domingo, 19 de diciembre de 2010

El Abeto


Allá en el bosque había un abeto, lindo y pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros mayores, tanto abetos como pinos.

Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentándose junto al menudo abeto, decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el arbolito se enfurruñaba al oírlo.

Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos puede verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco.

“¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demás?” -suspiraba el arbolillo-. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros.

Le eran indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo.

Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y el abeto había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y años: esto es lo más hermoso que hay en el mundo!», pensaba el árbol.

En otoño se presentaban indefectiblemente los leñadores y cortaban algunos de los árboles más corpulentos. La cosa ocurría todos los años, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentía entonces un escalofrío de horror, pues los magníficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los árboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habría reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque.

¿Adónde iban? ¿Qué suerte les aguardaba?

En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el abeto:

-¿No saben adónde los llevaron ¿No los han visto en alguna parte?

Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y, meneando la cabeza, dijo:

-Sí, creo que sí. Al venir de Egipto, me crucé con muchos barcos nuevos, que tenían mástiles espléndidos. Juraría que eran ellos, pues olían a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti. ¡Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!

-¡Ah! ¡Ojalá fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué aspecto tiene?

-¡Sería muy largo de contar! -exclamó la cigüeña, y se alejó.

-Alégrate de ser joven -decían los rayos del sol-; alégrate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti.

Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocío vertía sobre él sus lágrimas, pero el abeto no lo comprendía.

Al acercarse las Navidades eran cortados árboles jóvenes, árboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenía un momento de quietud ni reposo; le consumía el afán de salir de allí. Aquellos arbolitos -y eran siempre los más hermosos- conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque.

«¿Adónde irán éstos? –se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso más bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde van?».

-¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Allá, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. ¡Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a través de los cristales vimos árboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con los objetos más preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas.

-¿Y después? -preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué sucedió después?

-Ya no vimos nada más. Pero es imposible pintar lo hermoso que era.

-¿Quién sabe si estoy destinado a recorrer también tan radiante camino? -exclamó gozoso el abeto-. Todavía es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el año pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitación calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. ¿Y luego? Porque claro está que luego vendrá algo aún mejor, algo más hermoso. Si no, ¿por qué me adornarían tanto? Sin duda me aguardan cosas aún más espléndidas y soberbias. Pero, ¿qué será? ¡Ay, qué sufrimiento, qué anhelo! Yo mismo no sé lo que me pasa.

-¡Gózate con nosotros! -le decían el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto.

Pero él permanecía insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. Seguía creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes, al verlo, decían: -¡Hermoso árbol!-. Y he ahí que, al llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en su corazón; el árbol se derrumbó con un suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo dejaron pensar en la soñada felicidad. Ahora sentía tener que alejarse del lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terruño donde había crecido. Sabía que nunca volvería a ver a sus viejos y queridos compañeros, ni a las matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pájaros. La despedida no tuvo nada de agradable.

El árbol no volvió en sí hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oyó la voz de un hombre que decía:

-¡Ese es magnífico! Nos quedaremos con él.

Y se acercaron los criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos había grandes jarrones chinos con leones en las tapas; había también mecedoras, sofás de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a buen seguro valdrían cien veces cien escudos; por lo menos eso decían los niños. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se veía que era un barril, pues de todo su alrededor pendía una tela verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué vendría luego?

Criados y señoritas corrían de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y más adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos del árbol, y ataron a las ramas más de cien velitas rojas, azules y blancas. Muñecas que parecían personas vivientes -nunca había visto el árbol cosa semejante- flotaban entre el verdor, y en lo más alto de la cúspide centelleaba una estrella de metal dorado. Era realmente magnífico, increíblemente magnífico.

-Esta noche -decían todos-, esta noche sí que brillará.

«¡Oh! -pensaba el árbol-, ¡ojalá fuese ya de noche! ¡Ojalá encendiesen pronto las luces! ¿Y qué sucederá luego? ¿Acaso vendrán a verme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquí todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?».

Creía estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufría fuertes dolores de corteza, y para un árbol el dolor de corteza es tan malo como para nosotros el de cabeza.

Al fin encendieron las luces. ¡Qué brillo y magnificencia! El árbol temblaba de emoción por todas sus ramas; tanto, que una de las velitas prendió fuego al verde. ¡Y se puso a arder de verdad!

-¡Dios nos ampare! -exclamaron las jovencitas, corriendo a apagarlo. El árbol tuvo que esforzarse por no temblar. ¡Qué fastidio! Le disgustaba perder algo de su esplendor; todo aquel brillo lo tenía como aturdido. He aquí que entonces se abrió la puerta de par en par, y un tropel de chiquillos se precipitó en la sala, que no parecía sino que iban a derribar el árbol; les seguían, más comedidas, las personas mayores. Los pequeños se quedaron clavados en el suelo, mudos de asombro, aunque sólo por un momento; enseguida se reanudó el alborozo; gritando con todas sus fuerzas, se pusieron a bailar en torno al árbol, del que fueron descolgándose uno tras otro los regalos.

«¿Qué hacen? -pensaba el abeto-. ¿Qué ocurrirá ahora?».

Las velas se consumían, y al llegar a las ramas eran apagadas. Y cuando todas quedaron extinguidas, se dio permiso a los niños para que se lanzasen al saqueo del árbol. ¡Oh, y cómo se lanzaron! Todas las ramas crujían; de no haber estado sujeto al techo por la cúspide con la estrella dorada, seguramente lo habrían derribado.

Los chiquillos saltaban por el salón con sus juguetes, y nadie se preocupaba ya del árbol, aparte la vieja ama, que, acercándose a él, se puso a mirar por entre las ramas. Pero sólo lo hacía por si había quedado olvidado un higo o una manzana.

-¡Un cuento, un cuento! - gritaron de pronto, los pequeños, y condujeron hasta el abeto a un hombre bajito y rollizo.

El hombre se sentó debajo de la copa.

-Pues así estamos en el bosque -dijo-, y el árbol puede sacar provecho, si escucha. Pero os contaré sólo un cuento y no más. ¿Prefieren el de Ivede-Avede o el de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, no obstante, fue ensalzado y obtuvo a la princesa? ¿Qué os parece? Es un cuento muy bonito.

-¡Ivede-Avede! -pidieron unos, mientras los otros gritaban-: ¡Klumpe-Dumpe!

