— Queridas amigas, ¡qué cruel e implacable es el paso del tiempo! Cuánta amargura siento cuando veo mi piel ajada, mis cabellos encanecidos, estos ojos apagados… Mi rostro ha perdido toda su antigua frescura.
Otra comentó:
— Tienes razón. Envejecemos sin remedio. También yo sufro al contemplar en el espejo mis encías desdenta- das, mis ojeras profundas y amoratadas, mis mejillas enjutas y mi cuello flácido y feo. Me miro en el espejo y no puedo reconocerme.
Entonces la tercera amiga y la más avanzada en edad declaró:
— Vosotras sí que me dais lástima, de veras. ¡Pobres amigas mías! Yo también veo lo mismo que vosotras cuando me contemplo en el espejo. No os falta razón al decir que el paso del tiempo es implacable, y es por ello que el espejo ha ido perdiendo su poder de reflejar con fidelidad y su luna ha envejecido de tal modo que deforma todo lo que refleja. Es por eso que nos vemos así, por culpa del espejo, creedme.
— Vosotras sí que me dais lástima, de veras. ¡Pobres amigas mías! Yo también veo lo mismo que vosotras cuando me contemplo en el espejo. No os falta razón al decir que el paso del tiempo es implacable, y es por ello que el espejo ha ido perdiendo su poder de reflejar con fidelidad y su luna ha envejecido de tal modo que deforma todo lo que refleja. Es por eso que nos vemos así, por culpa del espejo, creedme.
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