Los dos fantasmas, uno azul y otro blanco, se encontraron frente a la caverna
consabida. Se saludaron en silencio y avanzaron un buen trecho, sin pisarse las
sábanas, cada uno sumido en sus cavilaciones. Era una noche neblinosa, no se
distinguían árboles y muros, pero allá arriba, muy arriba estaba la luna.
-Es curioso- dijo de pronto el fantasma blanco-, es curioso cómo el
cuerpo ya no se acuerda de uno. Por suerte, porque cuando uno se acordaba era
para que sufriésemos.
-¿Sufriste mucho?-preguntó el fantasma azul.
-Bastante. Hasta que lo perdí de vista, mi cuerpo tenía quemaduras de
cigarrillos en la espalda, le faltaban tres dientes que le habían sido
arrancados sin anestesia, no se habían olvidado cuando le metían la cabeza en
una pileta de orina y excremento, y sobre todo se miraba de vez en cuando sus
testículos.
-Oh-fue la única sílaba que pronunció o pensó o suspiró el
fantasma azul.
-¿Y vos?- preguntó a su vez el otro-.¿También tu cuerpo
te transmitía sufrimientos?
-No tanto mi cuerpo sino el de los otros.
-¿De otros? ¿Acaso eras médico?
-No precisamente. Yo era el
verdugo.
El fantasma blanco recordó que allá arriba, muy arriba, allá
estaba la luna. La miró sólo porque tenía necesidad de encandilarse. Pero la
luna no es el sol.
Con una punta de su sábana impoluta se limpió la
brizna de odio. Luego se alejó, flotando, blanquísimo en la niebla protectora,
en busca de algún Dios o de la nada.
miércoles, 13 de febrero de 2013
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