¡Menudo griterío y alboroto se armó! Sólo el abeto permanecía callado, pensando: «¿y yo, no cuento para nada? ¿No tengo ningún papel en todo esto?». Claro que tenía un papel, y bien que lo había desempeñado.

El hombre contó el cuento de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, sin embargo, fue ensalzado y obtuvo a la princesa. Y los niños aplaudieron, gritando: -¡Otro, otro!-. Y querían oír también el de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse con el de Klumpe-Dumpe. El abeto seguía silencioso y pensativo; nunca las aves del bosque habían contado una cosa igual. «Klumpe-Dumpe se cayó por las escaleras y, con todo, obtuvo a la princesa. De modo que así va el mundo» -pensó, creyendo que el relato era verdad, pues el narrador era un hombre muy afable-. «¿Quién sabe? Tal vez yo me caiga también por las escaleras y gane a una princesa». Y se alegró ante la idea de que al día siguiente volverían a colgarle luces y juguetes, oro y frutas.

«Mañana no voy a temblar -pensó-. Disfrutaré al verme tan engalanado. Mañana volveré a escuchar la historia de KlumpeDumpe, y quizá, también la de Ivede-Avede». Y el árbol se pasó toda la noche silencioso y sumido en sus pensamientos.

Por la mañana se presentaron los criados y la muchacha.

«Ya empieza otra vez la fiesta», pensó el abeto. Pero he aquí que lo sacaron de la habitación y, arrastrándolo escaleras arriba, lo dejaron en un rincón oscuro, al que no llegaba la luz del día.

«¿Qué significa esto? –se preguntó el árbol-. ¿Qué voy a hacer aquí? ¿Qué es lo que voy a oír desde aquí?». Y, apoyándose contra la pared, venga cavilar y más cavilar. Y por cierto que tuvo tiempo sobrado, pues iban transcurriendo los días y las noches sin que nadie se presentara; y cuando alguien lo hacía, era sólo para depositar grandes cajas en el rincón. El árbol quedó completamente ocultado; ¿era posible que se hubieran olvidado de él?

«Ahora es invierno allá fuera -pensó-. La tierra está dura y cubierta de nieve; los hombres no pueden plantarme; por eso me guardarán aquí, seguramente hasta la primavera. ¡Qué considerados son, y qué buenos! ¡Lástima que sea esto tan oscuro y tan solitario! No se ve ni un mísero lebrato. Bien considerado, el bosque tenía sus encantos, cuando la liebre pasaba saltando por el manto de nieve; pero entonces yo no podía soportarlo. ¡Esta soledad de ahora sí que es terrible!».

«Pip, pip», murmuró un ratoncillo, asomando quedamente, seguido a poco de otro; y, husmeando el abeto, se ocultaron entre sus ramas.

-¡Hace un frío de espanto! -dijeron-. Pero aquí se está bien. ¿Verdad, viejo abeto?

-¡Yo no soy viejo! -protestó el árbol-. Hay otros que son mucho más viejos que yo.

-¿De dónde vienes? ¿Y qué sabes? -preguntaron los ratoncillos. Eran terriblemente curiosos-. Háblanos del más bello lugar de la Tierra. ¿Has estado en él? ¿Has estado en la despensa, donde hay queso en los anaqueles y jamones colgando del techo, donde se baila a la luz de la vela y donde uno entra flaco y sale gordo?

-No lo conozco -respondió el árbol-; pero, en cambio, conozco el bosque, donde brilla el sol y cantan los pájaros -. Y les contó toda su infancia; y los ratoncillos, que jamás oyeran semejantes maravillas, lo escucharon y luego exclamaron: - ¡Cuántas cosas has visto! ¡Qué feliz has sido!

-¿Yo? -replicó el árbol; y se puso a reflexionar sobre lo que acababa de contarles-. Sí; en el fondo, aquéllos fueron tiempos dichosos. Pero a continuación les relató la Nochebuena, cuando lo habían adornado con dulces y velillas.

-¡Oh! -repitieron los ratones-, ¡y qué feliz has sido, viejo abeto!

-¡Digo que no soy viejo! -repitió el árbol-. Hasta este invierno no he salido del bosque. Estoy en lo mejor de la edad, sólo que he dado un gran estirón.

-¡Y qué bien sabes contar! -prosiguieron los ratoncillos; y a la noche siguiente volvieron con otros cuatro, para que oyesen también al árbol; y éste, cuanto más contaba, más se acordaba de todo y pensaba: «La verdad es que eran tiempos agradables aquéllos. Pero tal vez volverán, tal vez volverán. Klumpe-Dumpe se cayó por las escaleras y, no obstante, obtuvo a la princesa; quizás yo también consiga una». Y, de repente, el abeto se acordó de un abedul lindo y pequeñín de su bosque; para él era una auténtica y bella princesa.

-¿Quién es Klumpe-Dumpe? -preguntaron los ratoncillos. Entonces el abeto les narró toda la historia, sin dejarse una sola palabra; y los animales, de puro gozo, sentían ganas de trepar hasta la cima del árbol. La noche siguiente acudieron en mayor número aún, y el domingo se presentaron incluso dos ratas; pero a éstas el cuento no les pareció interesante, lo cual entristeció a los ratoncillos, que desde aquel momento lo tuvieron también en menos.

-¿Y no sabe usted más que un cuento? -inquirieron las ratas.

-Sólo sé éste -respondió el árbol-. Lo oí en la noche más feliz de mi vida; pero entonces no me daba cuenta de mi felicidad.

-Pero si es una historia la mar de aburrida. ¿No sabe ninguna de tocino y de velas de sebo? ¿Ninguna de despensas?

-No -confesó el árbol.

-Entonces, muchas gracias -replicaron las ratas, y se marcharon a reunirse con sus congéneres.

Al fin, los ratoncillos dejaron también de acudir, y el abeto suspiró: «¡Tan agradable como era tener aquí a esos traviesos ratoncillos, escuchando mis relatos! Ahora no tengo ni eso. Cuando salga de aquí, me resarciré del tiempo perdido».

Pero ¿iba a salir realmente? Pues sí; una buena mañana se presentaron unos hombres y comenzaron a rebuscar por el desván. Apartaron las cajas y sacaron el árbol al exterior. Cierto que lo tiraron al suelo sin muchos miramientos, pero un criado lo arrastró hacia la escalera, donde brillaba la luz del día.

