En cierta ocasión, un chico muy joven acudió a un Templo y le pidió a un anciano que le enseñase la sabiduría. Después de hablar con él un rato, el anciano decidió ponerlo a prueba antes de aceptarlo como discípulo. Señaló en dirección a un árbol que había frente al Templo y dijo:
— Jovencito, tú quieres aprender, pero yo he de ausentarme del Templo durante un año. ¿Podrías tallar ese árbol y hacerme una estatua mientras estoy fuera?
— Naturalmente, Maestro –contestó el chico.
El Maestro le entregó un cuchillo pequeño y le pidió que se pusiera a trabajar y que fuese amable con los otros discípulos. Luego partió. Como el joven quería aprender de este famoso Maestro, fue muy paciente y lo hizo todo perfecta y cuidadosamente. Le llevó el año entero terminar una talla de dos metros y medio.
Cuando regresó el Maestro, el joven estaba orgulloso y contento de haber realizado algo que sin duda le haría ganar la confianza del Maestro. Para su sorpresa, éste miró la talla, meneó la cabeza y dijo:
— Esta estatua no tiene el tamaño que yo había pensado en principio. ¿Podrías hacerla más pequeña? He de volver a ausentarme del Templo para predicar y no volveré hasta dentro de otro año.
El chico, decepcionado, dio muestras de cierto malestar. Sin embargo, como quería aprender de este gran Maestro, accedió, tras lo cual se marchó al sacerdote.
Aunque sintiéndose molesto en su interior, el joven intentó reducir el tamaño de la talla. Durante los tres primeros meses de trabajo no cesó el malestar en su mente, y notaba que había perdido el afán de perfección.
Durante los otros tres meses sólo logró más sentimientos de malestar y la estatua no le salía bien. Entonces se dio cuenta de algo y pensó: “Lo que realmente quiero es aprender, y ya que el único modo de aprenderlo es realizando este trabajo, más vale que lo haga lo mejor que pueda y además disfrute haciéndolo”.
A partir de ese momento empezó a recobrar su paciencia y su entusiasmo. Después de otros tres meses ya podríamos decir que disfrutaba casi cada minuto pasado esculpiendo aquella obra artística. Al terminar el año había hecho una hermosa estatua de tan sólo noventa centímetros. Y lo más importante, había aprendido a enfrentarse a sí mismo. Poco después de terminar su trabajo regresó el Maestro al Templo. Vio el trabajo y dio muestras de contento, pero dijo:
— Aunque está bien hecho el trabajo, es todavía más grande de lo que había esperado, ¿podrías intentar de nuevo reducir su tamaño?
Para sorpresa del Maestro, el joven respondió afirmativamente con voz contenta. El rostro del muchacho reflejaba su paciencia y el placer con que se enfrentaba a su tarea. Y el Maestro se ausentó de nuevo.
Por tercera vez se puso el joven a tallar, pero esta vez pensó como hacer que la estatua no sólo fuese hermosa, sino que pareciese tener vida. A ello dedicó toda su atención y esfuerzo. Había aprendido a disfrutar con lo que estaba haciendo, y el año no se le hizo largo.
Cuando el Maestro regresó de su viaje, el joven le entregó la estatuilla de unos ocho centímetros: la mejor escultura en madera que uno pueda imaginar. El joven había pasado la prueba de fuerza de voluntad, paciencia, perseverancia y lo más importante de todo, la de actitud frente al aprendizaje. No cabía duda de que sus estudios serían un éxito, porque había aprendido a vencer al más duro y fuerte de los enemigos: él mismo.
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