Hubo una vez un rey que enfermó gravemente. No había nada que le
aliviara ni calmara su dolor. Después de mucho deliberar, los sabios
decidieron que sólo podría curarle el agua de la vida, tan difícil de
encontrar que no se conocía a nadie que lo hubiera logrado. Este rey
tenía tres hijos, el mayor de los cuales decidió partir en busca de la
exótica medicina. - Sin duda, si logro que mejore, mi padre me premiará
generosamente. - Pensaba, pues le importaba más el oro que la salud de
su padre.
En su camino encontró a un pequeño hombrecillo que le preguntó su
destino. - ¿Qué ha de importarte eso a ti?, ¡Enano! Déjame seguir mi
camino. El duende, ofendido por el maleducado príncipe, utilizó sus
poderes para desviarle hacia una garganta en las montañas que cada vez
se estrechaba más, hasta que ni el caballo pudo dar la vuelta, y allí
quedó atrapado. Viendo que su hermano no volvía, el mediano decidió ir
en busca de la medicina para su padre: "Toda la recompensa será para
mí."- pensaba ambiciosamente.
No llevaba mucho recorrido, cuando el duende se le apareció preguntando a
dónde iba: - ¡Qué te importará a ti! Aparta de mi camino, ¡Enano! El
duende se hizo a un lado, no sin antes maldecirle para que acabara en la
misma trampa que el mayor, atrapado en un paso de las montañas que cada
vez se hizo más estrecho, hasta que caballo y jinete quedaron
inmovilizados. Al pasar los días y no tener noticias, el menor de los
hijos del rey decidió ir en busca de sus hermanos y el agua milagrosa
para sanar a su padre.
Cabalgando, encontró al hombrecillo que también a él le preguntó su
destino: - Mi padre está muy enfermo, busco el agua de la vida, que es
la única cura para él. - ¿Sabes ya a dónde debes dirigirte para
encontrarla? – Volvió a preguntar el enano. - Aún no, ¿me podrías
ayudar, duendecillo? - Has resultado ser amable y humilde, y mereces mi
favor. Toma esta varilla y estos dos panes y dirígete hacia el castillo
encantado. Toca la cancela tres veces con la vara, y arroja un pan a
cada una de las dos bestias que intentarán comerte.
- Busca entonces la fuente del agua de la vida tan rápido como puedas,
pues si dan las doce, y sigues en el interior del castillo, ya nunca más
podrás salir. – Añadió el enanito. A lomos de su caballo, pasados
varios días, llegó el príncipe al castillo encantado. Tocó tres veces la
cancela con la vara mágica, amansó a las bestias con los panes y llegó a
una estancia donde había una preciosa muchacha: - ¡Por fin se ha roto
el hechizo! En agradecimiento, me casaré contigo si vuelves dentro de un
año.
Contento por el ofrecimiento, el muchacho buscó rápidamente la fuente de
la que manaba el agua de la vida. Llenó un frasco con ella y salió del
castillo antes de las doce. De vuelta a palacio, se encontró de nuevo
con el duende, a quien relató su experiencia y pidió: - Mis hermanos
partieron hace tiempo, y no les he vuelto a ver. ¿No sabrías dónde puedo
encontrarles? - Están atrapados por la avaricia y el egoísmo, pero tu
bondad les hará libres. Vuelve a casa y por el camino los encontrarás.
Pero ¡cuídate de ellos!
Tal como había anunciado el duende, el menor encontró a sus dos hermanos
antes de llegar al castillo del rey. Los tres fueron a ver a su padre,
quien después de tomar el agua de la vida se recuperó por completo.
Incluso pareció rejuvenecer. El menor de los hermanos le relató entonces
su compromiso con la princesa, y su padre, orgulloso, le dio su más
sincera bendición para la boda. Así pues, cerca de la fecha pactada, el
menor de los príncipes se dispuso a partir en busca de su amada.
Ésta, esperando ansiosa en el castillo, ordenó extender una carretera de
oro, desde su palacio hasta el camino, para dar la bienvenida a su
futuro esposo: - Dejad pasar a aquel que venga por el centro de la
carretera,- dijo a los guardianes – Cualquier otro será un impostor.-
Advirtió. Y marchó a hacer los preparativos. Efectivamente, los dos
hermanos mayores, envidiosos, tramaron por separado llegar antes que él y
presentarse a la princesa como sus libertadores: - Suplantaré a mi
hermano y desposaré a la princesa - Pensaba cada uno de ellos.
El primero en llegar fue el hermano mayor, que al ver la carretera de
oro pensó que la estropearía si la pisaba, y dando un rodeo, se presentó
a los guardas de la puerta, por la derecha, como el rescatador de la
princesa. Mas éstos, obedientes le negaron el paso. El hermano mediano
llegó después, pero apartó al caballo de la carretera por miedo a
estropearla, y tomó el camino de la izquierda hasta los guardias, que
tampoco le dejaron entrar.
Por último llegó el hermano menor, que ni siquiera notó cuando el
caballo comenzó a caminar por la carretera de oro, pues iba tan absorto
en sus pensamientos sobre la princesa que se podría decir que flotaba.
Al llegar a la puerta, le abrieron enseguida, y allí estaba la princesa
esperándole con los brazos abiertos, llena de alegría y reconociéndole
como su salvador. Los esponsales duraron varios días, y trajeron mucha
felicidad a la pareja, que invitó también al padre, que nunca volvió a
enfermar.
jueves, 28 de diciembre de 2017
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