«¡La vida empieza de nuevo!», pensó el árbol, sintiendo en el cuerpo el contacto del aire fresco y de los primeros rayos del sol; estaba ya en el patio. Todo sucedía muy rápidamente; el abeto se olvidó de sí mismo: ¡había tanto que ver a su alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, que era una ascua de flores; las rosas colgaban, frescas o fragantes, por encima de la diminuta verja; estaban en flor los tilos, y las golondrinas chillaban, volando: «¡Quirrevirrevit, ha vuelto mi hombrecito!». Pero no se referían al abeto.

«¡Ahora a vivir!», pensó éste alborozado, y extendió sus ramas. Pero, ¡ay!, estaban secas y amarillas; y allí lo dejaron entre hierbajos y espinos. La estrella de oropel seguía aún en su cúspide, y relucía a la luz del sol.

En el patio jugaban algunos de aquellos alegres muchachuelos que por Nochebuena estuvieron bailando en torno al abeto y que tanto lo habían admirado. Uno de ellos se le acercó corriendo y le arrancó la estrella dorada.

-¡Miren lo que hay todavía en este abeto, tan feo y viejo! -exclamó, subiéndose por las ramas y haciéndolas crujir bajo sus botas.

El árbol, al contemplar aquella magnificencia de flores y aquella lozanía del jardín y compararlas con su propio estado, sintió haber dejado el oscuro rincón del desván. Recordó su sana juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los ratoncillos que tan a gusto habían escuchado el cuento de Klumpe-Dumpe.

«¡Todo pasó, todo pasó! -dijo el pobre abeto-. ¿Por qué no supe gozar cuando era tiempo? Ahora todo ha terminado».

Vino el criado, y con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña, que pronto ardió con clara llama bajo el gran caldero. El abeto suspiraba profundamente, y cada suspiro semejaba un pequeño disparo; por eso los chiquillos, que seguían jugando por allí, se acercaron al fuego y, sentándose y contemplándolo, exclamaban: «¡Pif, paf!». Pero a cada estallido, que no era sino un hondo suspiro, pensaba el árbol en un atardecer de verano en el bosque o en una noche de invierno, bajo el centellear de las estrellas; y pensaba en la Nochebuena y en KlumpeDumpe, el único cuento que oyera en su vida y que había aprendido a contar.

Y así hasta que estuvo del todo consumido.

Los niños jugaban en el jardín, y el menor de todos se había prendido en el pecho la estrella dorada que había llevado el árbol en la noche más feliz de su existencia. Pero aquella noche había pasado, y, con ella, el abeto y también el cuento: ¡adiós, adiós! Y éste es el destino de todos los cuentos.


(Hans Cristian Andersen)

Algo



-¡Quiero ser algo! -decía el mayor de cinco hermanos

-. Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, seré algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, haré algo real y positivo.

-Sí, pero eso es muy poca cosa -replicó el segundo hermano-. Tu ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una máquina puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podré tener oficiales, me llamarán maestro, y mi mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser algo.

-¡Tonterías! -intervino el tercero-. Ser albañil no es nada. Quedarás excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que están por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condición de maestro no te librará de ser lo que llaman un « patán ». No, yo sé algo mejor. Seré arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del pensamiento, subiré hasta el nivel más alto en el reino de la inteligencia. Habré de empezar desde abajo, sí; te lo digo sin rodeos: comenzaré de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. Iré a comprar aguardiente y cerveza para los oficiales, y ellos me tutearán, lo cual no me agrada, pero imaginaré que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. Mañana, es decir, cuando sea oficial, emprenderé mi prop

io camino, sin preocuparme de los demás. Iré a la academia a aprender dibujo, y seré arquitecto. Esto sí es algo. ¡Y mucho!. Acaso me llamen señoría, y excelencia, y me pongan, además, algún título delante y detrás, y venga edificar, como otros hicieron antes que yo. Y entretanto iré construyendo mi fortuna. ¡Ese algo vale la pena!

-Pues eso que tú dices que es algo, se me antoja muy poca cosa, y hasta te diré que nada -dijo el cuarto-. No quiero tomar caminos trillados. No quiero ser un copista. Mi ambición es ser un genio, mayor que todos ustedes juntos. Crearé un estilo nuevo, levantaré el plano de los edificios seg

ún el clima y los materiales del país, haciendo que cuadren con su sentimiento nacional y la evolución de la época, y les añadiré un piso, que será un zócalo para el pedestal de mi gloria.

-¿Y si nada valen el clima y el material? -preguntó el quinto-. Sería bien sensible, pues no podrían hacer nada de provecho. El sentimiento nacional puede engreírse y perder su valor; la evolución de la época puede escapar de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya veo que en realidad ninguno de ustedes llegará a ser nada, por mucho que lo esperen. Pero hagan lo que les plazca. Yo no voy a imitaros; me quedaré al margen, para juzgar y critic

ar sus obras. En este mundo todo tiene sus defectos; yo los descubriré y sacaré a la luz. Esto será algo.

Así lo hizo, y la gente decía de él: «Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una cabeza despejada. Pero no hace nada». Y, sin embargo, por esto precisamente era algo.

Como ven, esto no es más que un cuento, pero un cuento que nunca se acaba, que empieza siempre de nuevo, mientras el mundo sea mundo.

Pero, ¿qué fue, a fin de cuentas, de los cinco herm

anos? Escúchenme bien, que es toda una historia.

El mayor, que fabricaba ladrillos, observó que por cada uno recibía una monedita, y aunque sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas se obtenía un brillante escudo. Ahora bien, dondequiera que vayan con un escudo, a la panadería, a la carnicería o a la sastrería, se les abre la puerta y sólo tienen que pedir lo que les haga falta. He aquí lo que sale de los ladrillos. Los hay que se rompen o desmenuzan, pero incluso de éstos se puede sacar algo.

Una pobre mujer llamada Margarita deseaba construirse una casita sobre el malecón. El hermano mayor, que tenía un buen coraz

ón, aunque no llegó a ser más que un sencillo ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos pocos enteros por añadidura. La mujer se construyó la casita con sus propias manos. Era muy pequeña; una de las ventanas estaba torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo de paja hubie

ra podido quedar mejor. Pero, bien que mal, la casuca era un refugio, y desde ella se gozaba de una buena vista sobre el mar, aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban contra el malecón, salpicando con sus gotas salobres la pobre choza, y tal como era, ésta seguía en pie mucho tiempo después de estar muerto el que había cocido los ladrillos.

