domingo, 24 de enero de 2010

Hubo una flor...


Hubo una vez una gran exposición de flores, la había de todos los colores, aromas, texturas. Cada una mostraba su belleza natural y erguía sus formas como símbolo de plenitud y hermosura.

Entre tanta grandiosidad de capullos y pimpollos había una que descollaba, estaba solitaria y en más de una ocasión se veía opaca, en otras descolorida, contrastaba con su entorno.

La gente pasaba y ante tanta beldad se detenía a comprarse cada quién la flor que tuviera más encanto y más fragancia.

Todo el mundo admiraba este vergel y una a una fueron desapareciendo las flores más bonitas; los parroquianos salían enamorados de su compra, miraban una y otra vez las que habían elegido y sonreían porque habían logrado obtener un trozo de vida hecho flor; creían que lo más bello era lo visible a los ojos.

Y así llegó el momento en que la flor opaca quedó sola en medio de un vacío majestuoso; a su alrededor, un silencio increíble; todos pasaban de largo, nadie reparaba en ella que aunque opaca y descolorida estaba llena de vida y ganas de mostrarse.

De repente, y como salido de la nada se acercó un hombre extranjero, se detuvo ante la única flor que había quedado; la miró detenidamente, se alejó y la volvió a mirar. Su rostro mostraba asombro porque aparentemente él veía en esa flor, que todos despreciaron, un algo especial que lo fascinó.

Dio varias vueltas al lugar sin quitar la mirada penetrante sobre la flor. Fue tan llamativa esta actitud que otras personas comenzaron a mirar en la misma dirección pero el extranjero sin dudar un instante y atrapado por lo que él encontraba bello, tomó la flor, la envolvió con el mejor papel que consiguió y apoyándola sobre su pecho partió tal como había llegado.

Cada mañana el extranjero mimaba su flor, la colocó en el mejor lugar de la casa, y poco a poco fue descubriendo que sus pétalos irradiaban luminosidad, que emanaba un perfume distinto a todos los conocidos y notó que la flor era feliz.

Y, el tiempo pasó, y la flor permaneció allí como echando raíces, era la musa del hombre quién la había adorado y cuidado afanosamente desde el día en que la trajo. En la casa había felicidad y muchos se preguntaban:¿Por una flor?¿Qué tiene de distinto esa flor? Para muchos era una flor más pero para el extranjero era la más preciada de las flores conocidas, tanto que la hubo de plasmar en un muro con los colores más puros e idénticos a la realidad que se haya visto.

Pero...un día el hombre observó que la flor estaba triste, se acercó a ella como todos los días y le preguntó qué le pasaba. La pobrecita respondió débilmente que no se sentía como antes, que tenía profunda pena.

-¿Qué puedo hacer por ti hermosa doncella?- dijo el hombre con angustia en su voz.

Nada respondió pero cayeron algunas gotas parecidas al rocío que se transformaron en perlas blanquísimas sobre las manos del hombre.

-¿Quieres que te lleve al lugar desde el que te traje?

Débilmente se dejó oir la voz de un “NO” rotundo que alegró el corazón del hombre que estaba terriblemente acongojado.

La cuidó más y más hasta que un día se dio cuenta que la flor ya no vivía y entre gemidos de dolor y sollozos decidió guardarla para siempre dentro de un libro de poemas. Sabía que aunque ya no vivía, él podía buscar su recuerdo y revivir los momentos dulces que compartieron.

Todas las tardes el extranjero tomaba su libro y leía viejos poemas de amor en compañía de aquella flor que amó.

Hoy cuenta una leyenda que toda la gente que pasa frente a esa casa escucha el recitado a dos voces de poemas de amor; y dicen los que saben, que en ese jardín, donde eso sucede, está enterrado un libro de poemas con una flor seca entre sus páginas. Todos creen que las voces que se sienten son las voces del extranjero y su flor que siguen, a través del tiempo, prodigándose el amor que se tuvieron.

(Mónica Silva)

2 comentarios:

Paquita Pedros dijo...

Una bellisima historia me encanto
un beso y feliz semana

Ana Moreno dijo...

qué hermosa historia de amor