La
tía Miseria era una pobre anciana que vivía de la limosna. Tenía un hijo,
llamado Ambrosio, que andaba por el mundo, también pidiendo. Y poseía un perro
mil razas, que la acompañaba en la pequeña choza en que habitaba. Junto a la
misma tenía un peral, del que obtenía poco fruto, pues los chavales del pueblo
le robaban las peras nada más madurar.
Un día llegó a la puerta de su casa un hombre pobre y, como
helaba fuera, la tía Miseria lo acogió en la choza. Compartió con él lo poco que
tenía para cenar y le fabricó un rudimentario jergón para que pudiera dormir. Al
despertar, por la mañana, también le ofreció un humilde desayuno.
El pobre, agradecido, se dirigió entonces a Miseria
diciéndole:
-En vista de tu noble corazón, voy a concederte un deseo
pues, aunque me veas vestido como un pobre, en realidad soy un ángel del
cielo.
Aunque Miseria no quería nada, el santo insistió y, entonces,
se acordó la anciana del peral:
-Éste es mi deseo -dijo-: que cuando alguien suba al peral,
no pueda bajar sin mi permiso.
Al instante le fue concedido el deseo, y fue la idea tan
definitiva que, al cabo de poco tiempo, tras algunos palos de bastón y no pocos
jirones en sus ropas, no volvió a acercarse al peral un solo
zagal.
Así pasaron largos años, hasta que un hombre alto y seco, con
una guadaña, se acercó a la puerta de la choza y comenzó a llamar a la tía
Miseria:
-Vamos, Miseria, que es hora.
Miseria, que reconoció rápidamente a la Muerte, no pareció
estar muy de acuerdo: —¡Hombre, ahora que empezaba a disfrutar algo de la vida!
—le dijo. ¿Por qué no me haces el favor de cogerme esas cuatro peras del árbol,
mientras yo me preparo para el viaje. La Muerte, ingenua, se dispuso a coger las
peras y, como estaban en todo lo alto, no tuvo más remedio que subir al árbol.
En ese momento escuchó la carcajada de Miseria que, asomada a la ventana, le
decía: -¡Muerte fiera, ahí te quedarás hasta que yo quiera!
Y quiso Miseria que allí se quedara, hiciera calor o helara,
durante muchos años. Tantos que en el mundo empezó a sentirse la falta de la
Muerte. Nadie moría, ni en las guerras, ni por enfermedad, ni por vejez. Había
ancianos de más de trescientos años, en estado tan penoso que ellos mismos
buscaban poner fin a su vida.
Algunos se tiraban por los precipicios, otros al mar, otros
se arrojaban a las vías del tren, pero ninguno lograba su propósito y los
hospitales se llenaban, sin poder atenderlos a todos.
Así hasta que la Muerte vio pasar por allí cerca a un médico,
antiguo conocido y amigo de ella: —¡Eh, viejo amigo, acércate y observa mi
estado! ¡Duélete de mi situación! ¡Avisa a las gentes del pueblo y venid a
cortar este maldito árbol!
Al poco llegaron los vecinos, armados con sus mejores hachas.
Todo lo intentaron, pero nada logró hacer la mínima mella en el tronco. Y todos
los que quisieron bajar de allí a la Muerte, sólo consiguieron quedarse con
ella colgados. Entonces empezaron a rogar a la vieja Miseria que se apiadase de
ellos, de los que tanto sufrían y que permitiera bajar del peral a la Muerte y a
sus acompañantes. Tanto insistieron que al fin cedió la tía Miseria, aunque con
una condición: -Que no te acuerdes de mí ni de mi hijo Ambrosio hasta que te
llame por tres veces.
Accedió la Muerte, y bajó, y comenzó a cumplir con todo el
trabajo que tenía pendiente, lo que la tuvo ocupada durante muchas semanas.
Todos los que debieran haber muerto, veían llegar su hora. Todos menos la
anciana y su hijo, que por eso viven todavía la miseria y el
hambre.
(Cuento popular andaluz. Adaptado sobre versiones de A. Rodríguez
Almodóvar y J. M.a Guelbenzu)
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