El segundo hermano conocía el oficio de albañil, mucho mejor que la pobre Margarita, pues lo había aprendido tal como se debe.

Aprobado su examen de oficial, se echó la mochila al hombro y entonó la canción del artesano:

Joven yo soy, y quiero correr mundo,
e ir levantando casas por doquier,
cruzar tierras, pasar el mar profundo,
confiado en mi arte y mi valer.
Y si a mi tierra regresara un día
atraído por el amor que allí dejé,
alárgame la mano, patria mía,
y tú, casita que mía te llamé.

Y así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad

de maestro, y construyó casas y más casas, una junto a otra, hasta formar toda una calle. Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para él una casita, de su propiedad. ¿Cómo pueden construir las casas? Pregúntaselo a ellas. Si no te responden, lo hará la gente en su lugar, diciendo: «Sí, es verdad, la calle le ha construido una casa». Era pequeña y de pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con su novia se volvió liso y brillante; y de cada piedra de la pared brotó una flor, con lo que las paredes parecían cubiertas de preciosos tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz. La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y los oficiales y aprendices gritaban «¡Hurra por nuestro maestro!». Sí, señor, aquél

llegó a ser algo. Y murió siendo algo.

Vino luego el arquitecto, el tercero de los hermanos, que había empezado de aprendiz, llevando gorra y haciendo de mandadero, pero más tarde había ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y fue honrado con los títulos de Señoría y Excelencia. Y si las casas de la calle habían edificado una para el hermano albañil, a la calle le dieron el nombre del arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya. Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo título delante y otro detrás. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida, y cuando murió, su viuda fue una viuda de alto copete...

y esto es algo. Y su nombre quedó en el extremo de la calle y como nombre de calle siguió viviendo en labios de todos. Esto también es algo, sí señor.

Siguió después el genio, el cuarto de los hermanos, el que pretendía idear algo nuevo, aparte del camino trillado, y realzar los edificios con un piso más, que debía inmortalizarle. Pero se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso sí, le hicieron un entierro solemnísimo, con las banderas de los gremios, música, flores en la calle y elogios en el periódico; en su honor se pronunciaron tres panegíricos, cada uno más largo que el anterior, lo cual le habría satisfecho en extremo, pues le gustaba mucho que hablaran

de él. Sobre su tumba erigieron un monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo.

El tercero había muerto, pues, como sus tres hermanos mayores. Pero el último, el razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo en su papel, pues así pudo decir la última palabra, que es lo que a él le interesaba. Como decía la gente, era la cabeza clara de la familia. Pero le llegó también su hora, se murió y se presentó a la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he aquí que él iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del m

alecón.

-De seguro que será para realzar el contraste por lo que me han puesto de pareja con esta pobre alma -dijo el razonador.

-¿Quién eres, abuelita? ¿Quieres entrar también? -le preguntó.

Se inclinó la vieja lo mejor que pudo, pensando que el que le hablaba era San Pedro en persona.

-Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la vie

ja Margarita de la casita del malecón.

-Ya, ¿y qué es lo que hiciste allá abajo?

-Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda

valerme la entrada aquí. Será una gracia muy grande de nuestro Señor, si me admiten en el Paraíso.

-¿Y cómo fue que te marchaste del mundo? -siguió preguntando él, sólo por decir algo, pues al hombre le aburría la espera.

-La verdad es que no lo sé. El último año lo pasé enferma y pobre. Un día no tuve más remedio que levantarme y salir, y me encontré de repente en medio del frío y la helada. Seguramente no pude resistirlo. Le contaré cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero hasta entonces lo había a

guantado. El viento se calmó por unos días, aunque hacía un frío cruel, como nuestra Señoría debe saber. La capa de hielo entraba en el mar hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad había salido a pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y también creo que había música y merenderos. Yo lo oía todo desde mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta el anochecer. Había salido ya la luna, pero su luz era muy débil. Miré al mar desde mi cama, y entonces vi que de allí donde se tocan el cielo y el mar subía una maravillosa nube blanca. Me quedé mirándola y vi un punto negro en su centro, que crecía sin cesar; y entonces supe lo que aquello significaba -pues soy vieja y tengo experiencia-, aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocí y sentí espanto. Durante mi vida lo había visto do

s veces, y sabía que anunciaba una espantosa tempestad, con una gran marejada que sorprendería a todos aquellos desgraciados que allí estaban, bebiendo, saltando y divirtiéndose. Toda la ciudad había salido, viejos y jóvenes. ¡Quién podía prevenirlos, si nadie veía el signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba! Sentí una angustia terrible, y me entró una fuerza y un vigor como hacía mucho tiempo no había sentido. Salté de la cama y me fui a la ventana; no pude ir más allá. Conseguí abrir los postigos, y vi a muchas personas que corrían y saltaban por el hielo y vi las lindas banderitas y oí los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era bullicio y alegría, y mientras tanto la blanca nube con el punto negro iba creciendo po

r momentos. Grité con todas mis fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardaría en estallar, el hielo se resquebrajaría y haría pedazos, y todos aquellos, hombres y mujeres, niños y mayores, se hundirían en el mar, sin salvación posible. Ellos no podían oírme, y yo no podía ir hasta ellos. ¿Cómo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro Señor me inspiró la idea de pegar fuego a mí cama.

Más valía que se incendiara mi casa, a que todos aquellos infelices pereciesen. Encendí el fuego, vi la roja llama, salí a la puerta... pero allí me quedé tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaba

n a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada. Todos vinieron hacia el malecón. Los oí venir, pero al mismo tiempo oí un estruendo en el aire, como el tronar de muchos cañones. La ola de marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la gente pudo llegar al malecón, donde las chispas me caían encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio, no pude resistir el frío y el espanto, y por esto he venido aquí, a la puerta del cielo. Dicen que está abierta para los pobres como yo. Y ahora ya no tengo mi casa. ¿Qué le parece, me dejarán entrar?

En esto se abrió la puerta del cielo, y un ángel h

izo entrar a la mujer. De ésta cayó una brizna de paja, una de las que había en su cama cuando la incendió para salvar a los que estaban en peligro. La paja se transformó en oro, pero en un oro que crecía y echaba ramas, que se trenzaban en hermosísimos arabescos.

