En el mismo instante, en diferentes ciudades del mundo, cinco personas abrieron las puertas de sus armarios, intentando decidir qué ponerse para la cena familiar de esa noche.
Una viejita dulce y menuda acarició sus vestidos con piedrecitas y lentejuelas que ya tenían lo menos cuarenta años. Al hacerlo, palpó también las chaquetas de su marido. Se acercó para respirar aquel aroma a sándalo y madera que traían al segundo a aquel hombre atento y bromista a su memoria. Sintiendo el agujero de su ausencia por donde se colaba un viento helado, tocó la urna con sus cenizas.
Una adolescente vegetariana revolvió su armario con creciente malestar pensando en las bandejas de jamón, cordero y marisco que coronarían la mesa de su adinerada familia. Año tras año, le acercaban los platos insistiendo en que comiera, como si su decisión fuese un capricho estúpido y pasajero. Descolgó un vestido austero que nada tenía que ver con ella y se quedó mirándolo. Sus padres le habían pedido que no contase que estaba saliendo con una mujer.
Un hombre de oficina removió sus perchas resoplando, asfixiado por un triple nudo de corbata invisible que se alojaba en su nuez. Le habían despedido hacía meses y su economía ya no era la de antes. En unas horas, sus cuñados ejecutivos le acribillarían con preguntas que le harían sentirse inferior.
Una mujer recién separada inspeccionó sus baldas como un sabueso, intentando buscar el milagroso jersey que disimulase los kilos que había ganado a raíz de su dolorosa ruptura. Miró en el espejito del armario las raíces sin teñir de su pelo, y sus ojeras abultadas. Sabía que su madre y sus hermanas se horrorizarían al verla así, por lo que empezó a plantearse evitar la cena y quedarse en casa con su hija.
Un estudiante de reiki desdobló su camiseta favorita de los chakras, soltándola al momento como si hubiera tocado carbones ardiendo. Lo último que quería es que su familia se riese de él o creyera que estaba chalado, pensó con amargura.
En el mismo instante en que todos iban a amordazar de nuevo a su corazón, una pregunta sacudió violentamente sus cimientos, como si fuera un gigantesco temblor de tierra que derribase el tejado de sus miedos, dejando entrar la luz.
Era una pregunta intuitiva como un pálpito y salvaje como un grito de guerra. Hablaba de tragar, fingir, abandonarse… del paso del tiempo y de los días de vida que jamás regresarían, de vivir una mentira sin permitirse Ser. Contaba la historia de la oruga que muere en su capullo sin llegar a emerger nunca como mariposa.
«Ya no más. Se acabó»
Una certeza cayó sobre ellos, silenciosa y clara como una mañana nevada.
En ese preciso momento tomaron la decisión: caminaron hacia el armario y lo atravesaron para siempre.
Poco después, la adolescente vegetariana llegaba sonriendo al piso de sus amigos y, besando a su novia, se unía a los juegos de mesa y a las risas. Había intuido que, si alguien se avergüenza de ti o de tus preferencias, vive con un enemigo fiero en su interior que lo reprueba y critica.
El hombre de oficina y el estudiante de reiki llegaron a sus respectivas casas ligeramente nerviosos, pero sin ocultarse. Uno decidió que su valor nunca estuvo en su puesto laboral y el otro resolvió con naturalidad las dudas acerca de aquellos simbolitos de colores de su ropa. Ambos entendieron que nadie puede hacerte sentir que eres menos que otros, a no ser que tú lo creas.
Los invitados enmudecieron cuando la mujer separada llegó luciendo coleta y mallas elásticas. Su madre y sus hermanas revolotearon rápidas para ofrecerse a buscarle algo de ropa y diluir la sensación de incomodidad que se había generado en el salón. Pero aquella mujer hizo sonar una copa para anunciar, a todo aquel que quisiera escucharla, que sí, que se había descuidado porque estaba pasando la remierda. ¿Porqué habría de aparentar que todo estaba bien, si no era cierto?
Aquellas palabras soltaron las corazas de sus hermanas y primos que arrimaron sillas y taburetes para sentarse a su lado. Allí, entre lágrimas y risas, confesiones y copas de vino, izaron una bandera con los trapos sucios de cada uno y desterraron a los fantasmas del pasado.
Ella vio que, aunque para muchos aquella velada estaba siendo un valioso regalo, otros la rehuían evitando mirarla. Entendió que algunas personas tienen tanto miedo a Vivir que, cuando pasan junto al dolor, ni respiran.
Pero el silencio de aquel grupo no fue nada comparado con la jarana que tenía montada la viejita cuando llegaron sus hijos. Atónitos, se encontraron con que ahora compartían mesa con cuatro invitados recién llegados del otro barrio: su padre Manolito, y las mejores amigas de su madre, Maruja, Carmencita y Dolores. Cada uno tenía sitio reservado con su foto y su respectivo vasito de chinchón.
Había que ver las chiribitas de luz en los ojos de la viejita, canturreando feliz a ritmo de jazz mientras iba y venía llenando la estancia de aromas de guisos deliciosos… sabiendo que no había porqué dejar fuera de la celebración a los que se han ido y echamos de menos. Sabiendo que, en realidad, están muy cerca.
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Que el armario de tus miedos no sea una caja, que lo conviertas en una puerta que atravesar.
Que no sea un lugar donde guardar un disfraz tras el que ocultarse. ¿Por qué querríamos ser queridos y aceptados por ser quien no somos?
Que en estas fiestas te permitas elegir lo que te hace sentir bien. Que seas la oveja negra de tu familia, o la oveja blanca, la arcoíris, la moteada… que seas honestamente TÚ.
Y que siempre te reúnas por amor con quien ames.
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