.
- También a mí me lo parece - respondió ella -. Creo que oigo sonar el cuerno de mi padre.
- Entonces tú eres la hija del porquerizo. Vete inmediatamente a decir a la princesa que venga, y recuérdale que le ocurrirá lo que le prometí, y que, si no viene, todo el reino caerá en ruinas y no quedará piedra sobre piedra.
Al oír estas palabras, la princesa prorrumpió a llorar. Pero no había otro remedio: había que cumplir lo prometido. Despidióse de su padre y se encaminó al bosque, provista de un cuchillo. Llegado que hubo al lugar, púsose a rascar, y el hierro cedió fácilmente, de modo que al cabo de dos horas había abierto ya un pequeño orificio en la plancha. Mirando por él, vio en el interior a un joven tan hermoso y tan brillante de oro y piedras preciosas, que su alma quedó prendada en el acto. Siguió raspando sin parar, hasta que el agujero fue ya lo bastante grande para que el príncipe pudiese salir por él.
Díjole entonces el doncel:
- Eres mía, y yo soy tuyo; eres mi prometida y me has redimido.
Y quiso llevársela directamente a su reino; pero ella le rogó que le permitiese ir a despedirse de su padre. Avínose él, con la condición de que no hablase con su padre más de tres palabras, regresando acto seguido. Se fue la princesa y habló más de lo convenido. Y en el mismo instante desapareció el horno, siendo transportado a un lugar remotísimo, sobre montañas de cristal y cortantes espadas. Sin embargo, el hijo del Rey estaba desencantado.
Despidióse la princesa de su padre y, llevándose algo de dinero, volvió al inmenso bosque. Mas, por mucho que buscó el horno, no lo encontró en ninguna parte. Al cabo de nueve días de vagar por aquellos lugares su hambre era tan grande que la muchacha sentíase desfallecer por momentos. Al llegar el crepúsculo encaramóse a un pequeño árbol, con intención de pasar en él la noche, pues temía a las fieras de la selva. A media noche descubrió a lo lejos una lucecita, y pensó: "Seguramente, allí estaría a salvo." Bajó del árbol y se dirigió al lugar donde viera la luz, y durante el camino iba rezando. Llegó a una casita rodeada de abundante hierba y que tenía delante un montoncito de leña. " ¡Ay! - pensó -, ¿dónde habré venido a parar?." Miró por la ventana, y vio en el interior sapos grandes y chicos y una mesa magníficamente preparada, con vino y asados; y las copas eran de plata. Cobrando ánimos, dio unos golpecitos en los cristales. Inmediatamente gritó el sapo gordote:

"Ama verde y tronada.
pata arrugada
trasto de mujer
que no sirve para nada:
quien hay ahí fuera, presto ve a ver."

Salió a abrir un sapo pequeñito. Al entrar la princesa, diéronle todos la bienvenida y la invitaron a sentarse, preguntándole:
- ¿De dónde venís y adónde vais?
Contóle ella todo lo que le había sucedido, y cómo, por haber faltado a la prohibición de hablar más de tres palabras, no encontraba ahora el horno con el príncipe. Díjoles también que su propósito era buscarlo por montes y valles, hasta encontrarlo. Habló entonces el sapo gordo:

"Ama verde y tronada,
pata arrugada,
trasto de mujer
que no sirve para nada:
aquella caja grande me vas a traer."

