jueves, 11 de septiembre de 2008

Ritual de un viajero extravagante para la persona que ama




El viajero que coleccionaba fotogramas mentales raros, quería llevar la esencia de los lugares que le gustaban, de lo curioso, de la gente, de las cosas que veía y las charlas que tenía, para regalárselo como botín de viaje a la persona que amaba.

El viajero que coleccionaba imágenes de lo diferente, sabía que los momentos se escurren entre los dedos, que no se puede transmitir las sensaciones, ni la subjetividad, el detalle se escapa y se queda en un esbozo general.
No tuvo más remedio que recurrir a un secreto de familia. La fórmula de antiguas generaciones de viajeros extravagantes, para conservar la esencia de los momentos y lugares visitados, de la belleza filtrada a través de sus ojos. Deseaba exprimir el zumo del poso que le había quedado de cada sitio donde había estado y ofrendárselo a la persona que amaba.

El viajero que coleccionaba luces extrañas de lugares originales, cogió una espiral de recuerdos y sueños, siempre suelen venir en espiral, y la forró con en el cuero rojo de su pasión y reflejos de puesta de sol en el desierto. Sobre el cuero y con gena, dibujó unas flores raras que vio en el camino y lo secó con un soplete de gas fulano de tal que conoció en un tren en compañía de mengano. Como resultado quedó una imitación muy buena de la luz ambiente que lo envolvió cuando iba hacia el sur.

El viajero que coleccionaba visiones al margen de lo común fue recogiendo todas las emociones que podía, de cada lugar por donde estuvo y las metió en guardaesencias. Y así, en uno con cristal de color amarillo guardó suspiros arrancados por lo bonito que es aquello y lo otro, en otro redondo de color naranja evocaciones de olores y las de sabores en uno a juego, pero más pequeño. En un guardaesencias azul, que conservaba todo muy fresquito, se guardó todos los besos que los momentos “te echo de menos” le empujaban a la cabeza y se los sacaba por la boca al sentirlos llegar a la punta de la lengua. Menos mal que los guardaesencias no tenían fondo, de lo contrario no hubiese podido guardar tantos besos como guardó.

El viajero que coleccionaba todo lo que podía retener de lo diferente agrupó todo lo que había conseguido almacenar de sus viajes y se dispuso a finalizar el ritual secreto, el cual dejará de ser secreto cuando acabe el cuento, pero que sólo lo podrán realizar aquellos que sean viajeros extravagantes.
Se saco una lágrima disecada de cuando el mistral le hizo llorar y la corto en juliana. Le añadió limaduras de piel de gallina de aquella noche en el pueblo de montaña y saliva seca de boca abierta al salir aquella luna tan grandota y tan naranja. También tamizó una onomatopeya que se le había escapado mirando un mar que había cogido un color turquesa a juego con el cielo, y un silbido espontáneo de cuando vio aquella llanura verde e interminable con fondo de montañas nevadas. Con todo esto hizo un sofrito y lo colocó como guarnición de los objetos recolectados.

Cuando terminó el viajero que coleccionaba lo extrañamente singular, lo peregrino del absurdo, lo estrambóticamente disparatado dentro de lo excéntrico e inusitado entre lo estrafalariamente inaudito para lo insólito de lo peculiar, rezó al Dios de las cosas sencillas y pequeñas implorando su bendición sobre lo que había reunido y de esta forma, la persona que amaba, sintiese el calor de lo dedicado, el homenaje del cariño aún en la distancia y una pequeña perspectiva de un mundo muy raro y bonito. Todo un tesoro para un viajero extravagante.

(Marcos Hernando Jiménez)

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