La noticia de que señá Juana iba a contar un cuento corrió con la rapidez de una chispa eléctrica, y cuanto chiquillo pelón rompía calzones y lucía churretes en cuatro calles a la redonda, acudió presuroso al Corral de los Chícharos, domicilio de la vieja. Ésta, sentada en el poyo de la puerta, vio venir la granizada con vanidosa sonrisa, paseó una mirada satisfactoria por el inquieto auditorio, rascose dos veces con la aguja de hacer calceta, y poniendo de nuevo sus dedos en movimiento, comenzó así:
-Pues señor, que era vez y vez, y el bien que viniere para mí se quede y el mal para quien lo fuere a buscar, de un hortelano más pobre que las ratas, y con peor estrella que un sietemesino; si sembraba melones, cogía pepinos; si plantaba lechugas, le nacían pitas; si llega a sembrar monedillas de cinco duros, le salen ochavos roñosos, y si deja el oficio y se mete a sombrerero, a buen seguro está que nacen los chiquillos sin cabeza. Porque hay un santo en el cielo, que se llama San Guilindón, que sólo tiene por oficio bailar delante del trono de Su Divina Majestad,
diciendo a gritos: «¡Dénle más! ¡dénle más!» Y cate V. ahí por qué una desgracia no viene nunca sola, ni una fortuna tampoco, sino que vienen muchas en hilera, como mulos de reata.
Pues vamos a que cuando llegaron las aguas de Mayo, parecía la huerta un camposanto, lleno de malvas y ortigas: sólo había metido en medio una col, que regaba la hortelana con agua bendita. Los pimientos se secaron, los tomates se perdieron, a las lechugas les entró el pulgón, y sólo la col metía, metía sin vergüenza, hasta que pasó la tapia, llegó al tejado, subió más alta que el campanario, se perdió, por último, en las nubes, y el viernes antes de San Juan, tocaba ya con la puntita en la puerta del cielo.
Pues, señor, que de tanta dieta, le llegaron a salir al hortelano telarañas en el gañote, de no usarlo, y la hortelana tenía ya las muelas mojosas, y hasta se le había olvidado el modo de mascar: a él se le paseaban los ratones por los bolsillos, y cuando ella cogía en una mano la escoba y en la otra la alcuza, le preguntaban las vecinas:
-Pero, Andrea, ¿estamos de muanza?
Llegó al fin un día en que se cumplieron veinticuatro horas, sin que aquellos infelices cataran la gracia de Dios, y el hortelano mandó a su mujer que arrancara la col, y le hiciera un guiso con los tronchitos de la punta. Señá Andrea puso el grito en el cielo, y se agarró a la col, que no la arrancaba de allí ni las tenazas de Nicodemo; porque pensar en tocarle a su col, era tocarle a ella en las mismas niñas de sus ojos. Pero hijo de mi alma, para fiestas estaba la zorra, y llevaba el jopo ardiendo...
El marido cogió una vara, y le dijo que cabeza abajo la colgaría de una penca si a las doce en punto no estaba hecho el guiso, y ellos comiendo, para alcanzar la bendición del Padre Santo de Roma, que todos los días la da a la campanada de las doce, ni minuto más ni minuto menos. Señá Andrea no tuvo más remedio que meterse la lengua en un zapato, y coger un hacha pa echar abajo la col: vio entonces que llegaba ya al cielo, y se le ocurrió de pronto subirse por ella, y pedirle a San Pedro una limosnita.
Aquello fue lo de melón quiero, tajada en mano tengo, porque pensándolo estaba todavía, y ya iba trepa que trepa, por la col arriba, de penca en penca, hasta que llegó al cielo. No se usan por allí campanillas, y así llamó ¡tras! ¡tras! con los dedos de la mano. Abriose el postiguillo de la puerta, y asomó San Pedro las narices.
-¿Qué se ofrece? -preguntó.
La señá Andrea comenzó a temblar al verse delante de aquel señor tan respetuoso, y dijo con mucha política:
-Aunque V. perdone, señó San Pedro, soy una pobre infeliz que no tiene que comer, y venía a que su mercé me hiciera la caridad de una limosna, por el amor de Dios.
San Pedro cerró de golpe el postiguillo sin decir palabra, y como no hay buen alma que deje fea la palabra de Dios que el pobre empeña, volvió a poco cargado con una mesita, que entregó a señá Andrea, diciendo:
-Toma, hija, esta mesita, y cuando tengas hambre di: ¡Mesita componte!
-¡Dios se lo pague a V. y se lo aumente de gloria! -contestó señá Andrea echando a correr de penca en penca, hasta que llegó al suelo.
Como las mujeres semos tan curiosas, no tuvo paciencia para esperar la vuelta de su marido, y conforme soltó la mesa en el corral, dijo:
-¡Mesita componte!...
¡Hijo de mi alma, aquello era menester verlo pa creerlo!... Porque no bien lo hubo dicho, apareció en la mesa una comida, como ni en los manteles del Rey se pone igual: allí había pollos con tomate, y arroz con conejo, y sardinas fritas, y bacalao en blanco, y de postres arrope, y arroz con leche, y garbanzos tostaos. Cuando llegó el hortelano se dieron ambos a dos una atraquina que con el dedo se lo tocaban, y todos los días diarios se ponían hasta reventar, que era menester silbarles pa que pararan, sin más trabajo ni más guiso que soltar la palabrilla:
-¡Mesita componte!...