Fue el pequeño a saltitos, y volvió enseguida con la caja.
Sirviéronle luego la cena, y, cuando ya hubo comido y bebido, la acompañaron a una cama primorosamente hecha, toda de seda y terciopelo, en la que se acostó y durmió toda la noche en santa paz. Al llegar el nuevo día, levantóse, y el viejo sapo le dio tres agujas que sacó de la gran caja, diciéndole que se las llevase, que las necesitaría, pues debería atravesar una alta montaña de cristal, tres cortantes espadas y un gran río; si lograba salvar aquellos obstáculos, recuperaría a su amado. Diole, además, otros objetos, recomendándole los guardase con gran cuidado: una rueda de arado y tres nueces. Con todo ello se marchó la doncella, y, al llegar a la montaña de cristal, tan lisa y resbaladiza, metióse las tres agujas, primero, detrás de los pies y luego delante, y así pudo pasar. Y una vez hubo pasado, guardólas en un lugar que procuró grabarse en la memoria. Al encontrarse después frente a las cortantes espadas, púsose sobre la rueda del arado y pasó rodando por encima de ellas. Finalmente, llegó a un caudaloso río y, cuando lo hubo cruzado, a un vasto y hermoso palacio. Entró en él y pidió empleo, presentándose como una pobre muchacha que deseaba servir; pero bien sabía que allí habitaba el príncipe a quien redimiera del horno en el bosque. Fue admitida corno ayudante de cocina, por un reducido salario.
Era el caso que el príncipe tenía ya a otra prometida, con quien iba a casarse, pues creía que la primera había muerto ya. Al ir a lavarse y arreglarse la doncella, al anochecer, encontró en el bolsillo las tres nueces que le diera el viejo sapo y, cascando una con los dientes para extraer su contenido, he aquí que salió un primoroso vestido, digno de una princesa. Al enterarse de ello la novia, acudió a examinar la prenda y, deseosa de comprarla, dijo:
- Éste no es un vestido propio para una criada.
Contestóle la otra que no quería venderlo, pero que se lo regalaría a cambio de una cosa: que le permitiese dormir una noche en la habitación de su novio. Avínose la prometida, pues el vestido era precioso, y ella no tenía ninguno igual. Al llegar la noche, dijo a su novio:
- Esa estúpida quiere dormir en tu aposento.
- Si estás conforme, yo también lo estoy - replicó el príncipe.
Pero ella le dio a beber un vaso de vino que contenía un narcótico. Quedaron, pues, los dos en la misma habitación, pero sumido él en un sueño tan profundo, que no hubo medio de despertarlo. La doncella se pasó la noche entre llanto y exclamaciones:
- Te libré del bosque salvaje y del horno de hierro. Para llegar hasta ti hube de salvar una montaña de cristal, pasar por encima de afiladas espadas y a través de un caudaloso río. ¡Y ahora te niegas a escucharme!
Los criados, de guardia ante la puerta, la oyeron llorar y lamentarse, y a la mañana siguiente se lo dijeron a su señor. A la tarde siguiente rompió la segunda nuez, encontrando en ella un vestido más bello aún; y la novia también quiso comprarlo. Pero la muchacha no admitió dinero; en cambio, cedió la prenda a condición de poder pasar una segunda noche en la alcoba de su amado. La novia volvió a suministrarle un somnífero, quedándose él dormido como un tronco, incapaz de enterarse de nada. La muchacha se pasó también aquella noche llorando y repitiendo sus lamentaciones:
- Te libré del bosque salvaje y del horno de hierro. Para llegar hasta ti hube de salvar una montaña de cristal, pasar por encima de cortantes espadas y atravesar un gran río. ¡Y sigues sin querer escucharme!
Los criados, desde el otro lado de la puerta, oyeron sus lamentos, y por la mañana volvieron a decirlo a su señor. Y a la tercera tarde, después de lavarse y asearse, abrió la nuez que le quedaba, y apareció un vestido aún más hermoso, centelleante de oro puro. Quiso la novia quedarse con él, y de nuevo la muchacha se lo cedió a cambio de la autorización de dormir en el aposento del príncipe. Éste, empero, vertió el narcótico en vez de bebérselo, y cuando la doncella empezó a llorar y exclamarse:
- Tesoro mío, yo te salvé del bosque salvaje y terrible y del horno de hierro - incorporándose el príncipe bruscamente, le dijo:
- Tú eres mi verdadera prometida. ¡Tú eres mía y yo soy tuyo!
Y aquella misma noche subió con ella a una carroza, después de haber quitado las ropas a la otra, por lo cual no pudo levantarse. Al llegar al anchuroso río lo cruzaron en una barca; luego atravesaron las tres cortantes espadas sobre la rueda del arado y se sirvieron de las agujas para salvar la montaña de cristal. Finalmente, fueron a parar a la vieja casita, y al entrar en ella se transformó en un gran palacio. Los sapos quedaron desencantados, recuperando su primitiva condición de príncipes, y hubo inmenso regocijo. Celebróse la boda, y la pareja se quedó en el palacio, que era mucho más espacioso que el del padre de ella. Pero como el viejo se quejaba de su soledad, fueron en su busca y se lo trajeron con ellos, y, así, tuvieron dos reinos y vivieron en la mayor felicidad.

Y un ratoncito llegó,
y el cuento se acabó.