Genghis Khan fue un gran rey y un gran guerrero. Condujo a su ejército hasta China y Persia y conquistó numerosas tierras.
En todos los países la gente hablaba de sus grandes hazañas y decían que, desde Alejandro el Grande, no había habido otro rey como él. Una mañana en la que se encontraba en su casa después de volver de la batalla, cabalgó hasta el bosque para cazar.
Le acompañaban muchos de sus amigos. Cabalgaron alegremente con sus arcos y flechas. Les seguían los sirvientes con los perros. Formaban una partida de caza tan alegre que el bosque se llenó de sus gritos y sus risas. Y esperaban continuar con sus bromas al llegar a su casa al anochecer.
Posado en su muñeca el rey transportaba a su halcón favorito, ya que en esos tiempos los halcones eran entrenados para cazar. Cuando su dueño se lo ordenaba, alzaban el vuelo y oteaban a su alrededor en busca de una presa. Si tenían la suerte de ver un ciervo o un conejo, se precipitaban sobre ellos, veloces como una flecha.
Genghis Khan y sus cazadores cabalgaron por el bosque todo el día, pero no encontraron tantas presas como habían esperado. Al caer la larde, se dirigieron a su casa. El rey había cabalgado a menudo por el bosque y conocía todos sus senderos. Así que, mientras los demás cazadores volvían a casa por el camino más corto, el se internó por una senda que atravesaba un valle entre dos montañas. Había sido un día caluroso y el rey estaba sediento.
Su halcón amaestrado había abandonado su muñeca y alzado el vuelo. El ave sabía con certeza que encontraría el camino de regreso. El rey cabalgó pausadamente.
Recordaba haber visto un riachuelo cerca de ese camino. ¡Si pudiera encontrarlo! Pero el calor del verano había secado todos los arroyos de las montañas. Por fin, para su contento, vio un hilillo de agua que se deslizaba por la hendidura de una roca y dedujo que un poco más arriba habría un manantial.
Siempre, en la estación húmeda, un potente chorro de agua brotaba de aquella fuente, pero ahora el fresco líquido sólo caía gota a gota. El rey echó pie a tierra, cogió un pequeño vaso de plata que llevaba en su zurrón de cazador y lo acercó a la roca para recoger las gotas de agua.
Tardó mucho tiempo en llenar el vaso. Tenía tanta sed que apenas podía esperar. Cuando el vaso estuvo casi lleno, el rey se lo llevó a los labios y se dispuso a beber.
De repente, un zumbido cruzó el aire y el vaso cayó de sus manos. El agua se derramó por el suelo. El rey levantó la vista para ver quién había provocado el accidente y descubrió que había sido su halcón. El pájaro pasó volando unas cuantas veces y finalmente se quedó posado en las rocas cerca del manantial.
El rey recogió el vaso y volvió a llenarlo. Esta vez no esperó tanto. Cuando el vaso estaba a la mitad, se lo llevó a los labios. Pero antes de que pudiera beber, el halcón se lanzó hacia él e hizo caer de nuevo el recipiente.
El rey se puso furioso. Volvió a repetir la operación, pero, por tercera vez, el halcón le impidió beber. Ahora el rey estaba verdaderamente enfadado.
—¿Cómo te atreves a comportarte así? —gritó—. Si te tuviera en mis manos, te rompería el cuello.
Y volvió a llenar el vaso. Pero antes de beber desenfundó su espada.
—Ahora, señor halcón —dijo—, no volverás a jugármela. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando el halcón se dejó caer en picado y derramó el agua otra vez. Pero el rey le estaba esperando. Con un rápido mandoble, alcanzó al halcón. El pobre animal cayó mortalmente herido a los pies de su amo.
—Esto es lo que has conseguido con tus bromas —dijo Genghis Khan. Al buscar el vaso, vio que éste había rodado entre dos rocas donde no podría cogerlo.
—Tendré que beber directamente de la fuente murmuró. Entonces se encaramó al lugar de donde procedía el agua. No era fácil, y cuanto más subía, más sediento estaba.
Por fin alcanzó el lugar. Encontró, en efecto, un charco de agua. Pero allí, justo en medio, yacía muerta una enorme serpiente de las más venenosas. El rey se paró en seco y olvidó la sed. Sólo podía pensar en el pobre halcón muerto tendido en el suelo.
—El halcón me ha salvado la vida —exclamó—, ¿y cómo se lo he pagado? Era mi mejor amigo y le he dado muerte. Descendió del talud, cogió al pájaro con suavidad y lo puso en su zurrón de cazador.
Entonces montó en su corcel y cabalgó velozmente hacia su casa. Y se dijo a sí mismo:
—Hoy he aprendido una triste lección: nunca hagas nada cuando estés furioso.
(El rey y el halcón Adaptación de James Baldwin William J. Bennett)
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