domingo, 5 de octubre de 2008

Nara y la flor de dos colores



Hace mucho, pero mucho tiempo, vivía un poderoso hombre que tenía siete esposas, había contraído nuevas nupcias cada seis años, por lo cual tenía aquella edad en la que se tiene más experiencia y fantasías, que en realidad energía o ganas.

A pesar de ello y como siempre lo había hecho, cada día ordenaba poner una flor de dos colores sobre la almohada de la esposa deseada.

Una tarde, a la más joven de sus esposas, la que más frecuentemente recibía la flor, se le ocurrió una idea para pasar alegremente las últimas horas de la jornada.

Propuso a las siguientes cinco esposas, poner esa noche la flor que recibieran, en la cama de la séptima esposa... la anciana Nara.

La segunda esposa aceptó inmediatamente, la tercera creyó que sería divertido y accedió, la cuarta no contestó y la quinta y sexta con pena en los ojos se excusaron.

Cuando la mujer del guardián llevó una flor amarilla y blanca a la segunda de las esposas, las tres la tomaron y abriendo la ventana de la anciana la depositaron sobre su cama.

Cuando Nara la vio, mil sensaciones pasaron por su alma, hacía más de 30 años, miles de lunas pasadas sin que la flor se posara sobre su almohada. Se sentó sobre su cama, apoyo la flor sobre su pecho y lloró desolada.

Pasó un tiempo y Nara con la flor en la mano abrió la puerta y salió de su cámara.

Como esposa más lejana, tenía que pasar, para llegar al que así la llamaba, por delante de las puertas de las otras seis damas.

Al deslizarse por el pasillo, no necesitaba mirar para ver que todas estaban entreabiertas y con la luz apagada, tampoco notó que el silencio pasa a risas, que se convierten en carcajadas.

Nara entró en la habitación del que la aguardaba.

Desde hacía muchos, muchos años, ya debido al desinterés de las jóvenes, ya a la edad avanzada del anciano, las noches en la gran cámara eran de silencio y tranquilidad, pero esa noche, como nunca, se vio animada por conversaciones pausadas, instantes de silencio, de recuerdos, de risas mesuradas, de amor, de susurros, de voces bajas, de cariños... que se repitieron una y otra vez hasta que las últimas sombras de la noche le dieron la mano a la mañana.

Nara abandonó la habitación y encaminó sus pasos hacia la más lejana, las seis puertas todavía abiertas, nada se había movido desde que ella pasara. El aire lleno de odio de la primera se fue dulcificando puerta a puerta, y en la sexta, una mano cariñosamente le tocó la espalda...

Nara jamás volvió a la gran sala, ni la mujer del guardián buscó flores en la campaña.

Esa noche, él había comprendido lo que había pasado, y recordó al verla temblando, todo el amor que de ella hacía tiempo había olvidado, los primeros besos y las primeras flores buscadas, esa noche, el verdadero amor rejuveneció con la fuerza de las noches perdidas y la calma y la experiencia de las estaciones ganadas.

A partir de ese día, cada noche, su esposo después de la cena, pasaba por el jardín y antes de retirarse se acercaba a su aposento llevándole, solo a ella, la flor tan deseada.

Pero Nara jamás volvió a dormir bajo sus sábanas.

Cuando después de un beso, un abrazo o una mirada él la dejaba, Nara tomaba la flor y el pasillo cruzaba, se paraba delante de la gran cámara, volvía sobre sus pasos y dejaba la flor en la puerta de la esposa, que ese día pudiese compartir con su amado, el mayor de los cariños a cambio de la verdadera calma, poniendo en la balanza, las menguadas energías de su esposo y las necesidades, ilusiones y deseos de las deseadas, con ese exquisito equilibrio de la mujer que ama y con ese dar de la mujer amada…

....... y por él, ....... una flor así enviada, jamás fue rechazada…

Y así el amor, la paz, y la tranquilidad reinó en a la gran casa.

Pero Nara, jamás volvió a su cama.

Cuando esa noche especial, la Bien Amada, él le prometió que cada día depositaría la flor sobre su almohada, ella frente a la puerta y de espaldas le dijo en voz muy baja.

Esta ha sido de toda mi vida la noche más cálida y deseo como última así recordarla.

* * * * *

Cuando las últimas sombras de la noche se retiran ante los primeros pasos de la mañana, Nara escucha una esposa abandonar la gran sala.

Pero Nara jamás volvió a su cama.


(Emilio Vilaró)

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