Un día decidió que algo debía hacerse respecto al gran número de bribones y vagabundos que habían ido a vivir al abrigo de su próspero dominio.
Ordenó a los guardias que, en un mes a partir de ese día, todos los vagabundos y pedigüeños deberían ser arrestados y llevados al patio de su castillo para ser juzgados.
Cierto sabio sufí, que era consejero y miembro de la corte de Bahaudin, pidió permiso para ausentarse y emprender un viaje.
Cuando llegó el día designado, los guardias reunieron a todos los vagabundos y se los hizo sentar en un grupo enorme a la espera del rey Bahaudin.
Viendo tanta gente indeseable sentada delante de su fortaleza, el rey Bahaudin se encolerizó en extremo. Hizo un discurso y terminó diciendo:
— La corte decreta que seáis azotados por malhechores y causantes de descrédito para nuestro reino.
En medio de los prisioneros, el sabio sufí vestido con harapos, se irguió y dijo:
— ¡Oh, Príncipe de la Familia del Profeta! Si un consejero de tu propia corte ha sido arrestado a causa de su ropa y eso ha bastado para que lo consideren un malhechor, debemos proceder con cuidado. Si basta con la vestimenta para saber que somos malhechores, existe el peligro de que la gente aprenda esta costumbre y empiece a juzgar a gobernantes como tú, sólo por su traje y no por su valor interno. ¿Qué le ocurriría a la institución del gobierno justo?
Oído esto, Bahaudin abandonó el trono y se dedicó a la reflexión. Está enterrado cerca de Kabul, en Afganistán, donde se le considera uno de los más grandes maestros de la sabiduría que han existido.
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