-¿Ves? -dijo el ángel al razonador-, esto lo ha traído la pobre mujer. Y tú, ¿qué traes? Nada, bien lo sé. No has hecho nada, ni siquiera un triste ladrillo. Podrías volverte y, por lo menos, traer uno. De seguro que estaría mal hecho, siendo obra de tus manos, pero algo valdría la buena voluntad. Por desgracia, no puedes volverte, y nada puedo hacer por ti.

Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecón, intercedió por él:

-Su hermano me regaló todos los ladrillos y trozos con los que pude levantar mi humilde casa. Fue un gran favor que me hizo. ¿No servirían todos aquellos trozos como un ladrillo para él? Es una gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino de la gracia...

-Tu hermano, a quien tú creías el de más corto

s alcances -dijo el ángel- aquél cuya honrada labor te parecía la más baja, te da su óbolo celestial. No serás expulsado. Se te permitirá permanecer ahí fuera reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no entrarás mientras no hayas hecho una buena acción.

-Yo lo habría sabido decir mejor -pensó el pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es algo.

(Hans Cristian Andersen)

sábado, 18 de diciembre de 2010

La música que venía de la casa


En Nochebuena, el rey invitó al primer ministro a unirse a él en su habitual paseo juntos. Disfrutaba viendo las decoraciones de las calles, pero como no quería que sus súbditos gastaran demasiado dinero en ellas sólo para complacerle, los dos hombres siempre se disfrazaban de mercaderes provenientes de algún lugar remoto.

Caminaron a través del centro de la ciudad, admirando las luces, los árboles de Navidad, las velas ardiendo en los portales de las casas, los estantes vendiendo regalos, y los hombres, mujeres y niños apresurándose para celebrar una Navidad alrededor de una mesa bien dispuesta de comida.

Mientras volvían pasaron por un barrio más pobre, en el que la atmósfera era bien distinta. No había luces, ni velas, ni deliciosos aromas de comida a punto de ser servida. Apenas había un alma en las calles y, como hacía cada año, el rey señaló al primer ministro que de verdad tenía que prestarle más atención a los pobres de su reino. El primer ministro asintió, a sabiendas de que el asunto sería pronto olvidado de nuevo, enterrado bajo la burocracia diaria de presupuestos que aprobar y discusiones con dignatarios extranjeros.

De repente, escucharon música proveniente de una de las casa más pobres. La choza era tan endeble y las planchas de madera podrida tenían tantas grietas que pudieron espiar lo que estaba ocurriendo en su interior. Y lo que vieron era complemente absurdo: un anciano en una silla de ruedas llorando al parecer, una muchacha con la cabeza rapada bailando, y un joven de ojos tristes golpeando una pandereta y cantando una canción popular.

‘Voy a enterarme de lo que ocurre.’ – dijo el rey.

Llamó a la puerta. La música paró, y el joven abrió.

‘Somos mercaderes buscando un lugar donde dormir. Escuchamos la música, vimos que seguíais despiertos, y nos preguntamos si podríamos pasar la noche aquí.’

‘Podéis alojaros en un hotel de la ciudad. Nosotros, desgraciadamente, no podemos ayudaros. A pesar de la música, esta casa está llena de tristeza y sufrimiento.’

‘¿Podemos saber porqué?

‘Es todo por mi culpa’ – habló el anciano en la silla de ruedas. ‘He pasado toda mi vida enseñando caligrafía, para que un día puediera conseguir trabajo como escriba de palacio, Pero los años han pasado y ningún puesto ha salido a concurso. Y entonces, anoche, tuve un sueño estúpido: un ángel se me apareció y me encargó comprar un cáliz de plata porque, dijo el ángel, el rey vendría a visitarme. Bebería del cáliz y le daría un trabajo a mi hijo.’

‘El ángel era tan persuasivo que decidí hacer lo que me pedía. dado que no tenemos dinero, mi nuera fue al mercado esta mañana para vender su pelo y que pudiéramos comprar ese cáliz. Los dos están haciendo lo que pueden para contagiarme el espíritu de la Navidad cantando y bailando, pero no hay nada que hacer.’

El rey vio el cáliz de plata, pidió un poco de agua para saciar su sed y, antes de partir, dijo a la familia:

‘Sabéis, estuvimos hablando con el primer ministro hoy, y nos dijo que la semana que viene se anunciaría una vacante para escriba de palacio.’

El anciano asintió, sin creer demasiado en lo que oía, y se despidió de los extranjeros. A la mañana siguiente, sin embargo, un proclama real fue leída en todas las calles del país; se necesitaba un nuevo escriba en la corte. El día señalado, la sala de audiencias del palacio estaba a rebosar de gente ansiosa por competir por ese puesto tan codiciado. El primer ministro entró y pidió a todos que preparasen su papel y lápiz:

‘Aquí está el tema de la disertación: ¿Porqué un anciano llora, una joven con la cabeza rapada danza y un joven triste canta?’

Un murmullo de incredulidad atravesó al habitación. Nadia sabía como contar una historia así, excepto el joven vestido de forma andrajosa sentado en una esquina, que sonrió ampliamente y empezó a escribir.

(Paulo Coelho)

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Mi primer día como ayudante de Papá Noel

