A pesar de su diminuta estatura no dejaba de ayudar a sus padres en las
tareas diarias. Con frecuencia su mamá le mandaba a comprar alguna cosa a la
tienda del pueblo.
-¡Garbancito!.
-Sí mamá.
-Toma hijo, esta moneda y ve a comprar un paquetito de azafrán, -dijo la
madre a la vez que le advertía- pero ten mucho cuidado no vaya a pisarte
alguien.
-No te preocupes mamá, ya que no me pueden ver iré cantando y así todo el
mundo podrá oírme.
¡Pachín, pachán, pachón!
Mucho cuidado con lo que hacéis
¡Pachín, pachán, pachón!
A Garbancito no piséis.
Mucho cuidado con lo que hacéis
¡Pachín, pachán, pachón!
A Garbancito no piséis.
En el establecimiento ocurría siempre lo mismo, veían antes la moneda
moviéndose ágilmente por el suelo que a su portador, Garbancito gritaba lo que
deseaba y al instante se lo acercaban y de vuelta a casa repetía una y otra vez
su canción, y todo aquel que se cruzaba con Garbancito ponía mucho empeño y
cuidado en no aplastar al pequeño.
También en el campo, el minúsculo muchacho, era de gran ayuda, su papá
solamente tenía que ocuparse de subirle al caballo, cosa que no le costaba
ningún trabajo teniendo en cuenta su tamaño. Una vez a lomos de su montura,
Garbancito trepaba por el pelo del animal hasta llegar a la oreja donde después
de instalarse cómodamente, con su pequeña pero aguda voz daba órdenes tan
contundentes al rocín que éste obedecía al instante y sin chistar, y mientras el
pequeño hacia una de tantas tareas, su padre podía aprovechaba el tiempo
ocupándose de otra distinta.
Un buen día, en un descuido, Garbancito se cayó del caballo y fue a dar con
sus huesos en una mullidita hortaliza que afortunadamente amortiguo el golpe y
no sufrió ningún daño, pero no tuvo tanta suerte cuando se le acercó Pestiña,
una vaca glotona que pastaba cerca de allí y sin darle tiempo a escapar lo
engulló de un bocado. Cuando los padres se percataron de su desaparición,
durante tres interminables días le buscaron con gran insistencia y desesperación
por todos los alrededores sin poder dar con su paradero, pero no se daban por
vencidos y el cuarto día, mientras ordeñaban en el establo, seguían
clamando:
-¡Garbancito! ¿Dónde estás? -Gritaba su madre.
-¡Estoy aquí, mamá! En el estómago de la vaca Pestiña.
-¡Garbancito! ¿Dónde estás? -Exclamaba su padre.
-¡Estoy aquí, papá! en el la tripita de la vaca Pestiña.
Por fin, y no sin alivio, oyeron la voz del pequeño que no dejaba de
repetir, con gran esfuerzo desde el vientre de el buey:
-¡Estoy aquí! En la tripita de la vaca Pestiña.
Los padres se apresuraron a sobrealimentar al animal, para que expulsara a
Garbancito antes de que se asfixiara y después de mucho ingerir, Garbancito
salió entre las heces de la vaca. Los papás le abrazaron, locos de alegria, e
inmediatamente se fueron todos a la ducha mientras cantaban alegres y al
unísono:
¡Pachín, pachán, pachón!
Mucho cuidado con lo que hacéis
¡Pachín, pachán, pachón!
A Garbancito no piséis.
Mucho cuidado con lo que hacéis
¡Pachín, pachán, pachón!
A Garbancito no piséis.
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