Érase una vez una ciega que fue a visitar a una sanadora.
-¿Qué te pasa, hermosa mujer?, le preguntó la sanadora.
-Pues que Dios no me dio la vista, respondió la ciega.
-Toma este ungüento y póntelo en los ojos, le dijo la sanadora, porque no es justo que yo lo vea todo y tu con esos hermosos ojos no veas nada.
La ciega se puso el ungüento en los ojos y, a los pocos minutos, empezó a ver.
-¡Dios te bendiga, sanadora, porque me has ayudado a ver! A ver este hermoso cielo lleno de estrellas, a ver esta hermosa luna, a ver estos hermosos árboles, a ver este hermoso mar, a ver estas hermosas flores que tantas veces he olido e imaginado, a ver a esta maravillosa gente, a ver esta hermosa tierra. ¡Gracias por compartir conmigo la hermosura de tu mundo y el Amor con que vives!
Atónita se quedó la sanadora al contemplar la hermosura que le rodeaba y la ciega le describía, contestándole así:
-En verdad te digo, querida ciega, que más ciega que tú estaba yo... ¡y no lo sabía!
(Juan Latorre Navas)
miércoles, 26 de enero de 2011
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