Pues vamos a que pasaron así dos meses, poniéndose marido y mujer como chivos de dos madres, y al cabo de éstos, dícele un día el hortelano a señá Andrea:
-Mira, Andrea: no es rigular que quien come tan bien como nosotros comemos, esté, como el que dice, con un trapito atrás y otro alante, sin poder asomar los bigotes a la calle... De manera y ello es, que ahora mismo te subes por la col arriba, y le pides a San Pedro siete onzas, para mercar un traje de paño fino y una saya de alepín negro.
La mujer se resistió algún tiempo, hasta que de penca en penca, de penca en penca, se encampó otra vez en el cielo. Estaba San Pedro sentado a la puerta tornando el sol, y leyendo los papeles.
-¡Otra te pego! -exclamó al ver aparecer a la hortelana.
-No se incomode su mercé -replicó muy humildita señá Andrea:- que venía a ver si me emprestaba siete onzas, aunque fuese a dita, para mercar un traje de paño fino y una saya de alepín negro; porque el invierno se viene encima, y no es rigular que nos coja encuerecitos.
San Pedro la miró por encima de las gafas, y se metió para adentro: a poco salió con una bolsa vacía.
-¡Toma, Mari-pidona -le dijo;- y cuando tengas apuros, di: ¡Bolsita componte!
-Dios se lo pague a V. y se lo...
-Anda, anda con viento fresco... que por su mal le salieron alas a la hormiga -le contestó San Pedro con mucha soflama.
Señá Andrea echó a correr por la col abajo como alma que lleva el demonio, que no era otra cosa su avaricia, y en unión de su marido, que al pie de la col la esperaba, dijeron a la bolsa:
-¡Bolsita componte!... Acto continuo comienzan a caer por la boca afuera pesos duros y más pesos duros, ni más ni menos que cuando llueve a chaparrones.
Marido y mujer creyeron perder el juicio, y lo perdieron en efecto, porque al otro día ya tenía hecho señá Andrea un vestido de tisú de oro, como el manto de la Virgen del Carmen, y señó Juan una levita con flecos de
oro y plata, un bastón con borlas como el que saca el alcalde por Corpus Christi, y un sombrero de copalta con siete plumas blancas. Compraron la casa del Ayuntamiento para vivir ellos solos, la forraron toda de papel dorado, y hasta las aljofifas eran de terciopelo, y los estropajos de hilillo de plata. Conforme llegó el domingo, se fueron los dos mu pomposos a misa, en una calesa que mandaron venir de Chiclana: cuando iban llegando a la iglesia, dícele el marido a la mujer:
-Andrea... ¿No repican las campanas?
-Creo que no, Juan.
Juan se puso color de pajuela de pura envidia que lo roía, y dijo:
-Pues bien repican cuando viene el Obispo.
Al salir de la iglesia empezaron marido y mujer a tirar ochavos a los chiquillos, como cuando hay padrino pelón en los bautizos; pero como salta al ojo que los pinículos han comido con cuchara de palo, bien pronto los calaron los chiquillos, y conforme recogían los ochavos, echaban a correr gritando:
Doña Andrea Estropajo,
hoy está boca arriba
ayer iba boca abajo.
hoy está boca arriba
ayer iba boca abajo.
A señá Andrea se le freía la sangre en el cuerpo, y no bien llegó a su casa se puso a escribir una carta a la Reina, para que mandase ahorcar a todos los chiquillos del pueblo; pero su marido la llamó aparte y le dijo:
-Mira, Andrea, no es rigular que cuando va el Obispo a la iglesia le repiquen las campanas, y cuando vamos nosotros, que somos gente de tantos miles, no toquen ni una mala campanilla... De manera y ello es, que ahora mismo te subes por la col, y le cuentas a San Pedro lo que pasa, para que ponga remedio; porque lo que es a mí, ni el Sr. Obispo me echa delante la pata.
Seña Andrea no se hizo repetir la cartilla, y comienza a trepar col arriba hecha un toro de fuego, que sólo con el aliento levantaba chichones. Se pone delante de San Pedro con más fachenda que un rey de palo, y le pide que mande ahorcar al cura, al sacristán y al monaguillo, si no le repican las campanas como al Sr. Obispo.
San Pedro se metió la mano en la faltriquera sin decir palabra, y sacó una porrita como de un palmo de largo, ni más ni menos que el badajo de una campana.
-Toma esta porrita -le dijo; y si no repican el domingo cuando vayáis a misa, di: ¡Porrita componte!
Llegó el domingo después del sábado, sin priesa ninguna, y marido y mujer se meten en su calesa, y se van para la iglesia con más planta que la reina de Egipto; pero las campanas no repicaban... A señá Andrea le da un brinco en el cuerpo la soberbia, saca la porrita, la levanta en alto, y dice hecha un torillo josco:
-¡¡Porrita componte!!...
¡Nunca lo hubiera dicho, cristianos!... Porque empieza la porrita a brincar en el aire, dando coscorrones de la cabeza del marido a la de la mujer, y de la de la mujer a la del marido, sin parar de repicarles en la mollera, hasta dejarlos espachurrados en la misma puerta de la iglesia. Lo cual fue castigo de su ambición, su codicia y su soberbia; porque aquella porrita no era otra cosa que la Justicia de Dios, y ella es la que manda Su Divina Majestad de cuándo en cuándo a la tierra para zurrarle la pavana a los hombres. Porque como decía mi abuela, que esté en gloria, cuando era yo zagalilla: Dios ni come ni bebe; pero juzga lo que ve.
Y aquí se acabó mi cuento con pan y pimiento; y el que quiera saber más, que compre un viejo.
(P. Luis Coloma)
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