No recuerdo exactamente cómo fue que decidí aceptar la tarea, pero si les puedo asegurar que el primer día como ayudante de Papá Noel no fue precisamente como esperaba
Pensé que él me daría un traje rojo y que yo debía estar bien entrenado para bajar por las chimeneas sin despertar la más mínima sospecha. Pensé que el jefe me daría unos renos mágicos y que mi trabajo sería sobrevolar los tejados de un barrio de pibes afortunados. Quizás había visto muchas películas y por eso me costaba mucho imaginar la Nochebuena de otra manera.Faltaban pocos minutos para la medianoche y todos los ayudantes estábamos listos para recibir las instrucciones. A mí, sinceramente, me preocupaba el hecho de que no me hayan dado siquiera una barba blanca como para identificarme en caso de surgir cualquier inconveniente.Todos los presentes recibimos las asignaciones. El tiempo se detuvo. El jefe, al que veía por primera vez, me dio una pequeña bolsa, un papel con una dirección y me palmeó la espalda sonriendo con una expresión que me hizo olvidar las pequeñas cuestiones que me venían preocupando.Me había tocado un edificio gris bastante alejado de las luces del centro. El reloj se había clavado cinco minutos antes de las doce y llegué al lugar sin recordar exactamente el camino que había tomado.Sin el traje, ni los renos, ni el trineo que yo imaginaba debía estar conduciendo, aquella noche: aparecí en una habitación enorme donde un centenar de camitas se disponían en filas de dos. Todo estaba tranquilo, el silencio de la habitación sólo se cortaba con la cadencia de mis pasos invisibles haciendo eco en los techos altísimos y las paredes limpias de todo color.Comencé a sentir que algo andaba mal. Teniendo en cuenta el número de camas, habría allí cerca de cien chicos, y yo sólo tenía una pequeña bolsa -¿Será una prueba para los principiantes? - pensé.El tiempo seguía detenido y yo ya estaba junto a un árbol de Navidad tan improvisado como hermoso. No se parecía mucho a esos que se pueden ver en las vidrieras. En rigor de verdad, sólo el que lo mirara con buenos ojos podía llegar a adivinar un árbol de Navidad en aquella mata de pasto seco, pero al menos me sirvió para saber dónde debía dejar el regalo. No pude resistir la necesidad de averiguar si se trataba de un error y abrí la bolsa para ver si había una carta o algo que explicara la situación. De hecho, tal vez las bolsas se confundieron y en este momento algún pibe estaba recibiendo cien regalos. Los nervios jugaron a favor de mi torpeza, ya que mientras pensaba en todo aquello, el contenido de la bolsa cayó al suelo sin que pudiera evitarlo. En ese preciso instante los relojes volvieron a funcionar.¡Qué mal comienzo! Dije casi con un grito inevitable. Sólo una pelota, esa que ahora se alejaba de mis pies por el largo pasillo, era el regalo que Papá Noel había pensado para todos estos pibes.Permanecí inmóvil junto al árbol y las puertas de la habitación se abrieron de par en par. Se encendió una luz que iluminó todo el salón y los pibes entraron en estampida dando saltos y corriendo hacía lo que era su regalo en aquella noche tan esperada.
La pelota! Gritaron. Yo estaba confundido. No parecían desilusionados. No corrieron hacia las ventanas para tratar de ver el instante justo en que los renos, que yo no tenía, tiraban del trineo, que tampoco me habían dado, para cruzar el cielo de la Nochebuena.
Alguien se detuvo a mi lado y me dio las gracias. Yo me asuste, pensaba que nadie podía verme. Tuve vergüenza y traté de excusarme.-Miré, yo... es mi primer día, seguramente las bolsas se confundieron... -El hombre sonrió y no permitió que yo siguiera explicándole: -No se preocupe amigo. Los chicos querían la pelota. Por un momento pensé que nadie se acordaría de ellos.Yo continué diciendo: -Pero son muchos, seguramente van a querer saber de quién es el regalo. Él trató de calmarme: - De todos, no hay problema con eso. Ellos están acostumbrados a compartir todo. En lugares como estos lo primero que aprenden a compartir son las tristezas, imagínese que no van a tener problema en compartir una alegría.
Yo me sentí muy extraño, estaba confundido, y decidí marcharme. Cuando estaba cerca de la puerta, aquella persona me tomó del brazo y me dijo: -Oiga, ¿se va a ir sin que le paguen?Aquella situación me confundió aún más: -¿Qué dice? ¿Cómo se le ocurre?- ¡Eh, no se ponga así!- me dijo - Miré sus caritas, miré todos esos ojitos iluminados, miré esas sonrisas: créame si le digo que no se dan muchas veces. Levante la mirada y comprendí. Me estaban pagando una fortuna. Recibí entonces el mejor regalo de Navidad. Pensé en los otros miles de ayudantes que estaban recibiendo su paga en hospitales, en orfanatos como este, en hogares de niños, en edificios tristes y en lugares alejados dónde la más mínima luz alcanza para iluminar a los ángeles.Pensé, por primera vez, en aquella noche, que el jefe no se había equivocado, y que a pesar de no darme trineo, ni barba, ni un traje rojo: me había dado el mejor trabajo del mundo.

(José M. Pascual)

martes, 14 de diciembre de 2010

Bulá, el viajero


Hace muchos, muchos años, un gran señor llamado Bulá reconoció en el cielo signos nunca vistos. Anunciaban la llegada del más grande de los reyes que el mundo hubiera conocido. Asombrado por tanto poder, el rico señor decidió salir en su búsqueda con la intención de ponerse al servicio de aquel poderoso rey y así ganar un puesto de importancia en el futuro imperio.

Juntando todas sus riquezas, preparó una gran caravana y se dirigió hacia el lugar que indicaban sus signos. Pero no contaba aquel poderoso señor con que el camino era largo y duro.

Muchos de sus sirvientes cayeron enfermos, y él, señor bondadoso, se ocupó de ellos, gastando grandes riquezas en sabios y doctores. Cruzaron también zonas tan secas, que sus habitantes morían de hambre por decenas, y les permitió unirse a su viaje, proporcionándoles vestido y alimento. Encontró grupos de esclavos tan horriblemente maltratados que decidió comprar su libertad, constándole grandes sumas de oro y joyas. Los esclavos, agradecidos, también se unieron a Bulá.

Tan largo fue el viaje, y tantos los que terminaron formando aquella caravana, que cuando por fin llegaron a su destino, apenas guardaba ya algunas joyas, una pequeñísima parte de las que inicialmente había reservado como regalo para el gran rey. Bulá descubrió el último de los signos, una gran estrella brillante tras unas colinas, y se dirigió allí cargando sus últimas riquezas.

Camino hacia el palacio del gran rey se cruzó con muchos caminantes pero, al contrario de lo que esperaba, pocos eran gente noble y poderosa; la mayoría eran pastores, hortelanos y gente humilde. Viendo sus pies descalzos, y pensando que de poco servirían sus escasas riquezas a un rey tan poderoso, terminó por repartir entre aquellas gentes las últimas joyas que había guardado.

Definitivamente, sus planes se habían torcido del todo. Ya no podría siquiera pedir un puesto en el nuevo reino. Y pensó en dar media vuelta, pero había pasado por tantas dificultades para llegar hasta allí, que no quiso marcharse sin conocer al nuevo rey del mundo.

