- ¡Dios se lo pague!
Llamó cierto día a una puerta y encontróse con un bribón de muchacho que se estaba calentando al fuego. El mozo miró con simpatía a la pobre vieja, que continuaba en la puerta, tiritando:
- Acercaos a calentaros, abuela - le dijo.
Entró la mujer y se aproximó tanto al fuego que, sin darse ella cuenta, las llamas prendieron en sus harapos, mientras el muchacho se quedó mirándolo. Debía haber apagado el fuego, ¿no? ¿Verdad que su deber era apagarlo? Y si no tenía agua a mano, debía acumular en los ojos toda la que tenía en el cuerpo y, a fuerza de lágrimas, hacer manar dos arroyos con que extinguirlo.
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