miércoles, 4 de enero de 2017

Los impuestos

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Había una vez un Rajá que poseía riquezas y tesoros. Tenía también muchos súbditos, pero los trataba como esclavos. Por eso era mal visto por todos.
Un día llamó a su tesorero y le dijo:
— Haz la gira anual de costumbre por mis territorios, y cobra los impuestos.
— Majestad, la cosecha ha sido muy escasa. Convendría perdonar los impuestos -respondió.
— ¡Estás loco! -gritó el tirano.
— Está bien -dijo el tesorero. Cobraremos los impuestos. Y el dinero recogido, ¿en qué lo emplearemos?
— Haz una gira por todo el palacio. Mira a ver qué falta, y provees con el dinero de los impuestos.
El tesorero se dio una vuelta por el palacio. Vio al Rajá con el rostro sombrío, a la Reina con aire de aburrimiento, los príncipes caprichosos, viciados y descontentos, los cortesanos que derrochaban y litigaban. También observó a la gente del pueblo que pasaba delante del palacio y echaba miradas de ira y descontento, murmurando maldiciones…
— Hay reparaciones graves que hacer… -dijo. Y partió a cobrar.
Fue por ciudades y campos con un pregonero, y delante de aquellos pobres anunciaba:
— El Rajá, este año, teniendo en cuenta las cosechas y vuestras dificultades, y para cumplir el deseo de la Reina y de los Príncipes, os perdona los impuestos.
De todos los pueblos del reino salían aplausos. Mientras tanto el Rajá, ignorante de lo acaecido, preguntaba al Ministro:
— ¿Cómo ha ido?
— Bien, Majestad.
— ¿Y dónde están los dineros?
— Los he gastado ya todos.
— ¡Cómo!
— Sí. En mi visita he notado que en esta casa había que rehacer del todo los ánimos, y que faltaba la alegría, fruto de la bondad. Y he tratado de procurársela, diciendo a la gente que este año usted perdonaba a todos los impuestos y que…
— ¡Ah, miserable!, gritó el Rajá.
Y despidió malhumorado al tesorero. Después, lleno de cólera, salió en persona del palacio, decidido a reparar el daño sufrido. Pero apenas apareció, la gente le salió al encuentro con flores y aplausos:
— ¡Viva el Rajá! ¡Bendita sea nuestra Reina!
Poco a poco, entre tanto entusiasmo se sintió desarmado. Su corazón de piedra, por primera vez, se enternecía, olvidaba sus malditos dineros. Por primera vez en su vida, se sentía feliz. Regresando a casa, encontró alrededor del palacio una muchedumbre inmensa: el pueblo había puesto en escena una manifestación de fiesta a la Reina y a los Príncipes.
Todos estaban alegres y contentos. Entonces hizo llamar al tesorero despedido, y le dijo:
— Tenías razón. Eres un buen administrador, sabes convertir el dinero en felicidad. De ahora en adelante serás mi consejero y el distribuidor de mis bienes al pueblo.
Y así, por primera vez, desde que el mundo es mundo, un negocio de impuestos terminó en una fiesta para todos.
Cuento de Malabar

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