sábado, 3 de diciembre de 2016
Cuando Shlemel fue a Varsovia
Un hombre llamado Shlemel vivía en un pequeño pueblo de Polonia. Tenía una vida aburrida, con un trabajo aburrido, una mujer aburrida e hijos aburridos. Todo parecía indicar que sus días acabarían con una muerte igual de aburrida.
Un día conoció a un viajante que le habló de lo bonita que era la ciudad de Varsovia. Le habló de sus calles, de la gente que iba de un lado a otro, de los conciertos que se celebraban llenándolo todo de música, de los teatros, los cafés abarrotados, las tiendas con sus coloridos escaparates… Aquel viajante hablaba y hablaba pero Shlemel ya no le escuchaba, Shlemel ya no estaba allí, estaba paseando por Varsovia, sintiendo y experimentando con la imaginación todo lo que se podría hacer allí.
Así que un buen día decidió que ya no quería imaginar más, que quería conocer aquello y dejándolo todo, se puso en camino.
Después de unas cuantas horas y aún a mitad de viaje, tuvo sueño y se paró a dormir. Antes de hacerlo, se quitó los zapatos y los colocó en el suelo, apuntando en la dirección de Varsovia, para no olvidar, al día siguiente, qué dirección tomar. Pero por esas cosas del destino o vete tu a saber si por la sabiduría del universo, mientras dormía, unos chicos le dieron la vuelta a los zapatos, de forma que cuando se despertó, sin darse cuenta, volvió por donde había venido. Pero sus ojos ya no miraban igual, así que no reconoció el camino de vuelta, porque ya todo era distinto.
El hombre regresó a su propio pueblo convencido de que se trataba de otro lugar con el mismo nombre. La gente que le conocía le saludaba, él, asombrado y divertido, les decía que no era el hombre que ellos conocían, porque él vivía en otra aldea que estaba a un día de camino. Y aunque se asombraba de lo mucho que se parecían las calles y las plazas y las personas que lo habitaban, a pesar de aquella mujer que decía ser su esposa y de que aquellos chiquillos le llamaban papá… él seguía convencido de que, por una extraña casualidad, había dos pueblos iguales, con gente muy parecida pero que no eran el mismo, de ninguna forma o manera. Así que no daba su brazo a torcer.
Era tal su convencimiento, estaba tan seguro de lo que pensaba y decía que todo el pueblo acabó por creer lo mismo que él.
Después de un tiempo, descubrió en la que había sido su esposa a una mujer distinta, dulce y tierna capaz de criar sola a sus hijos. Y con sus ojos nuevos y su mente nueva se enamora de ella y decidió quedarse en aquella ciudad desconocida que le haría feliz para siempre. Y nunca más pensó en Varsovia.
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