martes, 12 de febrero de 2013

Los Doce Amigos



Érase una vez una joven, llamada Diomina, tan agria y orgullosa como fea y desgarbada.

Había sido mimada en exceso por su madre" viuda, y no hay duda de que a ello se debía su mal carácter. Ninguna de las otras muchachas del pueblo querían tratos con amiga tan orgullosa y desagradable, y siempre se la veía sola.

Por el contrario, vivía en la casa de al lado un labrador, también con una hija, llamada, Marcela, muchacha muy bella y de tan buen carácter que todo el mundo la quería.
Por desgracia, un día al labrador se le ocurrió pedir en matrimonio a la viuda, se casaron, y las dos muchachas comenzaron a vivir bajo el mismo techo. Más tarde, el hombre enfermó y murió, y entonces comenzó para Marcela una vida de malos tratos y de trabajo. Diomina y su madre le obligaban a realizar todas las faenas de la casa, por duras que fuesen, mientras ellas permanecían sentadas cómodamente. Marcela se ocupaba de la
limpieza, de las comidas, de la vaca, de las gallinas, de los conejos y del huerto.
 
Todos, en el pueblo, alababan su diligencia. Sin embargo, Diomina y su madre nada le agradecían y cada vez le trataban peor.
Una tarde, fría y desagradable, después de una de las nevadas más intensas que se recordaban en el pueblo, Diomina dijo:
-Me agradaría tener un ramo de violetas.
-Nada más sencillo -declaró la madre, siempre deseosa de satisfacer los menores caprichos de su hija-o Enviaremos a Marcela al bosque a buscarlas.
-Seguramente estáis bromeando -se atrevió a insinuar Marcela-. Nadie encontraría en el bosque ni una sola violeta.
-Eso es cuenta tuya -exclamó su madrastra-o Anda, deja todo que tienes entre manos y emprende el camino. Y no vuelvas sin el ramo de violetas, te aconsejo. Será inútil replicar. Y Marcela salió de casa, enfrentándose con el frío, la nieve y la oscuridad.

Como no llevaba más prendas que las que usaba en casa, empezó a tiritar. Además, sintió miedo y se volvió, llamando a su puerta. Pero nadie le contestó ni le abrió, y no tuvo más remedio que dirigirse al bosque, sabiendo que no podría encontrar violetas.

De pronto, vio algo que la dejó atónita: alrededor de una gran hoguera había doce grandes piedras planas y, sentadas sobre ellas, doce figuras inmóviles. El más anciano preguntó a la recién llegada:
-¿Qué deseas, hermosa niña?
-Vengo a recoger violetas -le explicó Marcela.
-¿Ignoras que no hay violetas cuando cae la nieve?
Ella rompió a llorar y les explicó lo que le sucedía.

Los doce hombres la escucharon en silencio, y luego el anciano se levantó y dijo a uno de sus compañeros:
-Hermano Marzo, éste es un trabajo tuyo.
 
El aludido, un hombre joven, se levantó y removió la hoguera

con un palo, sucediendo algo extraordinario: dejó de hacer frío, de los árboles comenzaron a salir hojas, los pajarillos cantaron y toda la naturaleza hablaba el lenguaje de la primavera.
Entonces el anciano Enero dijo a Marcela:
-Apresúrate a recoger tus violetas.
La muchacha vio tantas que no sabía por dónde empezar a recogerlas. Cuando tuvo un buen ramillete de ellas, nuevamente volvieron el frío y la nieve. Marcela dio las gracias y dejó a los doce meses -pues ellos eran-, sentados alrededor de la hoguera, regresando a su casa.
Sin una sola señal de agradecimiento, Diomina tomó las violetas y adornó con ellas su corpiño. Días después, exigió que le trajera fresas. Marcela se estremeció y trató de convencerle de que aquello era imposible. Pero la madre quería dar ese nuevo capricho a su hija y la mandó al bosque.
Allí seguían los doce meses, y' Marcela les dijo:
-Ahora necesito recoger unas fresas.
El anciano Diciembre se levantó, tocó con su bastón a Junio y éste, después de remover el fuego, hizo que el suelo se cubriera de un manto verde, ¡y en él se veían las cabecitas rojas de las fresas! Marcela cogió unas pocas, dio las gracias y regresó a su casa, donde Diomina le riñó por no haberle llevado más. «Yo iré y traeré las suficientes}), aseguró.
Tomó su mantón y se fue al bosque, pasando ante el grupo de los doce meses sin dirigirles un saludo siquiera. Enero se irritó y llamó a la ventisca, que se llevó a Diomina para siempre. Al ver que no regresaba, salió su madre, que corrió la misma suerte.
En cuanto a la bondadosa Marcela, el joven Mayo la pidió en matrimonio, y los campos que cuidaron entre ambos jamás sufrieron ni de granizo s ni de sequías, ofreciendo el aspecto de una eterna Primavera ...
 
(Cuentos populares)

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