Así, continuó andando, sólo para comprobar que tras una curva el camino terminaba. No había rastro de palacios, soldados o caballos. Tan sólo podía verse, a un lado del camino, un pequeño establo donde una humilde familia trataba de protegerse del frío. Bulá, desanimado por haberse perdido de nuevo, se acercó al establo con la intención de preguntar a aquellas gentes si conocían la ruta hacia el palacio del nuevo rey.

- Traigo un mensaje para él- explicó mostrando un pergamino -. Me gustaría ponerme a su servicio y tener un puesto importante en su reino.

Todos sonrieron al oír aquello, especialmente un bebé recién nacido que reposaba en un pesebre. La mujer dijo, extendiendo la mano y tomando el mensaje:

- Deme el mensaje, yo lo conozco y se lo daré en persona.

Y acto seguido se lo dio al niño, que entre las risas de todos lo aplastó con sus manitas y se lo llevó a la boca, dejándolo inservible.

Bulá no sonrió ante aquella broma. Destrozado al ver que apenas tenía ya nada de cuanto un día llegó a poseer, cayó al suelo, llorando amargamente. Mientras lloraba, la mano del bebé tocó su pelo. El hombre levantó la cabeza y miró al niño. Estaba tranquilo y sonriente, y era en verdad un bebé tan precioso y alegre, que pronto olvidó sus penas y comenzó a juguetear con él.

Allí permaneció casi toda la noche el noble señor, acompañando a aquella humilde familia, contándoles las aventuras y peripecias de su viaje, y compartiendo con ellos lo poco que le quedaba. Cuando ya amanecía, se dispuso a marchar, saludando a todos y besando al niño. Este, sonriente como toda la noche, agarró el babeado pergamino y se lo pegó en la cara, haciendo reír a los presentes. Bulá tomó el pergamino y lo guardó como recuerdo de aquella agradable familia.

Al día siguiente inició el viaje de vuelta a su tierra. Y no fue hasta varios días después cuando, recordando la noche en el establo, encontró el pergamino entre sus ropas y volvió a abrirlo. Las babas del bebé no habían dejado rastro del mensaje original. Pero justo en aquel momento, mientras miraba el vacío papiro, finísimas gotas de agua y de oro llenaron el aire y se fueron posando lentamente en él. Y con lágrimas de felicidad rodando por las mejillas, Bulá pudo leer:

Recibí tu mensaje. Gracias por tu visita y por los regalos que trajiste de tus tierras para todos los amigos míos que fuiste encontrando por el camino. Te aseguro que ya tienes un Gran Puesto en mi Reino.
Fdo.: Jesús, Rey de Reyes

(Autor.. Pedro Pablo Sacristán)

domingo, 5 de diciembre de 2010

Navidad o Vanidad


El 25 de diciembre de 2001 los calendarios de medio mundo sufrieron una metamorfosis incomprensible para la mayoría de los habitantes del planeta. El número 25 aparecía como de costumbre, en gran tamaño y coloreado de rojo, pero en su parte inferior no era NAVIDAD lo que podía leerse, sino algo muy diferente: VANIDAD. Todos los que fueron testigos de aquel fenómeno se rascaron la cabeza al mismo tiempo, como si de una instrucción genética se tratase, aunque nadie supo hallar una respuesta razonable al enigma, lo cual, por otro lado, era lógico, puesto que nada tiene que ver el mundo de los humanos con el de las letras del abecedario.

Todo comenzó a principios de diciembre, cuando la proximidad de las fiestas navideñas impregnaba el ambiente. Durante la primera semana de mes se celebró el último Congreso Alfabético del año, y fue allí donde se gestó el germen de la revolución. "Queridas compañeras", dijo la I cuando le fue otorgado el turno de palabra, "he de manifestar mi más enérgica protesta ante la situación actual. Formo parte de una palabra que ha perdido su contenido, y me niego a seguir el juego. Yo dimito de la palabra NAVIDAD". Las 26 letras asistentes al congreso (la W se encontraba ausente, pues había sido invitada a un congreso de ideogramas japoneses) emitieron murmullos de aprobación las unas y de indignación las otras, mientras que la Z se limitaba a bostezar sonoramente recostada en su sillón. "Para reforzar mi postura y demostrar lo obsoleto del término en cuestión", siguió hablando la I, " propongo como prueba la realización de un desfile de significantes".

Fue la N quien inició el desfile: "nochebuena, nieve y Noel", dijo. Continuó la A, que ofreció "alegría, amistad y aguinaldo". La V, por su parte, vociferó: "verano, vacaciones, viajes y villancico". La D, por último, se dirigió al auditorio diciendo: "domingo, descanso, duermevela y dormitar". Terminadas estas intervenciones, la I tomó aire y recitó de carrerilla: "impresentable, idiota, imbécil, inútil, ingenuo, insensible, iletrado, iluso, imperfecto e ignorante". Los asistentes a tan enérgico alegato permanecieron impávidos e inmóviles en sus asientos tras la retahíla de la I, y nadie se atrevió a respirar.

"Lo que intento decir", continuó la I, "es que si hay alguna palabra que haya perdido su contenido por el camino esa es NAVIDAD. Además, ¿no les parece contradictorio que una raquítica, escuálida y anoréxica I comparta espacio con la D? Mírenla, toda oronda ella, y, por si fuera poco, por partida doble. Ella sí, con su panzudo vientre, es digna de ocupar el lugar que invade, como representante gráfico de las mesas atiborradas de manjares que abundan en estas fechas. Pero yo, ¿qué pinto?".

Las letras se miraban las unas a las otras. La CH hacía corrillo con la LL y buscaban con la mirada a la RR que de tanto en tanto aparecía por allí, por aquello del equilibro de fuerzas. La G con la J, por la simpatía de sonidos; la B y la V mantenían sus tradicionales disputas, y la Ñ aprovechó la ocasión para abandonar sigilosamente la sala y buscar una barra de bar.

"Señoras y señores", iba concluyendo la ponente, "es hora de recapacitar y de hacer un examen de conciencia. Hubo un tiempo en el que decir NAVIDAD tenía un significado, era una evocación, suponía una equivalencia clara con la realidad. Pero hoy, por mucho que nos pese, todo eso se ha perdido. Como bien saben, ‘todo viaja hacia su difuminación’, y nosotras no íbamos a ser menos. Quizá sea hora de efectuar cambios en el equipo y adaptarnos a los nuevos tiempos. Estoy convencida de que otras letras realizarían nuestra función de mejor manera. Y pienso, por ejemplo, en la P de Playstation, de plazos y de pagar; en la C de compras, cajeros, cabalgatas y centros comerciales. En la R, de Reyes, de regalos y, también, de rebajas. En la G, de gastar y Gameboy. O en la misma V de videojuegos y videoconsolas. ¿Me puede alguien decir dónde está el espíritu navideño?

Nadie lo dijo, claro. Y las letras del alfabeto se limitaron a asentir mientras se lamentaban del cariz que habían adquirido los nuevos tiempos, tiempos vanidosos y nada navideños. Y la N y la V pasaron a la acción y decidieron, permutando sus posiciones, dar el primer paso para cambiar el destino.

(Oberón)

jueves, 2 de diciembre de 2010

El hombre más sabio del mundo

Un sabio forastero llegó a Aksehir. Deseaba desafiar al hombre más docto de la ciudad y le presentaron a Nasrudín. Entonces, el sabio trazó un círculo en el suelo con un palo. Nasrudín tomó el mismo palo y dividió el círculo en dos partes iguales. El sabio trazó otra línea vertical para dividirlo en cuatro partes iguales. Nasrudín hizo un gesto como si tomara las tres partes para sí y dejara la cuarta para el otro. El sabio sacudió la mano hacia el suelo. Nasrudín hizo lo contrario.

Se acabó la competencia y el sabio explicó:
— ¡Este señor es increíble! Le dije que el mundo es redondo, me contestó que el ecuador terrestre pasa por el medio. Lo dividí en cuatro partes y me dijo: “Las tres partes son de agua, la cuarta es de tierra”. Le pregunté: “¿Por qué llueve?”. Me contestó: “El agua se evapora, sube al cielo y se convierte en nubes”.

Los ciudadanos deseaban conocer la versión de Nasrudín y éste les contó:
— ¡Qué tipo más glotón! Me dijo: “Si tuviéramos una bandeja de dulce de hojaldre…”. Yo le dije: “La mitad sería para mí”. Me preguntó: “¿Y si la dividiéramos en cuatro partes?”. Yo le contesté.: “Me comería las tres partes”. Me propuso: “¿Y si le echáramos pistachos molidos?”. Yo le dije: “Buena idea, pero se necesita un fuego alto”. Se dio por vencido y se fue…”.

(Cuento sufí)

Una rosa para el emperador


El emperador Carlomagno le presentó un retoño de rosal a Harun al-Rashid, el Califa de Abbasid, y éste lo hizo plantar en su jardín privado. Ordenó a su jardinero que tratara a ese precioso retoño con el mayor cuidado y atención posibles y que le trajera la primer rosa que floreciera.

El retoño enraizó, y a su debido tiempo produjo un pimpollo que se abrió en una rosa magnífica. Justo cuando el jardinero estaba a punto de cortar la flor, vio a un ruiseñor volando sobre ella, cantando tristemente. Mientras miraba esa escena, el ruiseñor bajó inesperadamente en picada y atacó la rosa con su pico y sus alas, desparramando pétalos por todos lados.

El jardinero corrió sin aliento a contarle al Califa exactamente lo que había sucedido y le suplicó su perdón. El sultán lo tranquilizó, diciendo: “No te preocupes por eso. Lo que sucedió, sucedió. Ciertamente la culpa no es tuya. Te perdono. Jardinero, este mundo es un lugar en donde nadie puede salirse con la suya, de modo que ese ruiseñor recibirá su justo merecido”.

Pasó el tiempo hasta que un día, mientras estaba trabajando en el jardín privado, el jardinero vio que una serpiente se estaba comiendo al ruiseñor que había destruido la rosa invaluable. Corrió enseguida para informárselo al Califa: “Señor, has realizado un milagro. El ruiseñor encontró la suerte que habías predicho, acabo de ver cómo se lo comía una serpiente”.

El Califa sonrió mientras decía: “Jardinero, como te dije, nadie se sale con la suya en este mundo; sea lo que sea lo que hagamos, eventualmente se pondrá al día con nosotros. La serpiente que se comió al ruiseñor también recibirá su justa recompensa”.

Pasó más tiempo. La serpiente que se había comido al ruiseñor llegó deslizándose por el pasto y se enroscó en los pies del jardinero. Él la mató con el borde afilado de la pala que llevaba, después corrió a contarle al Califa lo que había sucedido. De nuevo, el Califa sonrió mientras decía: “En verdad, jardinero, eso también se pondrá al día contigo”.

Tiempo después, el jardinero cometió una seria ofensa, incurrió en la ira del Califa, y fue entregado al verdugo. Cuando le preguntaron si tenía un último deseo, dijo: “El único último pedido que tengo es el de decirle algo al Califa”.

Se le informó al Califa, que hizo que le llevaran al jardinero y le preguntó qué quería decir.

“Señor”, dijo el jardinero, “Seguramente te debes acordar. Tú me diste un vástago de rosal para plantar y me ordenaste traerte su primera flor. La rosa acababa de alcanzar la perfección y yo estaba a punto de cortarla cuando el ruiseñor la hizo pedazos. Cuando te lo informé, tú dijiste: ‘el ruiseñor recibirá su justo merecido’. Antes de que pasara mucho tiempo, una serpiente se tragó a ese ruiseñor. Cuando de nuevo te lo informé, dijiste: ‘la serpiente también recibirá su justo merecido’. Esa serpiente se enroscó alrededor de mi pie y cuando te conté que la había matado, dijiste: ‘Eso se pondrá al día contigo’. Todo se ha hecho realidad y ahora me has entregado al verdugo para castigar mi ofensa, de modo que yo tampoco saldré libre de esto. Sin embargo, mi sultán, no olvides que lo que tú estás haciendo ahora, también se pondrá al día contigo. Como tú me dijiste, es esa clase de mundo. Sólo espera tres o cuatro días”.

Harun al-Rashid entró en razón. Reconociendo la verdad de esas palabras, actuó como le corresponde a un sultán y perdonó al jardinero.

El noble Imán Husayn, mártir de Karbala y rey de los mártires, dijo: “Un hombre generoso es aquél que da sin que se le pida. Un hombre magnánimo es alguien que perdona cuando está en su poder tomar venganza”.

(Cuento sufí)